Con las canilleras puestas, todavía con las medias subidas hasta las rodillas, una cinta en cada tobillo, y los botines de tapones altos bien atados. Después de correr incansablemente durante 90 minutos y tras una efímera visita al vestuario, con la boca visiblemente reseca, el rostro transpirado y la ropa manchada por el césped, Marcelo Araujo trotó hasta la platea del estadio Juan Antonio Arias, la conocida cancha del Club Social y Deportivo Liniers, para ir a buscar a su hincha más fiel. Bautista, su hijo de 6 años, esperaba junto su mamá Andrea y su hermana Ámbar, una bebé de solo 6 meses. Un dirigente del club ayudó a Marcelo a cargar la silla de ruedas del nene y juntos la bajaron a tierra. Luego él se encargó de llevar a su hijo hasta donde estaba el resto de la familia. Todos lo felicitan a ‘Marce’ por el gran partido que jugó. Su aporte aquella calurosa mañana de sábado en la que La Topadora apenas empató sin goles ante Puerto Nuevo en la Fecha 7 del campeonato de la Primera D fue mayúsculo, porque con la 5 en la espalda batalló sin descanso en el mediocampo y el punto le sirvió a su equipo para sostenerse en la cima de la tabla.
Fue su séptimo partido desde que volvió a jugar al fútbol. Estuvo retirado tres años porque la salud de su hijo le reclamaba tiempo y dinero, algo que este deporte no le brindaba. Fue un largo período de inactividad e incertidumbre que llegó pese a su resistencia. “Cuando nació Bauti se le detectó un pequeño derrame en el cerebro. Nos dijeron que con estimulación podría ser que avanzara, pero con el transcurso del tiempo nos empezamos a dar cuenta que no”, le explica a Infobae. Este problema de salud lo puso entre la espada y la pared, lo obligó a replantearse la vida y a finalmente dejar de lado su profesión. Aunque internamente hubo un fuego que jamás se apagó: siempre estuvo ahí el anhelo de retomar su carrera.
El nacimiento de Bautista fue un punto de inflexión en la vida de Marcelo, que se vinculó con el fútbol mucho antes de ser padre, justamente por ser el heredero de ex jugador del Club Atlético Argentino de Merlo, artífice de un ascenso a la Primera C. “En el barrio todos me decían ‘¿Vos sos el hijo de Hugo Araujo? ¡Qué bien jugaba tu papá!’”, recuerda. En aquellos años de infancia y adolescencia en el Barrio San Alberto, llevaba con mucha entereza eso de ser “el hijo de”, porque era capitán de la Quinta División del Club Social y Deportivo Deportivo Merlo e integrante del Selectivo que era evaluado por Felipe De la Riva cuando el club jugaba en la B Nacional.
Pero también había construido su propio prestigio a nivel zonal en campeonatos donde se juega por plata. Se lucía por ser joven, tener talento y estar entrenado. “En ese momento vivía en el aire. Llegaba de entrenar y ya estaba planificando para irme a jugar por plata a la noche. En mi cabeza lo más importante era sobresalir, porque no era tanto por la plata que yo jugaba esos partidos, era por la sensación de hacer la diferencia y ser la figura”, confiesa.
Eran días de esplendor para un joven que estuvo cerca de jugar en River Plate, que define como “los minutos más felices” de su vida a una charla que tuvo con Tapón Gordillo y Luigi Villalba, quienes le dijeron exclusivamente a él entre un grupo de 11 jugadores que tenía excelentes condiciones pero que no había cupo para otro chico de sus características en el club. Sin embargo, ni así evitaba el riesgo de exponerse a esos peligrosos y negligentes partidos nocturnos. Y paradójicamente, esos duelos futbolísticos vecinales que lo pusieron en el pedestal fueron también los que le dieron un golpe al mentón de su incipiente carrera.
“No le hacía caso a nadie, me iba a jugar mucho por plata. Me escapaba de mi viejo. En Deportivo Merlo como pensaron que necesitaba guita me empezaron a dar un viático, pero yo no dejé de hacerlo. Y una noche, choqué con un rival y caí contra un escalón. Me rompí el brazo en tres partes, fractura expuesta. Yo me quebré un martes y mi papá de la bronca recién me fue a visitar un domingo, porque siempre me decía que no tenía que jugar en el barrio. No me quería ni ver. Cuando vino me dijo: ‘Yo desde que tenés 5 años que ando con vos para todos lados, muchas veces dejé mi laburo para llevarte a jugar’. Después me recuperé y aparecí en el club a los seis meses. Había dicho que tuve un accidente pero no me creyeron. Ellos igual me dieron otra oportunidad pero ya no era lo mismo. No entraba a los partidos, me hicieron pagar por la cagada que me mandé. Y después ya a fin de año me dejaron libre”, se lamenta.
