13 días hubo que esperar desde la primera final de la Copa Libertadores de América 2018 que disputaron Boca y River hasta la decisiva, programada para el sábado 24 de noviembre y luego para el domingo 25 tras el Capítulo I de lo que terminó siendo un Circo romano para, en realidad, hasta ahora nunca ser. Tanta espera dio lugar a las más sensatas hipótesis de lo que podría pasar en el partido decisivo como así también a las más extravagantes, aunque ninguna tal como lo que finalmente mutó en realidad. El ataque por parte de integrantes de la barra de del Millonario (más otros hinchas contaminados por el clima social) al micro que trasladó al plantel Xeneize al Monumental está harto desmenuzado. Hay, sin embargo, una arista poco abordada pero que involucra, sin embargo, a la pieza más importante de este mecanismo llamado fútbol: la gente.
Hubo el sábado en los alrededores del Monumental alrededor de 100 mil personas. Al estadio ingresaron cerca de 65 mil. Los accesos se habilitaron a las 13 en punto, el único ítem en el que al hincha se lo respetó. En los 300 metros que separan el trayecto por Udaondo entre la Avenida del Libertador y Figueroa Alcorta se debían atravesar cinco controles: el primero conformado por 50 uniformados de la Gendarmería, dos consecutivos de la Policía Federal, uno de seguridad privada de River y el restante de la Policía de la Ciudad. La mayoría en actitud desafiante, sino degradante, de quien por allí pasaba con entrada y documento en mano, mientras la revisión de los efectos personales de cada uno se realizaba bajo la habitual violencia de los agentes. Y guarda con pedir respeto. Mucho menos quejarse. A las 14:30 las tribunas ya lucían repletas, con apenas algunos claros (el más notable fue el espacio que ocupan Los Borrachos del Tablón quienes, a sabiendas de que el partido jamás comenzaría, nunca entraron) porque, para entonces, la seguridad había recibido la orden de frenar el ingreso a cualquier persona, con entrada válida (por la que había pagado) o sin esta, debido a que los ya conocidos incidentes se habían producido. Adentro, una clara superpoblación: los pasillos de las plateas estaban abarrotados por el público habilitado y el que no. Sólo por mencionar lo ocurrido en los ingresos de la platea Belgrano, sobre las 14:45 un grupo de unas 50 personas que había logrado tirar abajo las vallas de contención y entraron al lugar en estampida. Se produjo allí un momento de zozobra porque en su intento de no ser alcanzados por la policía que los perseguía se dispersaron por las distintas plateas y los uniformados lanzaron gases lacrimógenos sin distinción, alcanzando el químico a todos los presentes, entre ellos niños, personas mayores y discapacitados.
"Vamos a tener el G20, imagínese que lo de Boca y River parece algo bastante menor", había dicho la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, el pasado 7 de noviembre en la señal de cable TN, acaso sin comprender la magnitud del evento al que se refería si no es que, en realidad, ni siquiera le importó.
"Se podría jugar con visitantes. Al lado del G20 el Boca-River es algo bastante menor".
Patricia Bullrich solo puede ser ministra de Seguridad en un gobierno de Macri. Qué manera de pasar vergüenza dios mío 😳 pic.twitter.com/bamfZLIkgg
— Juan Amorín (@juan_amorin) November 25, 2018
Cerca de las 16 la voz del estadio anunció que el partido se jugaría a las 18 en lugar de las 17, como debía haber sido. La inquietud comenzó a jugar su partido mientras el sol, que entonces ya era abrasador, desafiaba a resistir. Ya no había en el lugar espacio para transitar en situación normal. Los teléfonos celulares habían perdido toda señal. El cuadro mostraba entonces 65 mil personas (o más) dentro de un estadio, incomunicados y dominados por la ansiedad. Niños que para entonces reclamaban a sus padres algo para comer y tomar. La jornada ya era larga cuando por los altoparlantes se anunció la segunda reprogramación del partido, esta vez para las 19:15.
