Aquel, consideraba Sebastián, había sido un descubrimiento clave. Los días en los que debía recorrer los cinco kilómetros en su bicicleta hasta el cinturón ecológico para entrenar por la mañana, salía un rato antes: se instalaba en una esquina del lado este de la estación de Bernal a observar con curiosidad. Esperaba que el Tapón Gordillo sacara su auto y se marchara al entrenamiento de River. Con 12 años, el menor de los tres hijos de Ángel Rambert, una gloria del Lyon francés, sentía intriga por saber cómo vivían en esa época los jugadores profesionales, su gran sueño. Eran mediados de los 80 y el fútbol no había entrado en el camino vertiginoso de consumo que lo marcaría a partir de los 90. Gordillo era parte de uno de los mejores River de la historia; quizás algún día a él le tocaría al menos llegar a primera.
Pascualito –o el Avioncito como se inmortalizaría en Independiente– lleva en la sangre ADN futbolero. Su padre, que murió cuando él tenía 8 años, se había formado en el Rojo pero su mérito fue abrir el camino en tierras francesas para los bombarderos argentinos que años más tarde tendrían a Carlos Bianchi y Delio Onnis como banderas. Su tío Néstor, Chanana, se inició en Independiente, pero también se vistió de Chacarita y Racing. Su padrino José Farías, también fue una figura en Argentina y Francia. Así y todo, a él lo desvelaba conocer cómo vivían los jugadores de su época.
“Para ese entonces era difícil verlos en la tele como sucede hoy. Por un problema económico no alcanzaba la plata en mi casa y me iba a entrenar desde donde vivía, cerca de la Villa Eucaliptus, hasta el Cinturón Ecológico en bicicleta. No teníamos chances de conocer a esos jugadores de primera y verlo era todo un acontecimiento. Después tuve la oportunidad de jugar con él en Independiente, se lo comentaba y se reía”, revive ante Infobae la particular anécdota de ese niño que brillaba en las juveniles de Independiente –que también tenían a Gustavito López y Javier Zanetti– y que veía los coletazos financieros que había generado la pérdida de su padre por una enfermedad en la sangre que resquebrajó su salud rápidamente pocos días después de haber conocido el diagnóstico.
Su explosión en los grandes medios se dio en 1994 con dos intervenciones que quedaron grabadas en la retina del hincha de Independiente por siempre: el tanto a Huracán en la última fecha del Clausura 1994 que conquistó el Rojo y los dos gritos ante Boca en la Supercopa. Rambert, en algunos pasajes, pide disculpas porque su memoria para los detalles no lo acompaña, pero las sensaciones del gol definitorio en la final de la Supercopa 1994 salen casi sin respiro: “Es como que pareciera que puedo ver esa situación. Lo primero que intento hacer es retroceder un poco más, porque era un Boca que achicaba todo el tiempo. Tengo en mente eso, quizás no es un movimiento que se ve, pero lo tengo fresco como algo que pensé en el momento. Veo salir la pelota y con un pantallazo me doy cuenta que Navarro Montoya queda lejos del arco. Recuerdo que pensé solamente en no errarle al arco, pero la pelota tenía que pasar por arriba. Después de eso lo que tengo son las imágenes que vi por video, del festejo desenfrenado. Fue más inconsciente, lo otro lo tengo más fresco porque estaba consciente, obligado a pensar”.
El desenfreno del que habla en cada grito de gol vino con una marca personal que simbolizó su carrera y marcó la transformación que se vivió en esa década: el avioncito. “Yo nunca intenté tener un festejo que me identificara. Recuerdo que una vez, viendo un partido del fútbol brasileño, no estoy seguro que sea Palmeiras, llovía mucho, alguien hizo un gol, festejó y derrapó. Pero después, cuando se dio, que creo que la primera vez que lo hice fue contra Deportivo Español o Lanús, no fue pensado. Salió. Después del primer festejo ni pensé en volver a festejar así, fue saliendo. Los 90, una de las cosas que tuvieron para mí, es que los jugadores se empezaron a identificar con festejos. No sé en qué lugar de la lista debo estar en esos jugadores que lo hicieron antes o después. Me acuerdo de Salas, el Piojo López...”, hace memoria.
