Esa tarde de junio de 1935 la multitud desfilaba respetuosamente ante el féretro de Carlos Gardel. Al llegar hasta él, los hombres se quitaban el sombrero, las mujeres lloraban y se advertía una silenciosa angustia en ese nuevo y amplio ámbito, un estadio llamado Luna Park. En ese lugar se despedía al cantante, víctima de una tragedia aérea en Colombia, y el público esperaba su turno para estar cerca por última vez.
En el número 11 de la Avenida Corrientes, como parte del estadio casi terminado, funcionaba el único negocio alquilado por 90 pesos mensuales. Allí, un matrimonio italiano ofrecía comidas a precios accesibles. Por ejemplo, crearon el popular choripán, plato preferido por los obreros que construían el Luna, de los empleados del Correo Central y de los automovilistas que por entonces –los años ‘30- podían estacionar junto a la vereda.
La mujer cocinaba, el hombre administraba. Una de las hijas de 17 años, Ernestina -alta, bella, de sonrisa austera y armoniosa figura- servía las mesas.
Ese tarde de 1935, en que se velaba a Carlitos Gardel, uno de los dueños del Luna Park, José “Pepe” Lectoure, también fue a tomar algo. Y quedó seducido por la joven de facciones florentinas desde donde sus ojos luminosamente celestes realizaban un rictus altivo y singular.
Pepe ya tenía 38 años. Un hombre "demasiado" grande para la época. Y un pasado intenso. Había sido boxeador, empresario, director técnico y manager de boxeadores como Justo Suárez, el "gran ídolo de la afición", entre otros. A él refiere Julio Cortázar en su célebre cuento "El Torito", cuando habla del "Patrón". Pepe Lectoure era socio de Ismael Pace, quien soñó un Luna Park para espectáculos en Buenos Aires. Luna Park significaba en Italia algo así como "Parque de Diversiones". Y desde la calle Rivera se fueron a Corrientes 1065, entre Carlos Pellegrini y Cerrito.
El emplazamiento de la 9 de Julio y la inminente construcción del Obelisco como monumento de la ciudad los obligaron a mudarse en 1931. Y recalaron en una zona marginal de la ciudad, llena de cabarets, marineros y malvivientes: la manzana comprendida por Corrientes, Madero, Lavalle y Bouchard, unos terrenos del Ferrocarril.
Enamorado de la joven Ernestina Devecchi, la mesera del bolichito de Corrientes 11, la “tanita” encantadora, hija de los dueños, pidió su mano para casarse. Y el padre se la “entregó a cambio de una dote”. Sería desde ese casamiento una de las dueñas del Luna Park .
Pepe Lectoure, quien había padecido enfermedades venéreas propias de la época y anteriores a su matrimonio, murió ciego el 12 de Julio de 1950. Su socio, Ismael Pace, falleció seis años después en un accidente automovilístico. El Luna Park, entonces, quedó con dos dueñas: las viudas de Pace (Sofía) y de Lectoure (Ernestina). Pero el control de los espectáculos pugilísticos los sostuvo Sofía, con Lázaro Koczi como matchmaker. La proximidad de Pace con Perón, y el manejo de las estrellas del boxeo, le otorgaron a Sofía un rol más determinante que el de Ernestina.
Un sobrino de ella, Juan Carlos "Tito" Lectoure, hijo de Juan Bautista, hermano del fallecido Pepe, logró ingresar al Luna como empleado tras la muerte de Ismael Pace. Su primer día de trabajo fue el 14 de Septiembre de 1956. Fecha premonitoria, Día del Boxeador en la Argentina, como homenaje a la pelea en la cual Firpo tiró a Dempsey desde el ring en el Polo Ground en 1923.
Juan Carlos Lectoure medía 1.82, su piel era naturalmente cetrina y sus gestos amables. Tenía una sonrisa amigable a pesar de su carácter firme y había ternura en su mirada mansa. Tenía una estructura atlética, fácilmente advertible en el ancho de los hombros, largos brazos y la dureza muscular de su abdomen. Amaba el boxeo y seguía entrenándose en el Club de Gimnasia y Esgrima. Al principio parecía tímido y desconfiado. Pasó por todos los lugares desde donde se movilizaba el estadio. Fue boletero, portero, aprendió mantenimiento, manejo del personal y administración. Después de conocer profundamente el Luna, su tía Ernestina, quien había revertido el control societario comprándole una parte a Sofía, lo puso como matchmaker, pues Juan Manuel Morales, quien lo ejercía, tenía que tratarse de un tumor cerebral.
Y aunque la tarea no sería fácil ante tantas estrellas y sus manejadores, Tito consiguió un rápido apoyo de la mayoría, fue el promotor más joven del mundo. Tenía 22 años, escuchaba y se dejaba ayudar por los veteranos, hasta formalizar cada una de las estelares carteleras de cada miércoles o cada sábado del Luna Park, una liturgia incorporada a la porteñidad. Por cierto, cada una de sus decisiones debía contar con la aprobación de su tía Ernestina.
