River ganó un partido imposible. La frase anterior, contundente y segura de sí misma, no es tan cierta como lo parece a primera vista. A priori parecía imposible. A cualquiera que se le describieran someramente las circunstancias de cómo River debía enfrentar ese partido de Copa Libertadores hubiera llegado a esa conclusión. La imposibilidad de disponer de 21 jugadores de la lista de buena fe, no contar con arquero, el debut obligado de dos juveniles, la ausencia de suplentes. Sin embargo, el trámite del partido descartó todas las especulaciones previas. River ganó merecidamente. Sus jugadores se prodigaron, maniataron a un rival opaco al que se le dificultó hasta meter la pelota en el área rival.
Enzo Pérez, el arquero obligado e improvisado que arrastraba una lesión, casi no tuvo que intervenir. Esas escasa participaciones no amenguan el increíble mérito de su actuación: un coraje como pocas veces se vio en el fútbol moderno, un sentido de servicio y, por sobre todo, una vocación única para sobreponerse al pánico del ridículo.
Pero River no sólo ganó porque sus once jugadores se debatieron con inteligencia para alejar del arco a los colombianos. En River hay otro factor que explica partidos como el de anoche, que explica por qué un resultado favorable no era imposible. Ese factor que prima en el fútbol sudamericano desde hace 7 años. El Factor Gallardo.
Más allá del cariño que los hinchas de River pudieran conservar de su época de jugador, nadie, ni siquiera el más audaz o el más optimista podía suponer que el ciclo de Gallardo adoptaría la fisonomía actual. En el fútbol argentino moderno no se recuerda un caso de vigencia y permanencia en el cargo de DT de un club grande como el de Gallardo.
Su primer equipo, el del 2014, jugó por momentos un fútbol deslumbrante. Ofensivo y vistoso, con Carlos Sánchez como una flecha, con Kranevitter como equilibrio y Funes Mori como puntal defensivo. La Copa Sudamericana consumió sus energías, en especial el choque con Boca (el primero de los cruces internacionales) y fue superado por Racing que ganó el torneo con un impresionante sprint final de siete partidos ganados. Pero River, al mismo tiempo, venció a Boca en semifinales y luego obtuvo la Copa Sudamericana.
Una ucronía: ¿Qué hubiera pasado si Barovero no atajaba el penal de Gigliotti? Una pregunta sin respuesta cierta. Lo único que se puede analizar es lo que sucedió. Y allí uno descubre que Gallardo, al contrario de muchos, sabe administrar el éxito. Consigue que los triunfos den confianza a sus jugadores y los hagan seguir buscando más. Ahuyenta la saciedad. No se produce el relajamiento que se ve en otros equipos una vez conseguido el objetivo buscado. Siempre va por más. Y si bien suele expresar gratitud hacia los jugadores que lo llevaron a ganar, ese sentimiento no condiciona sus decisiones posteriores. Son varios los ejemplos de jugadores importantes en un logro que en el momento en el que bajaron su nivel fueron desplazados por quienes venían detrás. Los casos más llamativos de los últimos tiempos son los de Pratto y Scocco.
Gallardo utiliza cada victoria como trampolín para otra, como incentivo para seguir buscando. Uno de sus mecanismos es valorar lo que se consigue. Mostrarles a sus jugadores todo lo que provoca ganar y el dolor que ocasiona perder.
Pero lo más sorprendente ocurre en las derrotas. En nuestro fútbol, cada derrota amenaza con derribar los edificios más sólidos. Cualquier derrota hace cimbrear proyectos que parecían inconmovibles: los técnicos presionados por hinchas, por lo que se dice de ellos en los medios y por la amenaza de perder su puesto, suelen dejar sus ideas previas de lado para adquirir nuevas, las primeras que tienen a mano. El fútbol es un mundo en el que las convicciones sólo son enunciadas con grandilocuencia. Cada derrota en este ciclo -fueron varias y algunas dolorosas- hicieron que el equipo saliera a buscar nuevos desafíos. Hay equipos que al llegar a las puertas de un gran éxito y no alcanzarlo, se desmoronan. River perdió una final de Copa Libertadores en dos minutos, un torneo local en la última fecha luego de desperdiciar una ventaja de puntos y una semifinal de Copa Libertadores tras una remontada heroica. Golpes duros pero que no produjeron un desvío en el camino.
En los últimos tiempos, River, como los demás clubes, perdió jerarquía. La situación económica hizo que se fueran varios jugadores y que sus reemplazos no contaran con el mismo nivel. Sin embargo la idea se mantiene. La idea se puede reducir a un sintagma: “Ser protagonistas”. No dejar que las cosas ocurran de casualidad. Pero al contrario de otros técnicos que buscan que sus equipos sean los que conduzcan los partidos, Gallardo muestra que el camino no siempre es el mismo. Sus planteos se modifican según las circunstancias. Esa capacidad de adaptación, esa posibilidad de corregir o de buscar nuevas maneras para conseguir lo que busca, es uno de sus grandes méritos como director técnico.
El otro es el gran secreto de todos los técnicos que han hecho historia. Sus jugadores llegan al pico de su rendimiento personal bajo su mandato. Los casos que demuestran esta afirmación son múltiples. De Funes Mori a Kranevitter, de Vangioni a Sebastián Driussi. Ninguno de esos jugadores lograron mantener en sus equipos posteriores el nivel de excelencia que alcanzaron en River. Algunos hasta dejaron de jugar de manera confiable. ¿Acaso Suárez, de quien nadie dudaba de su capacidad, en Belgrano y en Bélgica logró la regularidad que en la actualidad? Hay una variante más de esta capacidad de potenciar a sus dirigidos, la de recuperar a jugadores que durante meses no parecen estar a la altura del desafío. Los comienzos de De la Cruz, Angileri, Casco, Zucullni, Pity Martínez y hasta de Nacho Fernández, por dar algunos ejemplos, hicieron creer a los aficionados que habían sido adquisiciones fallidas, que no estaban a la altura de un club grande. Pero con paciencia y un entorno adecuado -dentro y fuera del campo- su rendimiento se potenció.