Con hechos inconscientes o conscientes, el fútbol comenzó a coquetear con el embrión del marketing que crecería hasta ocupar un lugar de preponderancia tiempo más tarde alrededor de la pelota. Las marcas en Argentina comenzaron a elegir con asiduidad a los futbolistas como caras visibles. Rambert, el Avioncito que imitaban los pibes, fue uno de ellos y protagonizó una popular campaña en la que le pateaba un penal a Dios para una marca que por aquellos años también tuvo a Caniggia entre sus elegidos: “Fuimos medios pioneros en estas cosas, no era normal filmar una publicidad. No se veía tanto en la televisión algo así. La pasé mal en esa de Dios porque había filmado una parte, no pude terminarla y vino un torneo con la selección argentina en Arabia. Cuando volví, no coincidía los días para volver a filmarla. Me había cortado el pelo y tuve que arrancarla de cero, encima era algo que me había costado horrores. Ni me acuerdo dónde la filmamos, pero fueron mensajes importantes que quedaron dentro de la marca”.
Fueron años de un vértigo imparable para Pasculito. Entre goles y títulos –ganó tres en el Rojo–, una escena marcaría el resto de su carrera. La condicionaría. Una lesión contra Peñarol en un partido de Libertadores, una operación y una venta en plena recuperación al Inter de Italia junto con su ex compañero de inferiores Zanetti, que por entonces se desempeñaba en Banfield. “Fue una rotura parcial del cuerno posterior del menisco externo. Cortaron el pedazo roto y eso me generó una inestabilidad en la rodilla. Tengo ocho operaciones de rodilla. La lesión que inició todo fue esa contra Peñarol. Ni me acuerdo encima cómo me lesioné. Me fui a mi casa y de golpe, de buenas a malas, se me trabó la rodilla y tenía un dolor imposible de tolerar. Tener un desgaste en la rodilla fue lo que no me dejó trabajar como quería y me obligó a los 29 años a decir no juego más”, adelanta el final de la historia.
El escenario en Italia conspiró en su contra: mientras terminaba la recuperación, el reducido cupo de extranjeros que imperaba por aquellos años en Europa le impidió ganarse un lugar como sí lo hicieron el propio Zanetti y el brasileño Roberto Carlos –"Tuve una relación excelente. Lo pusieron en el hotel donde estaba yo. Nos dieron el mismo auto pero a él no le gustaba manejar, así que lo llevaba yo. Es muy divertido. Él después estaba con un séquito de personas que lo seguía para todos lados", recuerda–. Casi sin presencias en el Inter, se marchó a préstamo un semestre al Zaragoza donde le hizo un histórico gol al Real Madrid en el Santiago Bernabéu. Tenía todo encaminado para seguir en Europa, pero Boca apareció de repente: estaba en pleno proceso de renovación y en épocas del 1 a 1 compró su pase para darle forma al famoso Dream Team que comandaba Diego Armando Maradona. El hijo de la estrella futbolera, que conoció de golpe el sufrimiento económico tras la muerte de su padre, ahora era toda una celebridad. Una montaña rusa de sensaciones con apenas 21 años.
Su pasó por el Xeneize fue breve pero intenso, con 31 partidos oficiales y 11 goles en un año. Quedó señalado por la tribuna roja tras besarse la camiseta en un gol durante un amistoso de verano: “Había recibido insultos de la gente y eso me había chocado. Después tuve ese hecho fatídico y ese partido terminó marcando muchas cosas de mi relación con el hincha de Independiente. Fue un acto de enojo a algo que sentía. Apenas terminó el partido fui al vestuario a pedirle perdón a Héctor Grondona”. Aunque lo que marcó su estadía en Boca fue una anécdota con Maradona que expuso un capítulo más de la enciclopedia de liderazgo que escribió el 10 en su carrera.