Tuvo que salir a buscar club y llegó a Liniers, tres categorías más abajo, un cambio que lo golpeó anímicamente. “Mis ganas no eran las mismas, había pasado de la B Nacional a la D y ahí empecé a salir más a bailar, ya estaba más dejado”, aclara. Pero jugó tres años en el club de Villegas, al tiempo que conoció a su pareja y quedaron embarazados. La llegada de su primer hijo lo motivó a buscar un empleo más estable y mejor pago, por lo que empezó a trabajar en una fábrica de rodillos y pinceles. Hacía turnos rotativos, lo que implicaba a veces pasar la noche entre máquinas, enfrentándose a sí mismo y a sus pensamientos. “Me acordaba cuando jugaba y decía ‘¿qué hago acá?’”, describe. Por eso, cuando su primo lo invitó a una prueba en el Club Atlético Ituzaingó no dudó en fingir un malestar y darse una nueva oportunidad en el fútbol.
“Llegamos y había como 200 jugadores, encima habíamos llegado tarde porque fuimos antes a la agencia para que yo avise que supuestamente me sentía mal. Seguían cayendo pibes y Damián Troncoso, el técnico, le dijo al profe: ‘Que se queden solamente los que jugaron alguna vez en la C’. Entonces ahí entré justo. Robé dos o tres pelotas, metí un par de cambios de frente y ahí Damián me preguntó mi nombre y dónde había jugado. ‘Listo, salí, vení mañana’, me dijo. Y ahí fue un ‘vení mañana’, ‘vení mañana’, ‘vení mañana’, hasta que me ficharon”, detalla.
En aquel entonces, lograba combinar su carrera deportiva con el cuidado de su hijo. Pero paulatinamente la salud de Bautista empezó a ser cada vez más prioritaria, requería cada vez más atención y Marcelo se vio obligado despedirse del fútbol. Un adiós que pintaba ser permanente: “Después de Ituzaingó me voy al Club Atlético Lugano. Ahí nos empezamos a dar cuenta que el nene no avanzaba y que requería terapia. Yo igual entraba al vestuario y me olvidaba de todos los problemas, pero ese campeonato se me juntó todo, porque me lesioné y me operaron de los meniscos de la rodilla izquierda. Jugué poco y cuando terminó el torneo empecé a buscar club. Hasta que en un momento dije ‘no busco más’.”
Trabajó en la carnicería de un amigo, hizo changas de pinturería con el tío de su esposa y colaboró en el taller de zinguería de su suegro. Fueron años en los que Marcelo Araujo subsistió como pudo. Su bálsamo a nivel deportivo fue el futsal –jugó en el equipo de la Universidad de La Matanza– pero solo pudo saciar su sed de competencia hasta una rotura de ligamento cruzado anterior lo dejó inactivo por completo. Fue una lesión que lo encontró sin un equipo que le pusiera plazos y que no le dejó más remedio que poner énfasis al trabajo. Se hizo chofer de Uber a tiempo completo y con ese ingreso, sumado a la Pensión no Contributiva por Invalidez de la Anses que empezó a recibir por la discapacidad de Bauti, encontró estabilidad en términos económicos. No así a nivel emocional. Aún había un vacío que solamente el fútbol podía llenar. Y este año, decidió que era momento de volver.
“Empecé a estar mejor económicamente y ahí dije ‘si no vuelvo ahora, no vuelvo más’. Mandé mensajes a los contactos que me habían quedado del fútbol, aunque la mayoría no me dio bola. Las puertas se me cerraban. Y sabiendo que Damián (Troncoso) estaba en Liniers, le escribí también porque nos había quedado buena relación. ‘Mirá, Marce, hace tres años que no jugás’, me dijo. ‘Mirame, por lo menos’, le contesté. Me presenté a entrenar. Físicamente no daba más, pero se ve que me vieron bien con la pelota y me citaron a un amistoso contra Lamadrid. Jugué bien y ahí me quedé”, describe.
Hoy sus días comienzan cerca de las 7:00 y terminan a las 21:00. Se levanta bien temprano y es uno de los primeros en llegar al entrenamiento de Liniers en San Justo. Al terminar, se baña lo más rápido posible y vuelve a su casa a buscar a Bautista para llevarlo desde Isidro Casanova hasta el barrio porteño de Colegiales, donde se encuentra la Asociación en Defensa del Infante Neurológico (AEDIN), una asociación civil sin fines de lucro dedicada a la educación y tratamiento de niños y jóvenes con trastornos neurológicos. Mientras espera que su hijo reciba atención terapéutica, trabaja con la conocida aplicación de transporte de pasajeros particulares. Luego regresan juntos a casa. Aunque las últimas semanas, después los mates con Andrea y sus hijos, sumó sesiones de kinesiología en Ituzaingó porque las lesiones de su rodilla y la inactividad le empezaron a pasar factura.
