Por Eduardo Bolaños
“Vayan. Sean hombres. Jueguen y ganen”. Un puñado de palabras, que alcanzaron a sacudir el alma de ocho jugadores que parecían estar a la deriva. Era la noche del 25 de enero de 1978 y en el colmado estadio de Talleres de Córdoba se disputaba la final del campeonato nacional entre el local e Independiente. Un muy cuestionable arbitraje de Roberto Barreiro, había inclinado la cancha a favor de los cordobeses y el punto máximo se produjo a los 74 minutos, al convalidar un gol convertido con la mano por el delantero Bocanelli. Eso hizo explotar definitivamente a los futbolistas rojos, que se lanzaron sobre él, que en un suspiro expulsó a tres jugadores: Enzo Trossero, Rubén Galván y Omar Larrosa. A alguno de los ocho que quedaban en cancha, se le cruzó la idea de retirarse, ante la indignación de sentirse perjudicados. Y fue en ese momento, cuando todo era un loquero en medio de los gritos, que llegaron las palabras de José Omar Pastoriza, el entrenador, el único que logró tener la cabeza fría para actuar. Dijo la frase que entró en la leyenda, calmó a su tropa e hizo dos cambios ofensivos, que le permitieron a Ricardo Bochini marcar el antológico gol del título (el día de su cumpleaños número 25) y concretar la mayor hazaña del fútbol argentino.
Pastoriza se había destacado desde sus tiempos de jugador, como un hombre de códigos, fuerte personalidad y un profundo respeto por la amistad. El culto que hacía de ella lo extendió a sus tiempos de entrenador, que comenzaron en julio de 1976, apenas regresado de Francia, cuando asumió en Independiente. De a poco fue moldeando el equipo que un año y medio más tarde, lograría la epopeya cordobesa.
Esa final, la comenzó a ganar en la previa, tal como lo evoca Osvaldo “Japonés” Pérez: “Nos había dado un confianza tremenda, al punto que llegamos a Córdoba seguros de ser campeones. El estadio estaba repleto desde varias horas antes, por eso con su habitual viveza, cuando llegamos el vestuario, nos dijo que saliéramos a pisar el campo de juego para ver que botines utilizar. Apenas nos vieron, los hinchas de Talleres nos gritaron de todo durante varios minutos, pero el Pato había conseguido lo que quería: que el público se descargase ahí y no a la hora de empezar el partido”.
Omar Larrosa tampoco ahorra elogios y se lo nota agradecido del otro lado de la línea de teléfono al evocar a Pastoriza y aquella noche de leyenda: “Hicimos un campeonato bárbaro, pero lo de ese partido con Talleres fue una locura, donde el Pato tuvo una participación decisiva, mandando a nuestro goleador (Outes), como marcador central y dejando a Bochini, Bertoni y Biondi solos, del medio para arriba. En el momento que me echan y me estoy yendo al vestuario, escuché clarito como el Pato lo paró al Bocha que se quería ir al grito de ‘vámonos todos, que nos están robando’. Entonces él les dijo a los muchachos: ‘quédense por favor, que todavía queda tiempo’. Reorganizó con maestría a los ocho que quedaban en la cancha. Luego llegó el gol del Bocha y la gloria del título”.
“Era vivo, atorrante en el buen sentido -continúa Larrosa- con mucha chispa. Fundamental para tener armado el grupo y que éste sea fuerte y solidario. Con pocas palabras y su estilo campechano, explicaba con claridad las cosas y el jugador las entendía. Era un tipo abierto y simple, con quien podías hablar sin problemas. Yo llegué en 1977 a Independiente y hasta fines del ’79, cuando se fue el Pato, jugamos tres años de un fútbol brillante. Al día siguiente que salí campeón del mundo con la Selección ante Holanda, tenía que viajar a Ecuador, porque Independiente jugaba el martes por la Copa Libertadores. Le pedí por favor a Julio Grondona, que era el presidente del club, que me dejara quedarme unas horas más acá para disfrutar el momento y de la familia y que me iba a tomar el avión para el segundo partido que era el viernes. Llegamos a ese acuerdo, pero Independiente perdió el primer encuentro y el Pato siempre me lo recriminaba: ‘Ay Omar, si vos estabas, ganábamos seguro’. Era un poco en broma y otro poco en serio, pero siempre a su manera, con afecto y haciendo sentir cómodo al futbolista”.