“Fue la época en la que Maradona había fallado varios penales. Había jurado no volver a patear un penal. Bilardo había dado la indicación de que pateaba yo, pero son esas cosas que te dicen y hasta que haya un penal... Hasta que en la Bombonera llegó el penal. Imaginate, todo el estadio gritando “Maradó, Maradó”. Yo tardé en agarrar la pelota y llevarla al punto penal. Me pareció mucho tiempo. Muchos mirándolo a Maradona, como esperando que dijera: ‘Dame que lo pateo yo’. Lo primero que decís es ya veo que lo erro, ves que viene la cosa así barajada... Dicho y hecho, después haberlo mirado a Maradona como 10 veces, que él me mirara y me apuntara con el dedo dándome confianza, lo erré”, introduce sobre aquella falla en un amistoso contra la Universidad Católica. “En la semana Coppola me dice: ‘Diego quiere hablar con vos si tenés un segundo’. Vino Maradona y me pidió disculpas, que no se iba a repetir nunca más, me dijo que no iba a permitir nunca más que un jugador sufra, que estando en el campo iba a asumir toda la responsabilidad. Fue un gesto único. Que venga y te diga algo así denotaba el compañerismo que sentía por cualquiera. No es que de golpe me dijo quiero hablar, estuvo pensando voy a hablar con Rambert”, rememora.
En Boca también estuvo bajo la conducción de Héctor Veira y, en este caso, bien podría reformularse la frase de Andy Warhol y los 15 minutos de fama, pero con que todo aquel que compartió plantel con el Bambino tiene una anécdota para contar. “El Lyon reinauguraba su estadio para el Mundial y le ponían una plaqueta a mi viejo. Nos hicieron una invitación para que fuera la familia. Era un evento importante y yo estaba operado de pubalgia. Le dije al Bambino para ir y me dijo, ‘no, te tenés que quedar porque necesito que te pongas rápido bien’. Eran tres días nomás, pero bueno, Listo, me quedo. Termina el torneo y estaba pactada una gira por Tailanda que íbamos a jugar contra Inter. Yo ya estaba bien, no es que no me podía mover. En un momento, un ayudante de él me dijo como que yo no iba a ir. Le digo, ‘¿cómo? Avisale al Bambino que quiero hablar con él’. Termino de entrenar y lo voy a ver. Le digo ‘cuando te pedí hace un tiempo ir a Francia me dijiste que me querías rápido y ahora no me llevas a la gira’. Me dice, ‘¿quién te dijo eso? No, vos vas seguro... ¡El que no sabe si va soy yo!’. Me di media vuelta y me fui riéndome”.
En apenas tres años, la vida de Rambert dio un vuelco. El pibe que iba en bicicleta todos los días cinco kilómetros hasta el entrenamiento porque no le alcanzaba el mango, ahora iba a ser parte de otro hecho histórico: River desembolsó más de 3 millones y medio de dólares por pedido de Ramón Díaz para lograr una transferencia directa desde Boca en un hecho casi sin precedentes. En tres años, Pascualito fue figura de un Independiente múltiple campeón, se marchó como estrella al Inter junto con Roberto Carlos y Zanetti, lo repatrió el Dream Team de Maradona y meses después el Millonario puso una cifra para ese entonces poco común para arrebatárselo al rival de toda la vida. Pero ahí estaban las benditas lesiones para seguir castigándolo, como en Italia o en la Bombonera.
