La actuación de Lucas Matthysse resultó un fraude. Su derrota dejó la sensación visual de haber sido voluntaria.
A lo largo de los últimos dos siglos, desde la clandestinidad del boxeo hasta ahora, este deporte no deja dudas respecto de quién gana y de quién pierde cuando en cualquiera de estas dos situaciones no se requiere de la decisión de un tercero.
Solo el veredicto de los jurados puede establecer la injusticia de un resultado involuntario: alguien que hizo todo para ganar y, sin embargo, no gana. No es el caso de Lucas Matthysse. Desde que subió al ring se advirtió en él la extraña actitud de hacer menos de aquello para lo cual estaba preparado y de involucrarse menos de aquello para lo cual estaba obligado.
Un cronista que no lo conozca personalmente podría afirmar que se trató de un tongo, que se tiró, que no quiso seguir. Recordemos que fue a exponer su título mundial de peso welter reconocido por la Asociación Mundial de Boxeo.
No fue Matthysse el primer boxeador que prefirió abandonar la pelea por impotencia o inferioridad, pero sí fue el único que lo asumió vergonzosamente sin haber hecho ningún esfuerzo, ni haber puesto al servicio del objetivo un mínimo riesgo.
Otros boxeadores, en otros tiempos, extenuados o vencidos psicológicamente pudieron haber elegido el mismo camino no sin antes intentar el objetivo para el cual subieron al ring: ganar.
Probablemente su cuenta bancaria se engrose hasta siete cifras en dólares que garantizan una mejor calidad de vida para él y su familia. Es una buena oportunidad, entonces, para saber que el boxeo no es un hecho ni académico, ni convencional. Antes bien se trata de luchar, de pelear, de exponerse, de alcanzar el éxtasis solo a través del esfuerzo. O sea todo eso que Matthysse nunca supo hacer. Siquiera el día de la gran noche frente al más ilustre de sus adversarios que acariciando los cuarenta años y las setenta peleas le dio la última lección de dignidad.
Matthysse debe dejar el boxeo pues daría la impresión que realmente nunca llegó para sentirlo.
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