Al año siguiente, otra vez Talleres, nuevamente por el Nacional, pero ahora en semifinales. Independiente ganó la ida en Avellaneda, pero llegaba el turno de la vuelta en Córdoba, con todas las ganas de desquite de los locales. Carlos Fren recuerda un hecho al estilo de Pastoriza: “Ganamos y nos clasificamos a la final. Después de la cena en el hotel, vino el profe a decirnos que nos teníamos que juntar en un salón, porque nos quería hablar el Pato. Tomó la palabra y fue clarito: ‘Muchachos: el avión sale a las 8 de la mañana. El que está golpeado y tiene que ser revisado por el médico, se queda. Del resto, al que no sale a festejar, lo multo’. Arrancamos todos juntos, caímos en un boliche y apenas entramos, miramos a la barra. ¿Quién estaba tomando un whisky? El Pato. Un grande”.
Carlos Fren lo tuvo como entrenador y luego fue su ayudante de campo. Se le ilumina el rostro cuando tiene que evocar a José Omar Pastoriza. “Fue como un padre para mí. En la época que lo acompañé en Talleres (2003), una noche en cancha de San Lorenzo, me dijo: ‘¿Tenés el pasaporte listo?’ Porque me llamaron de Arabia para ir a dirigir. Andá y fijate como es la cosa. A los dos días de llegar lo llamé por teléfono: ‘Pato, vos acá no podés estar ni dos minutos’ (risas). A él le gustaba salir a comer, a tomar algo. Ahí no había ni un lugar piola. A la madrugada, hacían simulacros de bombardeos. La primera noche, estaba durmiendo, y sonó una sirena en el hotel que me volvió loco. Estuve 22 días. Los peores 22 días de mi vida”.
Sigue Fren: “Haber estado con él en Córdoba fue maravilloso. Que me haya convocado para ser su ayudante, es uno de los grandes orgullos que tengo. En esa provincia lo querían mucho, porque tenía amigos en todas partes. El lunes era una pizza en lo de Angelito, el martes un chivito en lo del rengo, el miércoles un asado con el negro Cubilla. Todo el tiempo así, había sembrado amistades por su forma de ser. Luego nos fuimos a Independiente y una madrugada me sonó el teléfono. Era el representante con el que trabajábamos y me dio la peor noticia: ‘Se murió el Pato de un infarto’. Me puse a llorar como un chico, porque me había ayudado siempre y en esos tiempos me había rescatado de una época sin laburar. Solo una vez, en tantos años, lo vi llorar. Fue cuando murió ahogada su nietita. Estaba destrozado. Prendió un cigarrillo y le dije: “No, Pato, si no podés fumar”. Me miró y sus palabras me quedaron grabadas: “Ella (por la nieta), no fumaba y ya no la tengo más. Ya estoy jugado…”
No solo se destacaba en lo relacionado al fútbol. Su personalidad lo hizo recortarse de su lugar natural y aparecer en el cine. En 1972 estaba entre los mejores jugadores del medio local y sin dudas, era el más carismático. Por eso, fue parte de una película cuyo título remitía a una fiebre que se vivía por esos años: “Yo gané el prode ¿Y usted?”, donde hacía de sí mismo en los dos ámbitos donde se desarrollaba: como futbolista de Independiente y como dueño de una pizzería, la histórica “Gata alegría” de la avenida Independencia. Allí le daba empleo al padre de un chico humilde, a quien le prometía dedicarle un gol. El Pato, como siempre, cumplió.
