Montecarlo es una fantasia visual. No puede haber un azul tan puro y espejado como el de ese Mediterráneo, ni flores tan bellas en el apogeo de su frescura.
Este glamoroso barrio del principado es un prodigio de tres cornisas que permite atravesar su hermosura con sólo olerla. Se puede disfrutar desde lo alto, desde los jardines de sus villas tan elegantes y cuidadas como suntuosas donde el puerto con sus lujosos yates fondeados pintan una fantasía óptica de imposible perfección. .
Allí viven multimillonarios discretos y silenciosos. Allí van a descansar familias reales y celebridades del jet set internacional. Y también allí, en aquel paraíso pequeño y distinguido, abrevan artistas de todas las expresiones.
Fue el lugar elegido en el siglo pasado por los más prodigiosos talentos artísticos y literarios. Allí residieron y ofrecieron sus obras prodigiosas Renoir, Monet, Picasso, Cocteau, Matisse, Modigliani… Allí escribieron gran parte de sus obras Hemingway, Sastre, Graham y Greene, entre otros.
Pero hay algo aún más cercano: fue en Montecarlo donde se conocieron los dos Carlos más próximos a nuestros corazones ya lentos, cansados pero vibrantes ante la emoción: Charles Chaplin –el incomparable genio de todos los tiempos – y Carlos Gardel, el número uno de los cantores de tango sin comparaciones, ni espacios. Ellos compartieron en 1931 la inauguración del hotel Provencal del multimillonario norteamericano Frank Gould en Juan Les Pins. Chaplin, quien era el hombre más popular del mundo en ese momento – estaba acompañado por su más flamante novia, May Reeves – y a Carlitos Gardel le presentaron a la Condesa Sadie Wakefield. Gardel cantó esa noche en el Provencal, Chaplin quedó maravillado con aquella voz única y la condesa enamorada, aunque el tiempo mistificó esa relación entre Gardel y Sadie..
Mientras vivió, el Príncipe Rainiero convirtió a Mónaco en un lugar de selectos acontecimientos deportivos: el Gran Premio de Fórmula Uno y un gran match de boxeo al menos una vez al año. Además tenía, y tiene, a su equipo de fútbol en la Ligue 1 de Francia, el Mónaco.
Monzón era un predilecto de Rainiero y de su esposa, la Princesa Grace, la inolvidable actriz Grace Kelly, muerta en 1982 tras un trágico accidente automovilístico. En la primera versión del combate entre Carlos Monzon y Rodrigo Valdez (1976), el matrimonio real llegó al Estadio Louis 11 con su hija Carolina (quien iba con su madre el día del fatal accidente y tenía entonces 19 años y se le advertía una clara empatía con dos deportistas argentinos: Guillermo Vilas y Carlos Monzón). Situación que no se le noto con Carlos Reutemann, las veces que el piloto argentino compitiera en el circuito callejero de Montecarlo.
No solo asistían a las peleas de Monzón los príncipes de Mónaco, también muchos artistas famosos y populares. Mujeres y hombres resultaban fácilmente detectados en las primeras filas del ring side.
En el segundo combate ante Rodrigo Valdez (30 de Julio de 1977), "paparazzis" y periodistas de todo el mundo estuvieron atentos a las celebridades del cine hasta el momento en que los pugilistas subieron al ring.
Alain Delon, primero promotor y luego amigo de Monzón junto a Yves Montand, Omar Sharif, Jean Paul Belmondo, Michael Rourke y David Niven fueron el objetivo de flashes y fugaces declaraciones. No estuvieron solos, pues Cacho Fontana –por entonces el más famoso locutor y conductor de radio y TV de nuestro país – había viajado especialmente al igual que otros dos ilustres invitados de la revista Gente: la escritora Silvina Bullrich y el laureado pintor Vicente Forte, dos símbolos culturales de la Argentina a quienes jamás olvidaremos.
Tan importantes eran estas peleas que la Bullrich escribiría su crónica apelando a su exquisita literatura y Forte habría de ir delineando durante la pelea los trazos de sus dibujos. Crónica e ilustraciones fueron publicadas en la edición del semanario junto a la magistral nota del maestro Alfredo Serra.
Las dos peleas con Valdez (fallecido el 14 de Marzo de 2017 a los 70 años) significaron enormes acontecimientos que excedían lo deportivo. Pero la de 1977 tiene el valor de haber sido la última pelea de Carlos Monzón, muerto el 8 de Enero de 1995 (52 años) tras un accidente automovilístico en Santa Rosa de Calchines, mientras regresaba a la cárcel de Las Rosas (Santa Fé) tras un día de permiso .
Fui cronista de todas sus peleas y esa última la recuerdo extrayendo algunos párrafos que también nos permitirán rememorar o descubrir la literatura periodística de la época:
"Los dos primeros rounds pusieron una nube peligrosa. Todo cuanto traía Valdez a la pelea estaba a la vista y se canalizaba a través del idioma pragmático de su definición táctica. De la pelea del año pasado le había quedado como incentivo moral su cross de derecha. Con esa mano y con ese golpe el colombiano había conmovido a Monzón.
Estaba previsto que desposeído de todas las presiones psicológicas no expondría una pelea franca, abierta, arriesgada. Si Valdez fuera un boxeador creativo, esa fuerza de su cruzado corto habría sido temible. Pero por ser un peleador mecanizado se sabía que la proyección respondería a un impulso automatizado, repetido. En consecuencia, factible de neutralizar. Sin embargo la mano llegó. Con justeza y vigor. Se insinuó en el primer asalto y se profundizó, dramáticamente en el segundo. La del round inaugural fue una alerta, la del segundo un susto. Cuando Monzón la recibió en la mandíbula resignó sus piernas. El árbitro Dakin vaciló un instante y se decidió por el conteo. Fue lo mejor que pudo pasarle a Monzón. Los ocho segundos de tregua le sirvieron para reponerse y reaccionar.
Se repuso al tomar aire y se despertó a la realidad de la pelea. El planteo le era adverso. La ofensiva dinámica de Valdez no encontraba respuestas válidas y hasta daba la impresión de cierta fragilidad en sus desplazamientos. Aquí hay que hacer un punto. Cuando digo que ese golpe despertó a Monzón quiero decir que apareció el campeón en toda su dimensión. Más que un golpe de efecto destructor – que lo fue – tuvo el valor del cachetazo que llama a la reflexión, que impone consignas con el espíritu y que reabre las compuertas del yo por encima de todo.
Valdez había sumado su primer punto de ventaja, agigantaba su imagen y sometía a Monzón a su ritmo. Eso fue hasta el momento de la caída. A partir de entonces recomienza una segunda etapa del match. La etapa grandiosa de un campeón grandioso.
Los ojos abiertos. Los dientes apretados. Los músculos tensos. Firmeza en las piernas y convicción en la mirada insensible. Ya estábamos frente al Monzón de siempre. El que transmite aplomo y seguridad. Conciencia y elucubración. Un Monzón que se dijo "basta", y readquiriendo la posición vertical puso en funcionamiento la mano izquierda para contener y la derecha para fusilar. El hombro y la pierna izquierdos adelantados para lograr la distancia y la cabeza fuera del área de alcance. Con el dominio del espacio logró también aquietar el ritmo. Le quitó vértigo, desordenó el planteo del retador y marcó la tregua a la fricción estableciendo el dominio intelectual del combate.
Tercero, cuarto y quinto, fueron el comienzo de su reencuentro. El alivio de los argentinos, la tensión de sus "fieles enemigos" (franceses e italianos) que no pudieron ver lo que deseaban: su derrota.
La fórmula respondió siempre a las mismas pautas: esperar el ataque de Valdez para replicar, fabricar espacios para sorprenderlo con el uno-dos y, esporádicamente, pasar a contraatacar con la derecha por la línea interior.
Las huellas que quedaron en los rostros son el símbolo de la violencia con que se consumaba el match: Monzón, abierto en el lado izquierdo de la nariz a la altura del tabique. Valdez, con el labio inferior partido y el pómulo izquierdo inflamado.
De los dos hay uno que sabe lo que hace y cómo hacerlo (Monzón), y otro que necesita acelerar el ritmo y provocar el caos técnico con sus golpes ampulosos, abiertos y declarados (Valdez). Lo consigue y retrotrae la pelea a un plano de igualdad al ganar consecutivamente los rounds 7° y 8°. Sin embargo no siembran la inquietud de las dos vueltas iniciales.
El final del 9° asalto fue apoteótico. Comenzó con una izquierda a fondo y siguió con dos combinaciones rectas de uno-dos. Agregando, además, un in crescendo en su dinámica que levantó al estadio. Fue como esas melodías que de a poco se convierten en un sonido frenético. Valdez fue a su esquina confundido y tocado. Y mientras se escuchaba el Ar-gen-ti-na, Ar-gen-ti-na característico de los momentos de apogeo, nadie sospechaba lo que sobrevendría.
Antes de los treinta segundos de ese inolvidable 10° round se vivió una rara sensación. Primero los gritos que acompañaron al gong. Después un murmullo con destino de silencio. Y cuando el silencio llegaba, como a propósito, una derecha en punta que choca la ceja de Valdez y la abre cual granada madura. La sangre del colombiano baja por su torso y Monzón, cada vez más implacable, reaviva su instinto y lo castiga a voluntad.
Tres veces se lo vio a Valdez cerrar los ojos y resignar las piernas. Tres veces pareció que el nocaut llegaba inexorable. . . Y aquí hay que hacer otra reflexión: en esa acción Monzón volvió a demostrar lo que es un campeón. Venía de una etapa casi crítica, desarrollaba y pensaba la pelea esperando un momento con la mano derecha traumatizada. Lo fabricó en el final del 9° y se jugó a fondo en el 10° buscando el remate. Y aunque no lo consiguió tuvo el mismo valor porque definió la pelea. En ambos sentidos: para él porque a partir de ese instante podría reasegurar los puntos de ventaja con un esquema conservador y para Valdez porque el retroceso en las tarjetas le exigía lo que ya no podía que era encontrar una mano salvadora, un "lucky punch". La superioridad de Monzón no dejó dudas respecto de la amplia ventaja en las tarjetas".
Había sido su última pelea sobre un ring, pero le faltaba enfrentar aún a su peor adversario: la vida.
Los tiempos futuros embalsamarán su grandeza o su cruz. Será una cifra asombrosa o una trágica historia que unirá la gloria con las sombras. Sonará en los oídos de los hombres de ayer y de mañana. Simbolizará el cierre de la parábola en perfecto círculo: el boxeo para comer sin robar, la fama avasallante, la gloria del pináculo sin el crecimiento interno de un yo acorde y el lento descenso al punto de partida pasando por una dramática terrenalidad sin príncipes, ni amigos, ni beldades, ni aplausos…Cuando se diga Monzón si solo se evocara al boxeador se dirá algo grandioso, epopéyico, incomparable como si un suspiro vibrante resumiera el concepto absoluto del todo, del siempre, del jamás.
Material de archivo: @maxiiroldan
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