El romance entre la tía y su sobrino fue clandestino. Dulcemente secreto. Austeramente vivido. Mínimamente disfrutado. Sólo la familia y no más de cinco o seis amigos lo pudimos compartir, y después de algunos años. Cuando se enamoraron, ella era parecida a Ingrid Bergman, pero más bella aún. Tenía un poco menos de 40 y él un poco más de 22. Ernestina jamás dio un reportaje y trataba de no ser vista. Muchas veces intentamos reunirla con las señoras Ernestina Herrera de Noble y Amalia Lacroze de Fortabat . Pues tanto para las revistas Para Ti o Gente –cuyos directores me lo pedían permanentemente- hubiese sido una gran nota: “Las tres mujeres más poderosas del país”. No hubo caso. Por lo general, tampoco hablaba con los boxeadores. Sólo recuerdo diálogos breves y amables con Horacio Accavallo, Ringo Bonavena, Nicolino Locche y Carlos Monzón después de grandes veladas y en su despacho. En cambio, sin periodistas ni fotógrafos, disfrutó mucho de largas charlas con Mikhail Baryshnikov, Julio Bocca, Maia Plissetskaia, Paloma Herrera, Frank Sinatra, Luciano Pavarotti, Eleonora Cassano, José Carreras o los directores del Holiday On Ice o del Circo de Moscú. Frecuentaba el Colón y no se privaba de ir a diferentes galerías donde se exhibieron muestras de arte. Se trataba de una mujer de finos modales. Su ropa era de alta costura y nunca dejaba de lucir una cartera italiana colgada de su brazo izquierdo, tal la costumbre de las monarcas.
Ernestina y Tito se veían todos los días en el Luna Park. Él llegaba en taxi bien temprano en la mañana y Ernestina en su Mercedes Benz, alrededor de las 14 horas. Y también los domingos. Cerca de las 18 horas se reunían en la amplia oficina de la señora, presidida por un Quinquela Martín legítimo y autografiado. Era uno de los pocos momentos de soledad absoluta. En el estadio sólo estaba el sereno Don Benito. En estos encuentros de los domingos nadie perturbaba. Y no había que darle explicaciones a nadie. Ni siquiera a Doña Celina, la mamá de Tito, que vivía con él en un departamento frente al Botánico y sabía que esa noche probablemente no iría a cenar. Obviamente la familia sospechaba o sabía. Y aunque no faltaban los celos manifiestos, los hermanos de Tito (Amalia Celia "La Nena", Alicia Amanda "Kuky", Oscar Roberto y Ernesto "Chiche") lograron con el tiempo aceptarlo y silenciarlo en concordancia con una sociedad que culturalmente no hubiese admitido este amor dado entre los '60 y finales de los '80.
Ernestina, o "La Señora", como imponía Tito que se la llamara, era quien se ocupaba de los negocios y el rumbo del Luna. Inteligente, intuitiva, gran negociadora y de perfil conservador, no arriesgaba jamás. Prefería alquilar el Luna Park y tener un porcentaje sobre la venta de tickets con un fix garantizado por parte de la empresa productora del show. Su fortuna personal, sin contar la rentabilidad del Luna Park, la hizo comprando propiedades. De la manzana de Avenida Santa Fe, Vidt, Güemes y Bulnes sólo le faltaba el negocio de la ochava de Santa Fe y Vidt, una frutería por entonces. Poseía mercados enormes y grandes garajes en alquiler. No es exagerado calcular que llegó a tener más de cincuenta propiedades alquiladas en los mejores lugares de Buenos Aires. Por cierto, el piso en el que vivió hasta su muerte está en Avenida Del Libertador y Ruggieri, lo más cotizado de Palermo. Además, tenía uno de los mejores departamentos de Playa Grande en Mar del Plata, frente al mar a la altura del Ocean Club.
Fue inversora de Pilar para los fines de semana, mucho antes que llegaran los countries. Allí iba a descansar-a veces con una hermana- a su amplia quinta, cuidada y llena de flores, de las que se ocupaba personalmente. A Tito le permitía desarrollar su pasión, el boxeo. Esto lo obligaba a viajar con los boxeadores. Era el momento en que Ernestina desconfiaba de él. Y no le faltaba razón… En el resto del mundo, Tito era distinto, se distendía y se permitía vivir sin sentirse observado. Hacia lo que no podía hacer en Buenos Aires. Y lo disfrutaba. Decenas de veces en Roma, París, Nueva York, Montecarlo, Oslo, Honolulu, Tokio, Panamá, Seúl, Las Vegas, Copenhagen, Caracas, Atlantic City, Johannesburgo, Los Angeles, Sicilia, Miami, Nueva Orleans y en tantos otros lugares en los cuales él se sentía particularmente libre. Cenar, ir a tomar una copa, escuchar música en algún lugar, amanecer compartiendo otro idioma. Tito tenía demasiada pinta para evitar ser seducido. Y la verdad es que él no “oponía una gran resistencia”, como sí lo hacía en Buenos Aires. Antes o después desde cada una de esos maravillosas ciudades, el infaltable y cotidiano llamado a Buenos Aires. Si alguno de nosotros se hallaba presente en la habitación del hotel, el código de comunicación era “¿y por allí como anda todo señora…?”. Si en cambio se hallaba solo, o creía estarlo, el saludo se modificaba sustancialmente: “¿Cómo estas querida…?”