En el partido de ida de las semifinales de la Copa Libertadores del año pasado, River sufrió un colapso. Perdió 3-0 de local contra Palmeiras. Y le pudieron hacer más goles sobre el final del encuentro. Sin embargo, el equipo viajó a la revancha convencido de que dar vuelta la serie no era imposible. Una auténtica locura. Los hinchas acompañaban esa convicción. Pero los hechos demostraron que no era mera esperanza tropical. River estuvo muy cerca de lograrlo, aún jugando con un jugador menos buena parte del segundo tiempo.
Y allí, tal vez resida, el gran secreto de su conducción. Nada parece imposible en sus equipos. Pero eso no surge de un optimismo bobo, despreocupado, sino de la confianza que brindan los antecedentes.
A cualquiera que mire fútbol siempre le habrán parecido extrañas algunas actitudes de los técnicos al costado de la cancha. La gran mayoría de ellos se meten dentro del banco cuando a sus equipos les va mal y se sumen en un impenetrable mutismo. Pero cuando se ponen en ventaja se paran al borde de su corralito y gritan y agitan los brazos. No hay que ser demasiado duros con ellos. Están sometidos a grandes presiones, cada decisión es vista a través de los resultados que muchas veces, sabemos, son azarosos. Por lo general, gritan para desahogarse. “Vamos, vamos”, “Ehhh”, “Dale, Dale”: esas suelen ser las indicaciones. Pero Gallardo es del reducido grupo que trata de influir, de dar indicaciones técnicas y de no permitir que sus jugadores decaigan. Ahora que se juega sin público y que los micrófonos captan con claridad las indicaciones que salen de los bancos sin que las tape el rugido de la multitud, esto queda más claro. Gallardo pide actitud, pero también diagonales, marcas específicas, centros al segundo palo, anticipos y demás circunstancias de juego que surjan.
Es sorprendente como con el nivel de exigencia y de competencia interna que imprime, no se produzcan estentóreos problemas internos con sus jugadores. Debe haber disgustos y aquellos que ponen en juicio sus decisiones, pero no suele hacerse público. Cuando sucede, Gallardo los alecciona con velocidad.
La suerte influye en el fútbol. Gallardo la ha tenido pero no en cantidades industriales. Pensemos en la clasificación en la zona de grupos de aquella primera Libertadores. Pero también le ha jugado en contra como en la eliminación frente a Independiente del Valle o la final con Flamengo.
Sobrevuela una incógnita: ¿por qué este River de los últimos 7 años no puede plasmar esa hegemonía en el fútbol local? La pregunta podría ser diferente: ¿Por qué no puede mantener la intensidad física en periodos más largos? ¿Sucede algo en la preparación física o médica que hace que sus equipos brillen en las eliminatorias directas y no pueden sostenerlo durante 19 fechas (o las que tengan los ridículos torneos locales)?
Gallardo, naturalmente, ha cometido diversos errores a lo largo de estos años. Pero sin dudas muchos menos que sus colegas. Y ellos nunca han logrado opacar sus virtudes. La cuenta pendiente sigue siendo el de aceptar los errores arbitrales en contra, como se disfrutan los que son a favor que, como ocurre tanto con River como con Boca, estos últimos son (mucho) más frecuentes. No solo porque los árbitros en su escasa preparación y buen juicio se suelen equivocar, sino por el sistema de presiones implícitas y explícitas que rigen el fútbol argentino y sudamericano.
¿Se equivocó al no completar la lista de 50 jugadores? Sí. No aprovechó una ventaja que le ofrecieron, algo que no le sucede seguido. Es más, la semana que viene todavía puede quedar eliminado con una derrota ante Fluminense y una victoria de Junior. Nada es imposible. Pero ese resultado no cambiará nada, como no lo hicieron los penales del domingo frente a Boca. El River de Gallardo siempre compite. Con una arquero debutante o con uno improvisado (a veces ni siquiera en un picado amateur se puede sostener la paridad sin arquero).
Otra característica fundamental es que sus equipos suelen ser artífices de su destino. Van en busca de lo que quieren, no esperan, no especulan. Conocen el protagonismo. Creen que la mejor manera de ganar es atacando, buscando lastimar al rival. Eso se vio con claridad en el partido con Independiente Santa Fe. Cualquier otro, en circunstancias iniciales tan desventajosas, hubiera apostado a defenderse, a guarecer a su arquero improvisado, dejar pasar el tiempo, estirar cada circunstancia del encuentro para luego esperar que la suerte lo acompañe. Gallardo mandó a sus jugadores algo que a priori no parecía tan lógico pero que resultó la clave para una noche épica. El equipo salió a atacar, a lastimar a su rival. En los primeros minutos las chances llegaron aluvionalmente. Tres mano a mano con el arquero, dos goles. A los seis minutos River había modificado las circunstancias. Su voracidad lo hizo posible.
Gallardo es un gran líder. Es el factor que diferencia a este River. Un técnico inteligente y con coraje. Alguien que logra convencer a sus dirigidos y a sus hinchas de que todo es posible. No lo convierte en una cuestión de fe. Los antecedentes lo avalan. Esa confianza, esa ilusión permanente, esa esperanza fundamentada es su gran legado.
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