Rostros de incredulidad, buscando las pantallas de la transmisión oficial de la TV para intentar entender lo que ocurría. Personas que abandonaban su asiento en la platea para caminar, estirar las piernas, tomar aire y asumir que a esa hora, ya las 18:10, aún faltaba más de una hora para el comienzo del esperado encuentro y más de dos horas para volver a casa. Tres personas de seguridad que, al escuchar el anuncio, se miraron entre ellos en busca de que el otro le dijera que no, que sólo era una confusión y no. Una mujer que, agotada, soltó su cabello y estiró su cuerpo sobre las escaleras en la que hasta hace segundos se sentaba. Un niño que pide agua, una madre que lo cuida a él y a su hermano, un niño de 8 años que se traslada en silla de ruedas, que pide a los que están al lado que por favor miren a sus hijos mientras ella sale en busca de algo para beber porque ya era una odisea pasar con los chicos entre la gente. Y para entonces el que dejó su butaca que en realidad era una silla de madera con pintura descascarada y lastimosa, se encontraba en su regreso con su asiento ocupado porque en situaciones así el que se fue a Sevilla…
Ya las 18:30 y los árbitros que salen al campo de juego. Aplausos. Los cánticos de la hinchada se activaban cada vez con menos asiduidad. El día parecía tener más horas y las horas más minutos. La charlatanería era por entonces el mejor pasatiempo. Alguien que viene y asegura que el partido se juega "porque la Conmebol le dijo a Boca que si no sale a la cancha no juega la Copa por cinco años", otro que grita "¡juega Gago por Pablo Pérez, lo dijeron recién en la radio!". Uno que mira hacia los palcos en busca de un topo que entre movimiento de labios y gestos con las manos le indica que todo está en duda, que el partido es "más no que sí" y ahí el receptor tiró esa información caliente al resto de la tribuna. La especulación y las teorías conspirativas mantenían a la gente entretenida. El preparador físico de Boca que sale al campo de juego y desparrama conos y pelotas a la espera de la salida de los jugadores para hacer el calentamiento previo. Silbidos pero sensación de que, por fin, la espera iba a terminar. A las 18:57 los hinchas de River desplegaron el cotillón: cintas, globos papelitos al aire y banderas flameando a la espera del recibimiento del equipo. Un minuto, dos tres, cinco, diez… Nada. De repente alguien mira una pantalla, lee y relee para asegurarse de lo que anunciará a los dispersos: "¡Se suspendió!", dice mientras señala la pantalla.
Calor, cansancio, los puestos ya sin agua ni comida. La realidad había desbordado los cálculos. Los hinchas se miran, maldicen, insultan, no lo pueden creer mientras emprenden la salida y se abalanzan, sobre las 19:15, para abandonar el estadio al que habían llegado a las 13, esto ya sin voz del estadio ni voces oficiales ni carteleras en el club. Nada. Una locura, un desafío a la resistencia de la cordura.
Afuera la policía sigue pegando. Al que sea y porque sí. El clásico por las dudas. Algunas personas que, enardecidas, rompen con todo a su paso. Camiones hidrantes, corridas, disparos, vidrios rotos a cada paso y las calles escondidas bajo la basura.
