Corría la década del 90 y dos personas de orígenes muy diferentes habían sellado un pacto de sangre. Adrián Rousseau vivía en un hogar conflictivo de clase media baja del Conurbano. Su descarga era ir a River a entrenar al gimnasio. Alan Schenkler vivía en un piso de clase media alta en Belgrano. También vivía levantando pesas en el club. Cuando hablaban y mientras forjaban los músculos, tenían un sueño: ser los dueños del paravalanchas del Monumental. Esa fantasía compartida los hermanó durante más de una década. Esa fantasía, cuando se volvió individual, los enfrentó hasta el final. Alan y Adrián, o Adrián y Alan: la historia de dos hermanos de la vida que se convirtieron en enemigos íntimos en medio de barras, millones, traiciones y muerte.
El mayor de los Schlenker (su hermano William también formó parte de Los Borrachos del Tablón) y Rousseau hicieron, cual jugadores, todas las inferiores en la tribuna. Habitués de la popular y de presencia imponente, se cobijaron detrás del líder de entonces, Luis Pereyra, quien compartía el mando con Edgar el Diariero Butassi.
De a poco fueron ganando preeminencia en el sector de Luisito, dado que sus cuerpos trabajados y el de su grupo de amigos, todos criados entre las máquinas del club, eran vitales como fuerza de choque. De esa época los memoriosos recuerdan que Adrián se quedaba a dormir en la casa de Alan, cada vez que terminaba un partido o cuando la relación con su padre estallaba. Y los sábados por la noche eran habitués de Ananá, Sunset, Roxy y cuanto boliche hubiese en la noche porteña. La caída de Pereyra en diciembre de 1996, tras el asesinato del hincha de Independiente Christian Roussoulis, los encontró aún más unidos. Porque la barra había pasado a ser de Albino el Monito Saldivia y Alejandro el Zapatero Flores, hombres que tenían sus contactos fuertes con el Justicialismo, y con códigos diferentes a los suyos. A tal punto que el nuevo grupo que lideraba la barra los llamaba “la banda del yogur”, porque estaban lejos de todos los vicios habituales que se consumían en los paravalanchas.
Fueron aquellos finales de los 90 tiempos de descontrol en la tribuna del Monumental. Alan y Adrián, Adrián y Alan, mascullaban bronca viéndose postergados por otros sectores que habían convertido a la cancha de River en una tierra libre para todo tipo de tropelías, incluyendo robos a granel en la propia tribuna local. Por eso, cuando José María Aguilar ganó la presidencia del club en 2001, ellos supieron que había llegado su momento. Los chicos habían crecido y dejaron atrás el despectivo mote de La banda del Yogur para transformarse en Los Patovicas, que obviamente tenía una connotación mucho más peligrosa. En menos de un año y con la fuerza de los puños como bandera y el apoyo político del club, tomaron las riendas de Los Borrachos del Tablón y en la previa al comienzo del torneo Apertura 2002, el 28 de julio horas antes del debut ante Newell’s, le hicieron entender a sus predecesores que el cambio de mando era una realidad. Y esa misma tarde, en el paravalanchas principal de la Sívori, se pararon uno al lado de otro. El sueño se había concretado.
Lo que nunca supusieron era que todo podía transformarse en una pesadilla. Y mucho menos en el casi lustro en que reinaron, donde el poder fue absoluto. Y sus relaciones, siamesas. Alan era sinónimo de Adrián, y Adrián lo era de Alan. Rousseau pasó de trabajar en el Registro Nacional de las Personas, empleo al que había llegado gracias a los contactos políticos de la barra, a revistar en el Gobierno de la Ciudad donde paradójicamente su tarea asignada era controlar entidades deportivas y su asignación era River. No tiene remate. Alan abandonó la idea de ser piloto comercial de Aerolíneas, donde había trabajado por años su padre, y se dedicó a pensar el negocio de la barra. Trabaron con la dirigencia una unión umbilical, lo que les permitió tener el manejo de entradas, carnets, dominar el sector de la pileta del club, el gimnasio, los quinchos y hasta una mesa larga en la confitería donde todo lo que se consumía lo pagaba la institución. En el medio vendían camisetas, los trapitos hacían estragos y la gente que iba a la cancha parecía contenta: la tribuna de River ya no era un lugar para pungas, sino para hacer negocios más pulcros.