Video de su aparición como actor
Otra de las cosas que ha distinguido a Pastoriza es ser el único que fue jugador y entrenador de Racing e Independiente. Vistió los colores de la Academia entre 1964 y 1965 y fue su técnico entre 1981 y 1982. En la primera de esas temporadas como DT conformó un gran equipo donde sobresalían Gabriel Calderón, Juan Barbas, Julio Olarticoechea y el talentoso Juan Ramón Carrasco, quien vivió una situación especial: “Una vez en Santa Fe perdimos un partido y al ir para el ómnibus vimos que estaba la hinchada esperando. En el ambiente flotaba la sensación que se podía armar lío en cualquier momento. Y yo pasé delante de todos como siempre, normal, no como otros que miran para ver si lo saludan. Cuando uno se queda tranquilo por lo que entregó dentro de la cancha, no tiene por qué tener miedo y si anduve mal no busco congraciarme con los hinchas. Me senté en el ómnibus y a uno se le da por gritarme. Bajé y me le fui derechito. Le pegué y se armó un lío tremendo. Ahí empezaron a bajar algunos de mis compañeros como Van Tuyne, Berta y Vivalda. Al otro día, en el entrenamiento en Avellaneda, el Pato Pastoriza, sin dar nombres, los mató a los que no se bajaron diciendo: “Acá cuando se pelea uno, nos peleamos todos, y lo voy a decir una sola vez y no quiero volver a repetirlo. En caso contrario, van a tener problemas conmigo mano a mano. Del mismo modo que cuando se gana van todos a cobrar el premio, cuando se pelea un compañero tenemos que estar todos juntos. Que no tenga que volver a repetirlo”.
También lo distinguía su don de gente, como lo recordó Ricardo Giusti: “Era un crack como tipo, era un compañero más, con mucha personalidad, pero que te hablaba desde un lugar de hermano mayor. No se destacaba por el trabajo táctico, pero armonizaba al grupo de una manera fabulosa. Y otro rasgo destacable era su solidaridad: mucha gente que no tenía un peso iba a pedirle cosas a la pizzería de la que era dueño. Y él le daba a todo el mundo”.
Pedro Damián Monzón había surgido de las inferiores y buscaba ganarse su lugar en primera, allá por mediados de 1983. No fueron fáciles los primeros tiempos con el Pato: “En cuanto llegó me di cuenta que tenía un carácter tremendamente fuerte y que íbamos a chocar. Y efectivamente así fue, porque yo sentía que tenía que jugar de titular, en lugar de cualquiera de los dos centrales, que eran nada menos que Villaverde y Trossero. Pero siempre con respeto. Al comenzar 1986, sabía que me tenía que ir porque no iba a jugar. Y el Pato me desafió delante de todos mis compañeros, sentados en el círculo central del estadio. Dijo: ‘El que siente que no tiene que estar porque no va a jugar, que ponga lo que hay que poner sobre la mesa, que levante la mano y lo diga’. Obviamente levanté la mano y dije ‘me voy yo’. Me levanté y fui llorando hacia el túnel, pero sin mirar para atrás, para que no me vieran. En realidad estaba esperando que me llamara para decirme que era una joda. Pero era de verdad y me tuve que ir de mi casa que era Independiente por seis meses. Pero con el paso del tiempo, el que tenía la razón era él”.
Monzón es agradecido: “Pasado ese tiempo, tuvimos una relación enorme. Cuando tuvieron que operar a mi hijo Brian del corazón, Pastoriza me conectó con un médico que era amigo suyo del hospital Italiano y habló con muchos periodistas para que hagan campaña pidiendo dadores de sangre. De lo duro que a veces era en el tema deportivo, fue el que más me ayudó en ese momento tan delicado de mi vida. Fue una persona que me marcó mucho.”