Juntos compartieron muy pocas cosas públicamente: cines de Lavalle, algún sábado desde las 13 horas, un viaje a Montecarlo para la despedida de Monzón contra Valdez en el '76 y otro a Sudáfrica en el '79 para ver en Pretoria la pelea entre John Tate contra Gerrie Coetzee, invitados por el promotor Bob Arum, un gran amigo. Nunca tomaron vacaciones juntos ni se lo permitieron, siquiera cuando Ernestina iba a visitar anualmente a su familia en la región de la Toscana de Italia.
La única foto permitida, en la cual se los puede ver juntos y posando, fue en oportunidad de celebrarse los 50 años del show Holiday On Ice, un clásico del Luna Park. Luego hay otra en la cual se los advierte emocionados, uno al lado del otro. Esto ocurrió en Abril de 1987 durante la visita del Papa Juan Pablo II a la Argentina, una tarde en que se congregó la colectividad polaca en el Luna y el Santo Padre se detuvo unos minutos con ellos, cambiaron algunas palabras y los bendijo antes de retirarse.
Tito siempre habló con orgullo sobre su tía. Valoraba su inteligencia, su capacidad negociadora, su filantropía y el silencio que imponía sobre todas sus acciones solidarias. Entre sus causas, Ernestina hacia operar por lo menos a un niño ciego por año cuando estas cirugías eran costosas (década del 60). Muchas se realizaban en el exterior y la oftalmología no contaba con la aparatología con la cual tan milagrosamente hoy nos sorprende. Hacer operar a un niño ciego podría interpretarse como un homenaje a su esposo, Pepe Lectoure, aquel que se enamoró de ella siendo una encantadora jovencita y murió ciego en julio del '50, apenas una década después del matrimonio.
La salud de Tito comenzó a deteriorarse a mitad de los ‘90. Según lo conversamos varias veces con el doctor Roberto Paladino, otro de los pocos no pertenecientes a la familia que conocía la historia del romance, se trataba de un organismo viejo y deteriorado en un cuerpo joven. Padecía de enfermedades emparentadas y progresivamente deteriorantes.
En sus múltiples internaciones, Ernestina rompió el cerco de la discreción y permitió ser vista por quien lo fuera a visitar haciéndole compañía y cuidándolo con desvelo. Un inequívoco acto de amor.
Arrastrando los pies al caminar, ya sin flexibilidad articular y con un corazón débil por las cirugías, Tito vivió uno de sus días más felices al ser el primer promotor de boxeo en ingresar al Hall de la Fama en Canastota, estado de Nueva York, cuando transcurría el año 2000. Viajar, llegar y celebrar fue un verdadero esfuerzo.
La enfermedad, su necesaria y rigurosa recuperación asistida por médicos, kinesiólogos y fisiatras, fue la razón más admitida familiar y socialmente para que Ernestina y Tito vivan juntos en el piso de la Avenida Del Libertador sin diatribas, ni culpas.
Se acompañaron y estuvieron todo el tiempo juntos en el padecimiento y la decrepitud. Momento en que los sueños se alejan y la esperanza ya no es disfrutar sino vivir un poco más, apenas eso, vivir un poco más.
Cuando murió Tito, el 1 de marzo de 2002 a los 66 años, Ernestina comenzó a ver su propio eclipse. Todo lo que le quedaba a ella se iba con él, sin que el mundo supiera sobre cuánto se amaban y que universo debieron inventar para disfrutarlo.
Ernestina, postrada, en silla de ruedas víctima del Alzheimer, se fue físicamente el 9 de Febrero de 2013 a los 95 años.
Antes de morir había dejado en su testamento el 95 por ciento del Luna Park para la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco y Cáritas Argentina, representada por el Arzobispado de Buenos Aires. Y el 5 por ciento restante para la familia de su sobrino Juan Carlos "Tito" Lectoure.
Los duendes de ese amor oculto y reprimido deambulan por el espacio inmenso del majestuoso estadio. Están en cada rincón donde una dama que se llamó Ernestina y el “soltero más codiciado” de Buenos Aires no pudieron decir cuánto se amaban.
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