Esa sensación de impunidad se fue acrecentando a medida que la Justicia les cerraba las causas que se iniciaban por su accionar violento, como la entrada al mundo de los muertos en 2003, cuando en la autopista a Rosario se cruzaron con la barra de Newell’s y el saldo fue de dos víctimas fatales. Parecía que la barra podía caer en la rueda de reconocimiento, pero hubo miles de verdes razones para que no fuese así. Los hinchas, además, les tenían estima. Veían como hazañas cada vez que se enfrentaban a la policía o a las hinchadas rivales, sobre todo en la Copa Libertadores (hubo dos batallas tremendas, una en Brasil contra la Policía Militar en un partido contra Corinthians y otra en Paraguay, en un partido contra Libertad). Además, observaban a la plana mayor en el club a diario, ya que varios de ellos para blanquear el dinero que les ingresaba habían sido contratados como empleados con sueldos siderales sin que se les conociera, claro, trabajo activo.
Formaron la empresa Los Borrachos SRL para canalizar las ganancias y en el medio parte del grupo se metió a trabajar en la política, consiguiendo conchabo en el Renaper, la Secretaría de Comercio y la Secretaría de Industria. La barra de River, en la mitad de la década pasada, se había convertido en la barra más poderosa de la Argentina. Y Alan y Adrián lo disfrutaban en consecuencia. Pisos carísimos en la mejor parte de la Capital, autos de alta gama, vía libre en el VIP de los mejores boliches y cada vez más presencia en el club, a punto tal de que la barra fue clave en que se aprobaran varios balances que tenían como mínimo desprolijidades y los pases de varios jugadores que resultaron ser lesivos para la economía del club, como el de Gonzalo Higuaín, a quien River vendió a un grupo inversor encabezado por Pinas Zahavi en seis millones de dólares para que fuera supuestamente al Locarno suizo y en la triangulación terminó vendido al Real Madrid en 18 millones.
Hubo una compensación posterior para River, pero en el camino quedaron ocho millones y una causa judicial por amenazas a la oposición para que aprobaran la venta, que también naufragó en Tribunales. Si aquella acción de la barra fue porque creían que River estaba haciendo un buen negocio o que el negocio era para otros, queda siempre a interpretaciones.
Pero nada hacía tambalear la alianza. Cavenaghi se subía al paravalancha entre ambos cuando no jugaba y también fue llevado en andas por Adrián en la vuelta olímpica tras otro título conseguido. La vida les sonreía y ellos se juramentaban que esa relación que nadaba entre billetes y champán jamás iba a terminar. Y aunque algunos barras arrimaban en la relación, como Gonzalo Acro, Neurona Decoste, Chimi Leguizamón y el Uruguayo Larraín, ninguno entraba en esa dupla indestructible. Ni siquiera William, el hermano menor de Alan. Tal era el poder obtenido que la famosa banda de Palermo, histórica en el club y conformada por gente pesada acostumbrada a las salideras bancarias y la piratería del asfalto, se había rendido a la doble A.
La coronación del poder llegó en 2006, cuando por primera vez Los Borrachos del Tablón comandaron la barra argentina en un Mundial. Fue una caravana de 44 hombres desfilando por Alemania como si fueran el ejército ruso a punto de tomar Berlín. La mayoría dormía en un camping en las afueras de Munich. Los líderes muchas veces lo hacían en casas de futbolistas argentinos que residían en el país organizador. Y en cada partido se encargaban de dejar en claro quiénes eran los dueños de aquel Mundial. Hasta fueron echados tras la primera fase por la FIFA por no respetar sus asientos y consiguieron, tiempo después, que se los indemnizara por no dejarlos ingresar a otro partido, contra México y también a varios de ellos contra Alemania. Fue victoria doble: reventa de tickets más dinero suizo.
Pero esa cúspide fue también el comienzo de la caída. Al regreso, Adrián fue a retirar a un banco el dinero obtenido. La suma, dicen en la barra, era de 60.000 dólares. El capo dijo que le hicieron una salidera y el dinero jamás apareció. Ese episodio sumado al deseo de Alan de convertirse en dirigente del club, detonó la traición. Schlenker mandó a medir su imagen, como si fuera posible pasar del paravalancha de River al sillón presidencial en una escena. La dirigencia lo vio como un problema a corto plazo y decidió intervenir. E hizo una alianza con Adrián: todo para vos, nada para él. En el medio, Alan comenzó a ver cómo las piedras se interponían en su camino. Le aplicaban derecho de admisión, lo paraba la Policía, lo seguían por todos lados mientras su hermano del alma entraba y salía de la cancha y el club sin ningún problema. Hubo charlas para limar asperezas, pero Adrián ya había entendido que podía ser dueño en soledad y Alan no daba tampoco marcha atrás en su ambición. El rencor fue ganando la partida y para diciembre de 2006, cada uno armó un grupo por separado, sabiendo que la guerra era inminente. Adrián se quedó con los Patovicas, los que estaban empleados en el club, y Alan se recostó sobre la facción de Palermo y de Zona Norte.
