Antes de vivir en Puerto Madero hubo carencias. Antes de bordarse una estrella de Superliga con Boca alzó trofeos de chapa en su barrio natal. Antes de soñar en grande con el fútbol europeo y su selección persiguió la ilusión de convertirse en profesional. Antes de batallar contra rivales en la mitad de la cancha luchó contra los obstáculos que le puso la vida. La historia que Jorman David Campuzano lleva en su espalda es digna de una película.
A los 5 años, Moma (apodo que adoptó porque su hermana menor así lo llamaba de pequeña) se dio cuenta de que había nacido para jugar al fútbol. El momento del día que más disfrutaba era cuando pateaba el balón junto a su hermano Frederick luego de hacer los deberes. Para sus padres, que le enseñaron la cultura del estudio y esfuerzo, era condición excluyente.
Él era un soñador más en el pequeño pueblo de Tamalameque, al norte de Colombia. Muchos chicos fantaseaban con la idea de trascender en el fútbol. E incluso disponían del talento. Aunque pocos tuvieron el poder de decisión de Jorman. Cuando tenía 15 años discutió mucho con sus papás hasta que se marchó a Bogotá, capital del país y de sus sueños. Allí lo recibió su tío Asneider, quien le brindó un techo y asidua compañía por cuestiones laborales que lo alejaban a menudo. Ahí Campuzano empezó a forjar su carácter. La soledad, la ausencia de sus amistades y la lejanía con su familia pusieron a prueba su temple.
Fue un semestre de mucha angustia y casi nulo contacto con sus orígenes. Y más aún cuando decidió abandonar los estudios: tuvo una fuerte discusión con un compañero de clase y cuando se predispuso a arreglar las diferencias a golpes de puño, vio que su rival empuñó un cuchillo y se atemorizó. Este fue probablemente el instante en el que más solo se sintió y más extrañó a sus seres queridos. Pero su terquedad y hambre de gloria lo mantuvieron por la misma senda. Eso sí, debió mentirle a su familia y omitió aclarar que había abandonado el colegio. En lugar de exámenes y trabajos prácticos, pasaba el tiempo en alguna plaza o lo mataba en los videojuegos.
Por decisión propia, se reencontró con un viejo amigo del pueblo que estaba viviendo en la calle y optó acompañarlo. En el barrio Venecia estuvo 10 días comiendo arroz con huevo, el menú más económico y rendidor. La actual figura de Boca rememora sus días debajo del puente como los más duros, pero también de mayor aprendizaje.
Jorman había sido cobijado futbolísticamente por La Chispita Dorada, un asadero de pollos que tenía equipo propio y competía de forma amateur. Después de diez campeonatos sin lograr ser campeón, Campuzano fue el refuerzo estrella que lo condujo al título. El dueño de la parrilla todavía le agradece por sus goles. En simultáneo militó en la escuela de fútbol Churta Millos de Bogotá, donde tuvo una actuación estelar jugando un partido contra La Equidad en el que anotó un triplete. ¿El detalle? Todavía se desempeñaba como delantero.
Para su cambio de posición fue clave el entrenador argentino Claudio Vivas, quien lo evaluó en una prueba en Banfield y le recomendó que retrocediera en el campo por las características que tenía. La chance de incorporarse al Taladro finalmente se frustró, pero la idea de ser mediocampista le quedó dando vueltas en la cabeza.
Inmediatamente después de haberlo visto (y sufrido) La Equidad lo fichó. Permaneció más de seis meses allí y justo antes de tocar Primera surgió la posibilidad de probarse en Deportivo Pereira. Empeñó su teléfono celular y una cadenita y, con unos pesos colombianos en el bolsillo, viajó con la ilusión a cuestas que aquel aviso de Facebook le había despertado. Separó una parte del dinero en caso de emergencia, por si su plan fallaba. Finalmente jamás sacó ticket de regreso.
El técnico Hernán Lisi pasó un filtro entre unos 600 jóvenes, en su mayoría, delanteros. Allí puso en práctica su agilidad mental, se percató de que faltaban defensores y pateó el tablero: “Yo soy central”. Con una remera rosa, imitación de una alternativa que utilizaba el Real Madrid en esa época, desbarató cada ataque rival, realizó cada cobertura con solvencia y entregó a un compañero cada pelota. “¿Quién es Jorman Campuzano? Me gustó como central pero va a ser 5. Es el único que va a quedar de esta prueba. Preséntese mañana con el plantel profesional”, le dijo el profe. Con 18 años también tuvo la puerta abierta para jugar en el equipo de Reserva, pero sus cualidades lo catapultaron prontamente a la Primera del elenco de Risaralda.
Lo que pocos saben es que Miguel Ángel Russo, su actual entrenador, lo tuvo en carpeta para ser refuerzo de Millonarios de Bogotá después de su magnífico y prometedor inicio en Deportivo Pereira. En ese mercado de pases entró en puja Atlético Nacional, que venía de ser campeón de la Libertadores 2016 y la Recopa Sudamericana 2017 además de la liga doméstica. Al margen de ser sondeado por otros clubes locales, Campuzano tenía boletos de avión comprados para Argentina para ser incorporación de Defensa y Justicia. Sin embargo los de Medellín hicieron fuerza para mantenerlo en su suelo natal por una temporada más y se vio obligado a cancelar los pasajes. El caprichoso destino lo ubicó en Argentina al año siguiente, aunque para calzarse una camiseta más pesada: la de Boca. Arribó de la mano de Gustavo Alfaro y, si bien tuvo oportunidades, quedó a la sombra de Iván Marcone (considerado titular) y el italiano Daniele De Rossi.
El gran voto de confianza en el Xeneize llegó de la mano de Russo, que hacía poco lo había querido tener en Millonarios. Le concedió la titularidad en los siete encuentros que quedaban de Superliga y lo transformó en estandarte para el título que el cuadro de la Ribera le arrebató a River en la última fecha.
En su gemelo derecho lleva tatuado a un niño que luce su número predilecto (21) y apodo (Moma) estampado en la camiseta mientras conduce una pelota en una vía. Es, ni más ni menos, la imagen con la que se inspira día a día e impide olvidarse de su pasado.
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