Apenas podía resistir el dolor. Llevaba una semana internado en el hospital Fiorito esperando por una operación en la espalda que le reduzca el martirio que venía sufriendo desde hacía tiempo, cuando producto de quedar paralítico su cuerpo se fue apagando lentamente. De la época de “gloria”, cuando pagaba rondas de champagne de botellas de 100 dólares, ya no quedaba nada. Los amigos del delito se olvidaron de su compañero de correrías y ni que hablar de La Doce, la barra a la que convirtió durante un lustro en la más pesada de todas. Abandonado a su suerte y rodeado apenas de sus más cercanos afectos, Richard William Laluz Fernández esperaba en una cama común del Fiorito la placa de titanio que podría ayudarlo a mitigar el dolor físico, pero también espiritual, de aquel que lo tuvo todo y ahora no tenía nada. Pero no llegó ni a la cirugía: una infección le produjo una reacción en cadena y tras siete días de internación, falleció. Hoy fue velado al mediodía en una sala de Avellaneda y en el féretro bien podría haberse escrito la leyenda “aquí yace el más sanguinario de los barras de la historia argentina”. Porque eso fue, en vida, el Uruguayo Richard. Un hombre en las formas, el rostro del mal en lo profundo del alma.
Laluz Fernández había nacido el 15 de mayo de 1968 en Montevideo, en un hogar muy humilde. Sus conocidos dicen que aprendió rápido los menesteres del mundo del delito que le enseñaron en el barrio el Cerro, en una de las laderas que rodea a la capital uruguaya. Y como tantos otros cruzó el charco para venir a probar suerte a nuestro país. Con una diferencia: no venía a trabajar, sino a robar. Sus colegas ladrones le habían hablado de grandes golpes que se daban por estos pagos sin caer detenido y eso lo envalentonó. No le fue mal de entrada: joyerías, entraderas, salideras bancarias, todo era bienvenido en el mundo del Uruguayo Richard. Hasta que la Policía lo puso en la mira como uno de los más buscados y su suerte a finales de los 80 comenzó a extinguirse. Pasó 11 años en prisión, siempre trasladado por mal comportamiento: estuvo en Rawson, Melchor Romero, Caseros, Chaco hasta llegar al destino final: Unidad dos del penal de Devoto. En cada edificio carcelario se había convertido en líder, en el emblemático centro porteño no sería menos. Allí lideró un espectacular motín en diciembre de 1993, exigiendo mejores condiciones y una dulce navidad tomando 24 rehenes y con una imagen que quedaría en la retina de la sociedad para siempre: en la terraza del penal tenía tomado por el cuello a un guardiacárcel que colgaba hacia el vacío y mientras amenazaba con arrojarlo usaba un megáfono para hacer conocer sus exigencias. Desde ese infausto día, el Uruguayo Richard pasó a convertirse en una leyenda en el mundo de las prisiones.
Su suerte cambiaría por un hecho fortuito: tras el asesinato de dos hinchas de River en 1994, la plana mayor de La Doce con el Abuelo José Barrita incluido, terminó en Devoto. Y debieron entender rápido que una cosa era la tribuna, y otra la cárcel. Allí ya no dominaban ellos, sino Richard. Rafael Di Zeo se sorprendió de semejante poder cuando iba a visitar a los barras presos y le propuso al Uruguayo que al salir, lo llamara: tenía un trabajito para él. Inmunidad y zonas liberadas para el delito a cambio de ser su guardaespaldas. Cuando salió, Richard marcó el teléfono y se incorporó a la barra. Ninguno se animó a decir que era imposible subir al paravalanchas a un hincha de River, como lo era el Uruguayo. En su mirada, estaba la respuesta de lo que podría pasar si alguien lo cuestionaba.