El 11 de febrero de 2007, en la previa del partido contra Lanús en el Monumental, se desató el vendaval llamado “La guerra de los quinchos”, porque fue en ese lugar del club. Alan llegó hasta esa zona dispuesto a un mano a mano con Adrián y William haría lo propio con Gonzalo Acro. Las versiones sobre quien no quiso pelear en la jornada estelar son contrapuestas, aunque la mayoría asegura que el más dispuesto a resolver las cosas con los puños era Alan. Sí se pelearon Acro y William, pero inmediatamente se generalizó y aparecieron las armas de fuego del grupo de Palermo. Ya no había lugar para los dos. Esa jornada el triunfo fue de Alan. Meses después, el 6 de mayo tras un partido contra Independiente, Adrián lideró la reconquista en el playón del Monumental que da al puente Labruna. Fue una carnicería pero no logró su objetivo. La tribuna seguía al mando de Alan, quien no ingresaba a la cancha por derecho de admisión, y allí se ubicaba la gente de Palermo con el Urko Berón (herido por Acro con arma blanca aquél día), Oveja Pintos y el Colo Luna a la cabeza.
Días antes del comienzo del torneo Apertura 2007, la barra oficial se enteró de que Adrián estaba juntando un ejército para tomar a como dé lugar la tribuna. Y que como él tampoco podía entrar por el derecho de admisión, su hombre en el paravalancha sería Gonzalo Acro. Lo que siguió es historia conocida: el 9 de agosto, Acro fue asesinado a la salida de un gimnasio en Villa Urquiza. Después de seguir un par de pistas erróneas, la Fiscalía de Saavedra a cargo del doctor José María Campagnoli logró gracias a un celular que estaba secuestrado en otro juzgado por la batalla del playón, rastrear a todos los barras. Alan y su grupo fueron presos. Adrián y el suyo retomaron el poder aunque con otros nombres, entre ellos el hoy tristemente célebre Caverna Godoy.
La última vez que los hermanos del alma se vieron fue cuando Adrián tuvo que declarar en el juicio de Acro. No tuvo piedad con su viejo amigo. La Justicia decretó cadena perpetua para el grupo de Palermo, cuyos celulares impactaban en el lugar del hecho, y también para Alan Schlenker, utilizando en este caso prueba indiciaria para sindicarlo como autor intelectual. Aquel día estaba con otros tres barras en un auto lejos de la zona, pero uno de ellos declaró que lo usaron como señuelo y los otros dos, su hermano William y Pluto Lococo, sí tenían charlas con los de Palermo que estaban esperando la salida de Acro. Y aunque Alan gritó su inocencia varias veces, el fallo fue ratificado por la Cámara y también por Casación. En el medio, en un juicio muy controvertido, también fue condenado con pruebas poco sólidas a 12 años de prisión por el asesinato de un dealer. Su carrera en la barra de River había terminado.
En cambio Adrián siguió comandando las acciones desde afuera hasta ver que el brazo de la ley también podía alcanzarlo y se volcó al motociclismo, donde llegó a consagrarse campeón de la categoría superbike en 2012, e invirtió el dinero ganado en River en distintos emprendimientos, entre ellos una casa de pizzas y empanadas en Las Cañitas. En 2015 fue condenado a 3 años y 8 meses de prisión por la batalla del playón lo que lo llevaba tras las rejas, pero apeló y consiguió lo que su ex amigo no: que la Cámara en 2019 le redujera la pena a tres años y así poder cumplir en libertad. Una vez más, su silencio sobre la dirigencia y la política en su época de barra lo terminaba premiando.
Hoy viven realidades diferentes. Alan Schlenker, que fue padre mientras esperaba la resolución de Casación, está recluido en el penal de Rawson, una de las cárceles más inhóspitas y de peores condiciones del sistema penitenciario federal. Desde allí clama su inocencia y que su caso sea revisado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Adrián Rousseau cambió de vida. Se puso de novio con una abogada, se anotó en la Facultad de Derecho y está cerca de recibirse. Y nadie sabe si alguna vez hojea aquellas viejas páginas del pasado, esas en la que se lo ve victorioso con Alan, cuando gobernaban el fútbol, antes de la traición, los millones y la muerte.
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