“Me di cuenta que del fútbol extrañaba todo, antes no valoraba nada. Si tenía que correr en el entrenamiento me quejaba. Pero después de estar tantos años afuera le empecé a dar mucho valor a todo. Ahora soy el primero para cada ejercicio. Trabajo duro para estar dentro del equipo titular y lo voy a seguir haciendo, porque cuando me toca quedar afuera sufro mucho”, reconoce.
La pasión que heredó de su padre, Marcelo también se la inculcó a Bautista, quien a su forma, con sus limitaciones físicas y psíquicas, da varias señales de haber tomado el legado. “Bauti ama el fútbol. No mira dibujos animados ni nada, todo el día con el fútbol. Tengo la casa llena de pelotas”, puntualiza. Su hijo no habla (se expresa con monosílabos) ni camina, pero Marcelo describe situaciones que no dejan dudas de que lo ha conectado con el deporte que él practica: “No me dice papá, a mí me dice ‘Gol’. A sus abuelos también les dice así, nos relaciona a los tres con la pelota. Le encanta. Delante de mi casa vive una tía de mi señora que tiene hijos de 9 o 10 años. Y cuando ellos salen a jugar al patio, él los escucha y quiere que lo saquemos. Se queda ahí sentado en su silla mirándolos y no quiere entrar. Escucha y entiende todo. Cuando sabe que juego partido, ya ese día se despierta diferente y si no va a la cancha se enoja. Si no lo llevo, cuando llego a mi casa no me saluda.”
Ya hace cuatro que Bautista pasó el proceso de admisión en AEDIN, donde “había como 100 chicos en espera” pero lo logró porque “le vieron potencial”. Marcelo confía plenamente en su desarrollo. “Con las terapias que hace mejoró un montón, por eso hacemos el sacrificio de llevarlo todos los días hasta Capital (Federal)”, justifica. Habla en plural porque sabe que el apoyo de su esposa y el resto de la familia es fundamental para que él haya vuelto al fútbol, sobre todo desde que sus padres se fueron a vivir al interior del país. “Mis papás viven hace unos años en Entre Ríos, hablamos todos los días pero los veo de vez en cuando. Siempre digo que si no fuera por mi señora yo no podría jugar. Ella se la banca con los dos chicos y no cualquiera podría hacerlo. Tranquilamente me podría decir ‘dejate de joder con el fútbol, hacete cargo de los nenes’. Pero me banca y es la primera que está en la tribuna para verme”, reconoce.
Tras aquel 0-0 con Puerto Nuevo, Liniers se mantuvo arriba y es líder del campeonato de la Primera D con cuatro puntos de ventaja sobre Claypole. Está a solamente cuatro partidos de ganar el Torneo Apertura, lo que lo clasificaría directamente a la final por el ascenso a la C y la Copa Argentina 2020. Marcelo Araujo es una pieza importante del equipo y está completamente enfocado en los objetivos. Ya ni piensa en jugar campeonatos nocturnos, ahora solo pretende cuidar su lugar. “Desde que volví a jugar me tomé las cosas distinto. Esos pibes con los que yo toda la vida jugué por plata ahora me cargan y me dicen ‘dale, estás en Liniers, ni que jugaras en el Real Madrid’. Ahora sé que lo tengo que cuidar... ¿Mirá si jugando en el barrio me lesiono?. Yo sé que no estoy en River o Boca, pero acá vienen a probarse 50 o 60 pibes todos los años, algunos que hicieron inferiores en clubes de Primera, y no quedan. No es fácil estar acá, algo hay que tener. Y ahora lo cuido mucho”, aprecia.
Su responsabilidad en la vida deportiva, la quizás no tuvo cuando era joven, está directamente enlazada con las lecciones que aprende en casa, con Bautista y Ámbar enseñándole día tras día a ser padre. “Ahora que tiene que compartir con su hermana es una etapa en la que Bauti anda medio maricón, se pone celoso. Pero tiene que aprender y yo sé que cuando la nena sea más grande, él va a estar feliz de estar jugando todo el día con ella, si le encantan los chicos. Lo único que me importa ahora es que Bauti mejore cada día, que pueda caminar y que sea feliz. Él y mi hija”, se sincera Marcelo Araujo, quien pudo haber estado retirado pero nunca, en ningún momento de su vida, quiso sacarse el traje de futbolista.
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