“Siempre digo que mis momentos más felices en el fútbol fueron en Independiente y River. Mis primeros años ahí fueron buenísimos, en un equipo consagrado. Agarré esa racha de títulos en un equipo lleno de figuras, era difícil conseguir un lugar. Era un equipo que se divertía en la cancha... Nunca vi un equipo con tanto deseo y ambición por ganar; los insultos más grandes de mi carrera los viví en ese vestuario. Se puteaban entre sí, siempre con el fin de poder ganar. Eran puteadas porque uno no corrió, o no se esforzó como debía. Pero después de eso era abrazarse y festejar”, describe la intimidad del club donde fue parte de títulos locales y una Supercopa Sudamericana. La alegría también tuvo su contraste con el karma de su carrera: “En River fue donde más operaciones tuve, cuatro veces me operé la rodilla porque me tenía que hacer limpiezas. He llegado a jugar sacándome líquido en el entretiempo. Estuve mucho tiempo parado por lesiones”.
Aquella estadía por Núñez, que lo metió en un selecto grupo de jugadores que vistió tres de las cinco camisetas más pesadas del país, le abrió la puerta para lo que sería luego su vínculo como ayudante de campo de Ramón durante nueve años.
Rambert, aquejado por las lesiones, volvió al Rojo en el nuevo milenio, tuvo un paso breve por el fútbol griego y finalmente debió decir adiós en Arsenal con apenas 29 años pero con un físico castigado. Se inició como acompañante de Daniel Garnero en la reserva de Sarandí y planificaba un cuerpo técnico con Eduardo Berizzo cuando apareció Ramón Díaz en su camino. “Es una persona intuitiva. Muchas veces no sabés por qué te dice sacá a este y ponemos a este, pero en su mente lo tiene –lo describe–. Planifica sus partidos de un modo particular, viendo videos de rivales todo el tiempo. Enteros. Se sienta y mira todo el partido entero. En la misma semana quizás mira varias veces el mismo partido. Es muy fuerte desde la conducción. Siempre que el jugador respondía, no tenía problemas. Pero cuando tenía que tomar una decisión dura, la tomaba”.
Después de estadías dispares como DT principal en Aldosivi, Crucero del Norte, Estudiantes de San Luis y Unión San Felipe de Chile, nuevamente decidió emprender un recorrido como entrenador alterno plagado de éxito: es la mano derecha de Garnero en el fútbol paraguayo, donde obtuvieron cinco títulos en cuatro años entre los banquillos de Guaraní y Olimpia y se posicionaron como uno de los mejores cuerpos técnicos del continente.
“La realidad es que por encima de todo hay un modelo de juego bien claro. Dani es una persona muy cercana con el jugador, lo hace sentir cómodo en sus formas dentro de la cancha. Lo hace ser muy participativo al jugador de toda la convivencia diaria. Logró convencer a los jugadores de lo que quiere, de su idea, su filosofía. Para él es súper importante por encima de ganar, que hay una forma de cómo ganar. No es ganar por ganar. Después de haber ganado cuatro títulos (en Olimpia), hay una marca y una forma donde el equipo juega a tal cosa. La gente se identifica con el equipo, hay una confianza ciega. No es algo fácil generar eso. Nosotros, que estamos trabajando a la par de él, somos los primeros que creemos en eso y trabajamos en referencia a ese modelo de juego”, detalla los secretos detrás de uno de los entrenadores más observados en esta parte del mundo.
Aquel muchacho que andaba con su bici espiando futbolistas famosos y soñando con ser una estrella del fútbol, ahora maneja su auto por las calles de Argentina en plena época de furor como figura de Independiente. Un grupo de pibes juega a lo lejos en su camino. Antes que se corte el partido, uno define con calidad a la piedra –que simula ser un poste– más alejada del arquero. Sale corriendo con los brazos extendidos para cada lado, como si fuese un avión. El círculo se acaba de cerrar. Seguramente, en su mente aparecen las mismas palabras que le dijo un Tigre Gareca a punto del retiro meses antes, cuando le ganó la titularidad en la final con Boca: “Tu viejo está en el cielo mirándote y se siente orgulloso por lo que estás haciendo”.
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