Ese equipo de Independiente quedó en la historia, sobre todo por obtener la Copa Libertadores de 1984. Sergio Bufarini era un pibe en ese plantel que abrazó la gloria: “Habíamos ganado la primera final contra Gremio en Porto Alegre 1-0, pero sabíamos que la revancha iba a ser difícil y sentíamos los nervios de estar tan cerca de ser campeones. Antes del partido, Pastoriza nos reunió y dijo: ‘Muchachos, del segundo nadie se acuerda. Esto de hoy va a ser para siempre. Si lo logramos, cada vez que digan Independiente 1984, los van a nombrar a ustedes’. Y tenía razón. Lo que nadie hubiese imaginado que esa iba a ser, hasta hoy, la última del rojo”.
El estilo del Pato cruzó las fronteras en la segunda mitad de los años ’90, cuando aceptó el ofrecimiento de estar a cargo de la selección de Venezuela. Napoleón Centeno ocupaba el puesto de coordinador de la “vinotinto” y así recuerda los inicios: “La reunión inicial fue en Río de Janeiro y cuando lo pusieron al tanto de cómo era el fútbol de Venezuela en ese tiempo, le cambió la cara. El pensaba que iba a ir a trabajar, no a enseñar. En un momento, hicimos un apartado y me dijo: ‘Estemos tranquilos. Quizás no ganemos mucho, pero nos vamos a cagar de risa jugando’. Así era él”. También lo evoca Ruberth Morán, integrante de aquel seleccionado: “La intención de Pastoriza fue intentar que el venezolano se sacara los complejos y se animara a jugar de igual a igual con cualquier rival. Nos obligó a compararnos con otros, a atrevernos a ganar. En una ocasión llegó Brasil para un partido de eliminatorias y nos dijo: ‘Vamos a ganarles a éstos, que están todos cagados. Se les nota en la cara’. Nos metieron seis goles, pero de a poco comenzamos a creer en nosotros, porque el Pato profesionalizó a la Selección”
En enero de 1988, José Omar Pastoriza asumió en Boca. Rápidamente remotivó al plantel y al abrirse el mercado de pases a mitad de año, realizó muy buena incorporaciones. Entre ellas, un arquero que llegó de Velez, para quedar en la historia del club: Carlos Navarro Montoya: “El Pato fue siempre un tipo muy cercano, de manejarse con la verdad, algo que el futbolista siempre agradece. Creaba y fomentaba muy buenos grupos. Con el paso del tiempo llegamos a tener una relación de amistad y de afecto con las familias. Siempre le voy a estar agradecido por haberme pedido para Boca y luego confirmarme en la titularidad. Ahora parece fácil, pero en ese momento no lo era, porque estaba dejando de lado nada menos que a Hugo Gatti, un ídolo no solo del club sino del fútbol argentino. Recuerdo que cuando llegué, lo único que le pedí es que si yo demostraba que estaba mejor que Hugo, que confiara en mí. Me respondió: ‘Mirá, conmigo siempre van a jugar los que estén mejor’. El Pato era un hombre de palabra y cumplió. Ya en la segunda fecha del torneo me dio la titularidad y la confirmación fue a su estilo: muy natural, sin demasiado protocolo. Me dijo que iba a jugar, que estuviera tranquilo. Le ganamos a River 2-0 en el Monumental. Tanto él como su cuerpo técnico fueron claves en mi carrera deportiva y en todo lo lindo que vino en Boca después”.
Eran los primeros años de la carrera profesional del Mono. Y también lo tuvo a Pastoriza sobre el final. Se reencontraron en Chacarita y luego en Independiente. “En el rojo, el Pato era un hombre muy feliz, porque después de haber estado fuera tanto tiempo, volvía a su casa. Me llamó y fue sincero: ‘Nosotros tenemos la Copa Libertadores por delante, pero la realidad es venir para que Independiente no se vaya al descenso, porque la situación de la institución es muy difícil’. Asumí ese desafío, sobre todas las cosas, porque confiaba en él. Su aporte fue decisivo para que Independiente saliera de esa situación tan caótica”.