Ya domingo 25. Poco más de 12 horas después de haberse ido, la gente que vuelve a repetir la historia. Conmebol dijo: mañana a la misma hora, en el mismo lugar. Y allí de nuevo los miles, esta vez con un operativo de seguridad algo más riguroso, algo más organizado, algo más violento, también. Las puertas del estadio se abrirían a las 13: ocurrió a las 13:40. El sol que ayer abrasaba hoy ya quemaba. Pero parece que hoy sí, que hoy se juega la final. Doble jornada, doble esfuerzo, doble gasto de dinero para llegar, para comer y tomar algo, para irse. Por fin las puertas se abren, las primeras personas que pasan los controles corren para llegar antes el estadio. Sonríen, están de nuevo ahí. Uno que pasa y le pregunta a un periodista que se prepara para salir al aire si se juega: la respuesta es dudosa. Ahora son dos los que preguntan, luego serán más. Es que las redes anuncian que Boca presentó un informe para argumentar que no está en condiciones de jugar y, más aún, que pedirá los puntos por la vía burocrática, sin jugar. Ya son miles los que entraron cuando, pasada media hora y ya en autos de la segunda suspensión, volvieron sobre sus pasos ahora sí enojado, furiosos, sabiéndose maltratados o ni siquiera tratados. Allí los desinformados que pugnaban por entrar se encontraron de frente con los que buscaban salir. Una amenaza de corridas, gritos, gente que maldice, la policía que desenfunda sus pistolas lanza gases, que apunta y que dispara.
"Nosotros somos los socios, los que bancamos al club. Ayer estuve siete horas adentro con mi hijo, siento mucha bronca y dolor", lanza uno ante una cámara. "Nos maltratan, lo hicieron ayer, lo hicieron hoy, dejaron a la gente tirada, no entiendo por qué nos hicieron venir hoy si sabían que no se iba a jugar", dice otro que se esfuerza por no llorar. "Por River, todo, pero a esta altura, si se juega el partido, no creo que vuelva. Me cansaron", sentencia uno más.
Los colectivos pasan abarrotados. El subte queda lejos. No hay, como para el G20, un sistema de prevención desplegado para evitar conflictos. En aquello sí pensaron cambiando recorridos de colectivos, restringiendo zonas de paso de los habitantes. Lo que importa son los de allá y no los de acá. 24 horas después del sábado y domingo en continuado el presidente de la Argentina, Macri, que en conferencia dice que no puede comprender lo que pasó ni la imagen que damos al mundo. Porque lo que importa es lo que se ve, no lo que pasa y mucho menos por qué pasa. Lo dijo él, enojado por la falta de esa educación que en su gestión es cada vez peor ante el brutal recorte de presupuestos, ante docentes con sueldos indignos y edificios educativos inhabilitados para operar pero en funciones… con vidas cobradas.
De paso, el mismo dirigente que el 2 de noviembre consideró que estaban dadas las condiciones para que esta final, la que se abortó por la barbarie de unos pocos a los que no pudieron (¿quisieron?) controlar, se jugara con público visitante.
Lo que vamos a vivir los argentinos en unas semanas es una final histórica. También una oportunidad de demostrar madurez y que estamos cambiando, que se puede jugar en paz. Le pedí a la Ministra de Seguridad que trabaje con la Ciudad para que el público visitante pueda ir.
— Mauricio Macri (@mauriciomacri) November 2, 2018
El bochorno del Monumental, tanto sábado como domingo, pudo ser una tragedia, una masacre, una fatalidad. Siete horas adentro de un estadio sin saber qué pasa. Una postergación jamás anunciada en el lugar. Miles que vuelven a entrar menos de un día después para, en media hora, volver a salir. Calor, sed, el peso de la insolencia. Entradas pagadas en valores irrisorios en nombre de una pasión que no conoce de traiciones, ni de vendettas, ni de negocios cuando del hincha digno, ese al que abandonaron dirigentes de clubes y políticos de todo nivel, se trata.
¿El partido se juega? ¿Quién sale campeón? Y cuando se juegue y uno pierda, ¿con que nos vamos a encontrar? Qué importa todo eso ya. ¿De verdad existe la posibilidad, después de todo, de que se juegue? Miles de personas maltratadas. ¿Por qué no hay que lamentar mucho más de lo ya visto? Porque la gente común, la víctima real de todo esto, así no lo quiso. Porque en medio del descaro de los que manejan y viven del negocio con la mayoría de los miles primó el raciocinio para no reaccionar ante dos jornadas en las que estuvieron entregados.
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