Desde entonces, ya entrados los 2000, el Uruguayo vivió su época de gloria. De lunes a miércoles lideraba su grupo de actividades non sanctas y desde el jueves se llevaba su parte integrándose a la barra. Eran tiempos de autos importados, noches vip en Cocodrilo y cadenas de oro cruzándole todo el cuerpo. Su figura se agigantó aún más en el mundo barra el 25 de febrero de 2006, cuando un grupo liderado por Marcelo de Lomas llegó hasta Casa Amarilla, donde jugaba al fútbol La Doce, con intenciones de desbancar a Rafael Di Zeo. Faltaban minutos para las 20 cuando seis hombres armados hasta los dientes se acercaron hasta el lugar. Alguien los vio y alertó y mientras todos corrieron al vestuario a salvar su vida, un hombre corpulento de pelo largo tomó una 38 en su mano derecha, una 45 en su izquierda, y repelió el ataque. Era, sí, el Uruguayo Richard.
Desde entonces, su poder creció y más cuando Di Zeo cayó en cárcel. A partir de ese momento, se ubicó junto a Mauro Martín y Maximiliano Mazzaro como el dueño de la barra. Si aquellos eran los cerebros, Laluz Fernández era el músculo. La barra sembraba terror en todas las canchas y él lideraba el apocalipsis. Le partió un diente a Migliore cuando éste se negó a cederle parte del sueldo, tomó para sí el negocio de los micros y su cobertura con la policía era tal que mientras se paraba todos los domingos en un lugar central del paravalanchas, tenía una orden de captura vigente por robo pero insólitamente nunca lo hallaban. Y si algún efectivo desprevenido lo atrapaba, rápidamente salía con un documento a nombre de Ricardo Olivera.
Pero el frenesí del poder fue su perdición: no contento con repartirse el negocio con Mauro Martín, intentó quedarse con todo. Como respuesta, primero le secuestraron al hijo, cuyo rescate fueron 100.000 dólares. Como no entendió el mensaje, sus rivales en la barra pactaron con la Bonaerense y finalmente Richard fue preso en 2009, tras varios episodios a puro balazo que sembraron de miedo a todo el barrio. Cuando salió, en 2011, decidió recuperar su sitial en La Bombonera. Para eso creyó oportuno aliarse con Rafael Di Zeo, quién también había quedado fuera de la cárcel y de la popular. Pero Rafa recordó cómo Richard, el hombre al que él había puesto en el paravalancha, lo había traicionado para irse con Mauro. Y se negó a jugar en yunta. Despechado, el Uruguayo fue a buscarlo a Cocodrilo en la madrugada del 13 de marzo de 2011 para convencerlo. Pero nada salió como lo planeado. Mientras las chicas bailaban en el caño, él se acercó a la mesa de Di Zeo y sus amigos, la conversación derivó en discusión y el Uruguayo clamó por una venganza y se fue. Pero no logró hacer más de diez pasos que tres balazos le quemaron la espalda y se le clavaron en la espina dorsal. En el Hospital Fernández le salvaron la vida, pero no la movilidad: desde entonces, quedó paralítico. Tiempo más tarde, Gabriel Melo, alias Polilla, sería condenado por ese hecho, pero para el Uruguayo la condena ya era otra, su inmovilidad.
Sin poder volver a la popular, comenzó a usar sus contactos con el mundo del narcotráfico. Fue absuelto en el doble crimen de Unicenter, donde estaba acusado de planificar el asesinato de dos narcos colombianos, pero lo detuvieron cuando quiso cruzar 15 kilos de cocaína a Uruguay. Por su estado de salud, consiguió prisión domiciliaria en su hogar de Avellaneda. Pero desde ahí ya no podía manejar el negocio a piacere. Y fue cayendo en la depresión mientras los dolores en el cuerpo se le hacían más intensos.
Por entonces, le contó su vida a este cronista. “Sí, soy el monstruo que todos pintan. Manejé pabellones, penales, la cana me ve y me tiene miedo. Pero ahora estoy acá. Me tuvieron que tirar por la espalda porque si venían de frente, sabían que los mataba a todos. Porque soy irrompible. Estuve unos días con San Pedro y ahora estoy hablando con vos, ¿entendés?”, decía. Pero nadie es irrompible. Y ayer, en una cama común del Hospital Fiorito, el Uruguayo Richard William Laluz Fernandéz, el más sanguinario de todos los barras de la historia argentina, lo comprobó.