A las dos de la tarde, los chicos que despliegan los escudos gigantes de River, Boca y la Conmebol cuando salen los equipos a la cancha ya estaban dentro del campo de juego. Los ubicaron sobre la pista de atletismo. Esperaban parados y expectantes su intervención. En las tribunas, no quedaban butacas disponibles. Hinchas de pie conservaban su ubicación sobre pasillos y vías de acceso. Faltaban tres horas para que comenzara el partido.
Se percibía una combinación de sentimientos: ilusión, esperanza, ansiedad, nervios. El River – Boca de la final de vuelta de la Copa Libertadores estaba a pocas horas de jugarse. La primera canción que despertó al estadio fue a las 14:26. Cantaron "para ser campeón hoy hay que ganar". A las 14:52 abrieron los aspersores del campo de juego. Los hinchas que estaban dentro del estadio solo estaban seguros de algo: que a las cinco de la tarde se jugaba el partido que habían ido a ver. El riego del césped lo certificaba. Fueron los últimos vientos de normalidad.
Porque no hay distancia más grande entre un hincha dentro del estadio y el mundo exterior. Los de adentro quedaron desamparados, sin contacto con la realidad que no podían ver. No existe rincón más excluido que un estadio repleto de gente. Es un portal al pasado, a las viejas costumbres: la conexión es nula, no hay señal de celular que sobreviva al colapso. La gente debió recurrir a la la comunicación prehistórica: hablar entre sí. Los teléfonos solo servían para jugar, sacar fotos o filmar, documentos biográficos que hasta la desconcentración nunca llegarán a ser publicados. En ese contexto de desconexión e intemperie informativa, los mensajes de texto recuperaron su peso histórico: eran el único recurso de comunicación. Pero ni siquiera fueron tan efectivos.
A las tres de la tarde, llegaron las primeras señales del exterior. Un aluvión de gente ingresó a la tribuna: cientos de hinchas que corrieron y se dispersaron entre la multitud. Se los veía adrenalínicos y felices. Habían resuelto algo que soñaban hace días: entrar sin pagar a ver el partido más importante en la historia del fútbol sudamericano. Poco les importaba a los colados la mirada condenatoria de algunos hinchas o el gas pimienta improvisado que arrojó la policía para contener el malón y que ahora atacaba las vías respiratorias de los inoportunos.
Fueron síntomas de que las cosas estaban pasando afuera. En el interior los chicos de los escudos se habían acostado en la sombra, algunos -ya fuera del protocolo- descansaban envueltos en las telas gigantes. La voz del estadio apareció por primera vez a las 15:15, minutos después de que el árbitro uruguayo Andrés Cunha recorriera el campo de juego y se acercara a la pantalla del VAR. "Llega a cobrar un penal con el VAR este tipo y lo mato", dijo un hincha sin saber que el micro de Boca ya había ingresado al Monumental con varios vidrios rotos.
La noticia de una supuesta agresión a los jugadores del equipo visitante empezó a circular por la tribuna. Emergió al instante la figura de "los viejos con radio", destinados a partir de ahora a esclarecer la duda de los miles de hinchas que no dejarán de preguntarle "¿che, se sabe algo más?". Eran fácilmente reconocibles: los distinguían los auriculares y el ensimismamiento. Se convirtieron en los pregoneros de la información. "Parece que liberaron la zona, algunos hinchas les tiraron piedras a los jugadores de Boca, la policía tiró gas pimienta para dispersarlos y el gas entró al micro": suficiente información para fomentar las teorías conspirativas, ventajistas y absurdas que los hinchas, entre aburridos y desinformados, concebían.
A las 16:20, los viejos con radio, los que rescataron un hilo de señal, los que estiraron el cuello para distinguir los televisores ubicados sobre las plateas medias ya habían hecho su trabajo. La cancha lo supo y respondió sin eufemismos: "Sos cagón, Boca, sos cagón". Ya no se percibía en el ambiente un clima de esperanza o ilusión. Los hinchas experimentaban sensaciones de confusión, abandono, indefensión. "Si se jugara a las cinco, ya tendría que haber salido Armani a hacer la entrada en calor", advirtió el más lúcido.
Hubo festejos ingenuos cuando desde los palcos llegaba información de procedencia cuestionable. "A las seis, se juega a la seis", empezaron a proclamar. El dato se propagó en todas sus formas. Desde las plateas medias y bajas, donde suele haber mayor número de viejos con radio y donde se leen los graph de las pantallas de televisión, avisaron a los de las tribunas altas: modularon exageradamente "a las seis" y estiraron seis dedos de las manos para reforzar el mensaje. A las cinco de la tarde, la comunicación oficial: la voz del estadio informó que el partido fue postergado para las 18 horas. Los hinchas celebraron. Volvieron a experimentar esperanza, ilusión y esas emociones que trajeron desde sus casas. Regresaron las preguntas más futboleras: "¿Juega Nacho Fernández al final?". Pocos sabían algo.
Los que estaban sentados se pararon y desperezaron. Los que estaban parados siguieron parados: no podían desperdiciar -en un recinto con sobrepoblación de gente- el sitio de lujo que habían conseguido gracias a su dedicación. Fueron los otros personajes curiosos de un fútbol desbordado: los bautizaron los granaderos de las canchas. En simultáneo, los chicos de los escudos respondieron a su edad: aburridos algunos se pusieron a jugar al fútbol con una botella de agua. En el anillo, en las entrañas del estadio donde se estaban dirimiendo las cosas importantes, también padecían la espera los músicos que iban a entonar las estrofas del himno dispersos en un playón, los niños que saldrían de la mano con los jugadores encerrados en un pelotero. Estaban los policías, hinchas, periodistas, dirigentes, curiosos, personas aleatorias y gente que tal vez no tenga que estar ahí.
En el Monumental se olfateaba una verdad sin revelar: el partido no se iba a jugar a las seis de la tarde. "Ahí Matías Martin también dice que no", le avisó uno a otro mientras relojeaba las cabinas de transmisión. Los "viejos con radio" mantenían su posición: para ellos, los dueños de la verdad, también se iba a suspender. A veinte metros de distancia, los hinchas les leían los labios a Gastón Recondo y Leo Farinella. "¿Se juega?", le preguntó un periodista a otro. La respuesta no tiene voz pero sí un gesto adusto y un leve meneo horizontal de cabeza.
Lo confirmó la voz del estadio a las 17:45. Anunciaba una segunda reprogramación: ahora River – Boca se jugaría a las 19:15, una hora y media después. Ya no hubo júbilo, más bien se corporizó el fastidio y la desconfianza. "Hicimos un buen primer tiempo, solo nos faltó el gol", ironizó el que mejor ánimo tenía. El escepticismo no mermó ni cuando un utilero de Boca colocó conos en el césped, ni cuando quince minutos antes del comienzo del partido los hinchas empezaron a desplegar los tirantes y a inflar los bastones. El Monumental se había vestido para albergar una final eterna. Habían pasado siete horas desde que abrieron las puertas del estadio.
A las 19:15 no hubo más que recelo y perturbación. A las 19:20, cuando se tendría que estar jugando un hipotético alargue, el segundo tiempo o los cinco minutos del primero, los pregoneros de la información sentenciaron la suspensión. Lo confirmaba la tele, Matías Martin y los viejos con radio. Cuando todo el Monumental lo supo, cantaron contra la Conmebol. Hay quienes aseguran que la voz del estadio avisó la tercera postergación a las 19:30. Pero los invitados ya se estaban yendo y las tribunas dejaban ver el cotillón de una fiesta que nunca empezó.
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