Ayer a la noche murió Miguel Ángel Castellini. Tenía 73 años. En los últimos tiempos había sufrido varios problemas de salud. Desde su retiro manejaba un importante gimnasio en el centro de la Ciudad de Buenos Aires. En él ejercía la docencia. Sin embargo, la fama la adquirió sobre el ring. Su historia tiene triunfos pero también caídas. Y la persecución de un fantasma. En sus últimos años de actividad procuró exorcizar una derrota; luchó no sólo contra los rivales, sino contra la mirada ajena y entabló una lucha silenciosa, sin más argumentos que su cuerpo, contra aquellos que lo habían tildado de cobarde.
Miguel Ángel Castellini, un correcto boxeador argentino, tenía una pegada fenomenal. Sin mucho ingenio, sólo con un poco de memoria, un periodista deportivo lo apodó Cloroformo. Llegó a ser campeón mundial Mediano Junior, en una época y en un país a los que a los triunfadores se los paseaba por el centro de la ciudad apenas regresaban al país. Los éxitos deportivos demostraban que los argentinos éramos derechos y humanos. Aún si hubiera que demostrarlo a las piñas.
En el Luna Park alguna vez dejó colgado de la segunda soga del ring a un mexicano. Tito Lectoure acompañó sus pasos hasta que le consiguió una pelea por el título del mundo. Le trajo, como solía hacer, varios rivales extranjeros para que se fogueara. Uno de ellos, en 1973, fue Doc Holliday. La revista El Gráfico en una de esas producciones que hoy parecen de ciencia ficción aprovechó que Julio Cortázar estaba de visita en el país y lo llevó al Luna Park. A Cortázar la victoria de esa noche de Castellini no lo convenció demasiado: “Si Castellini no aprende todo lo que le falta aprender, de nada le valdrán las interminables instrucciones que le gritaba Ringo Bonavena. En la actualidad no faltan los Doc Holliday a la espera de su hora y algunos, además de la alegre y clara técnica del yanqui, tienen punch. Cualquiera de ellos puede malograr la carrera de Castellini si éste no se decide a convertir la potencia física en ese mecanismo más complejo y eficaz que define a los grandes boxeadores, y que da a sus victorias el esplendor que tanto faltó anoche”, escribió en la revista deportiva.
Unos años después, de visitante, en España, Castellini venció por puntos, en fallo dividido, a José Durán Pérez. Fue el sexto campeón mundial de Argentino. Se destacó en una década en que hubo muy buenos pugilistas.
Poco le duraron a Castellini su esplendor, las notas amistosas en los medios, los saludos presidenciales. Perdió en su primera defensa del título contra un limitadísimo nicaragüense, Eddie Gazo. Tuvo una mala noche Castellini. Vagó por el ring, sin estilo, sin hambre. Pocas veces en la historia del periodismo universal debe haber existido tamaña unanimidad: ni siquiera un comentarista de la pelea se privó de utilizar las palabras vergüenza, cobardía y patria. Poco importó (fue mencionado recién muchos años después) que durante toda la estadía del boxeador en Nicaragua, los soldados de Tachito Somoza, con la ebullición del país de esos años y las tensiones entre la Guardia Nacional y el Sandinismo, amenazaron con sus armas humeantes al argentino.
A la vera del ring, parados en el breve espacio que dejan las cuerdas en el borde, varios milicianos ostentaban su armamento. Y que al finalizar cada round, junto a la campana sonaba una sinfonía de disparos al aire. Tampoco nadie recordó que Castellini pensaba. Y que había sido padre poco tiempo antes. Y que en cada reportaje mencionaba que su nueva condición lo había cambiado y que sus intereses eran otros. Castellini decía –con la razón de su lado- que los golpes lastimaban, que destruían neuronas y que no deseaba ser un padre limitado por los puñetazos recibidos en el ring. Esto último lo sabían sólo quienes hablaban con él. En los reportajes que concedía, él expresaba estos conceptos. Pero esas partes no se publicaban. Los periodistas salteaban esos párrafos: no era un buen momento para flaquezas y remilgos.
Su derrota con Gazo (por puntos, en un combate en el que el rival no fue ostensiblemente superior al argentino) estigmatizó a Castellini por el resto de su vida deportiva. Cada vez que subió al ring debió escuchar reproches desde el ring side, frases hirientes que ponían en duda su hombría.
A pesar de que intentó no dejarse llevar por este clima hostil, Castellini en el ocaso de su carrera profesional aceptó un combate encarnizado y desigual sólo para limpiar su imagen. Peleó contra Alfredo Cabral, un boxeador en ascenso, con una pegada brutal, diez años más joven que él y que se encontraba en el pico de su rendimiento. No tenía chances reales de ganar. Castellini, sin embargo, aceptó el desafío.
Fueron ocho rounds encarnizados. La sangre llegó hasta las primeras filas del ring-side. Castellini fue al encuentro de esa fuerza de la naturaleza que era el boxeador del momento. Se plantó en el medio del cuadrilátero y recibió y propinó castigo. A pie firme. Perdió. Su salida hacia los camarines fue acompañada por un estadio de pie que lo ovacionaba. Necesitaron la inmolación. Castellini encontró la manera de recuperar su prestigio con otra derrota. Una derrota muy diferente a la de Nicaragua.
Después peleó nueve veces más. Sin derrotas. Enfrentando a rivales menores, que no representaban mayor riesgo. Hacía años que deseaba retirarse. Pero seguía aceptando peleas. Estaba haciendo tiempo. Hasta que se concretara la que él esperaba. Se retiró en su pelea noventa y cuatro (sólo siete derrotas). Esa última pelea la ganó por Knock out. Como tantas otras (51). Pero fue especial. Supo que era la última. Lo supo cuando lo vio a Eddie Gazo tirado en la lona del ring del Luna Park mientras el árbitro contaba hasta diez.
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