Navarro Montoya también se refiera a una leyenda acompañó siempre al Pastoriza entrenador y eran sus famosos asados, con los que muchos querían menospreciar su manera de trabajar, diferente a otros técnicos: “Esos asados eran una excusa para vincular y unir al grupo. Era un placer ir a entrenar si estaba él, que era alguien muy llano y muy cercano, pero con una autoridad tremenda. Cuando decía algo, era palabra santa. Tenía la misma relación con los chicos que con los grandes. Fue un grande de nuestro fútbol, más allá de los resultados, que los consiguió también. Era un fenómeno. Es inevitable no recordarlo con una sonrisa”.
La misma sonrisa que se le dibuja a Luciano de Bruno, cuando evoca grandes momentos con el Pato: “Para la temporada 2003/04 llegué a Talleres desde México. Aparecí en el hotel a dos días del debut en el torneo y sin conocer a nadie. Cuando me vio en el lobby me dijo: ‘Vení Del Bono’. Le respondí: ‘No soy Del Bono, De Bruno’. Y ahí tuvo una gran salida: ‘Bueno, como mierda te llames, vení para acá. ¿Estás para jugar?’. Le respondí que sí. El domingo fui al banco contra Arsenal y me metió en el segundo tiempo. Perdíamos 1-0 y faltado 15 minutos tuvimos un penal a favor. Agarré la pelota y Sebastián Carrizo que era el encargado me dijo: ‘¿Qué hacés nene?’. Obviamente le contesté que iba a patear, mientras el Pato desde el banco movía los brazos diciendo que no. Pateé y metí el gol. En el vestuario, vino Pastoriza: ‘Qué huevos que tenés, pibe. Sos de Rosario como yo’.
Pero De Bruno tiene más anécdotas: “Luego de ese partido me pidió que el lunes lo pasara a buscar para ir con mi auto desde Rosario hasta Córdoba. El domingo a la noche salí con mis amigos y volví tarde a la casa de mis suegros donde vivíamos con mi esposa. Cuando llegué, tenía la ropa mía tirada en la calle. Mi mujer me dijo de todo y ni entré, entonces me fui a dar vueltas, haciendo tiempo hasta ir a buscar a Pastoriza. Me había dicho que era en la calle Juan José Paso, pero la dirección exacta y el número de teléfono estaban en lo de mi suegra… Anduve dos horas por esa calle tocando bocina a ver si aparecía (risas). En una esquina lo vi, parado con sobretodo y cara de pocos amigos. Subió y me dijo de todo. Arrancamos por la ruta y cuando el sol pegaba en la cara, comencé a sentir el efecto de no haber pegado un ojo en toda la noche y me empecé a dormir. En un momento se me fue el volante para el costado. Me puteó de arriba abajo y me decía que iba a hablar con mi representante para que me manden de vuelta. Agarró el volante y prendió un cigarrillo. Lo empecé a mirar y me dijo: ‘No me digas que encima fumás. Bueno, tomá’. Me dio uno y fui hasta Córdoba, sentado al lado del técnico al que recién conocía, durmiendo en el asiento de al lado”
Fue campeón como jugador y DT. Dejó su marca por cada club donde estuvo. Dirigió a tres de los cinco grandes. Pero en su interior, sin dudas, quedó una deuda: ser el técnico de la selección argentina. Y estuvo más cerca de lo que muchos imaginan, tal como lo cuenta Carlos Fren: “Yo estaba como su ayudante a principios de 2004 en su último ciclo en Independiente y un día me agarró aparte: ‘Mirá que me dijo el paisano (tal como llamaba a Julio Grondona), que nos van a dar la Selección’. Era lo que le faltaba. El Pato se murió en agosto de ese año y un mes después, Marcelo Bielsa dejó el cargo… Tiempo más tarde, Julio lo confirmó en una entrevista”.
Con visible emoción, Omar Larrosa deja una frase: “Es una lástima que la vida se lo haya llevado tan rápido”. Una síntesis exacta de sienten aquellos que lo conocieron. Y los que no tuvieron el gusto, también. Porque la manera de ser del Pato, quedará por siempre adherida al ADN del fútbol argentino.
Seguí leyendo: