Fue un día frío, de sol amable y mezquino que entibió apenas la ceremonia inaugural del XI Campeonato Mundial de Fútbol Argentina 78, el 1 de junio de hace cuarenta años. Argentina tenía su Mundial. Había sido designada sede en 1966; lo había impulsado el gobierno de Juan Perón en 1974 y lo había sostenido a duras penas el de su viuda, María Estela Martínez, con la creación de una Comisión de Apoyo al Mundial 78 liderada por aquel criminal devenido ministro que fue José López Rega.
La dictadura militar instaurada el 24 de marzo de 1976 borró del mapa aquella comisión, creó el Ente Autárquico Mundial 78 y puso al frente al general Omar Actis, asesinado en agosto de ese año, un crimen nunca aclarado y siempre sospechado de una interna feroz entre las fuerzas armadas. El reemplazante de Actis, el general Antonio Merlo, fue opacado por quien se convirtió en el mandamás del Ente, el contralmirante Carlos Lacoste, un ladero del jefe del arma, Emilio Massera.
Así llegamos al Mundial: entre sombras, sin plena conciencia de los alcances que tenia lo que luego se llamó terrorismo de Estado; sin sospechar siquiera que los ecos de la ceremonia inaugural de aquel Mundial, de las marchas, los himnos, los vítores y los murmullos del partido inaugural; sin imaginar que la voz de trueno del dictador Jorge Videla en el discurso con el que dejó inaugurado el torneo, un tono de guerra para un contenido escolar; sin pensar que todos esos ecos de la gran fiesta deportiva iban a llegar a las mazmorras de la ESMA, donde se hacinaban centenares de secuestrados y torturados, muchos de ellos no saldrían con vida de allí. Reinaba la figura saltarina y sonriente del "Gauchito Mundialito", mascota y símbolo del campeonato.
A las 13.20 de aquel jueves de junio, dos mil chicos y chicas de escuelas secundarias entraron al césped del colmado estadio de River Plate. Diez minutos después iba a empezar una ceremonia gimnástica, cronometrada segundo a segundo, que habían ensayado durante meses.
Vestían remeras y medias blancas y pantalones azules. Iban descalzos, para evitar cualquier daño al terreno en el que se iba a jugar el primero de los partidos. Con una sincronización perfecta formaron, letras humanas con una coreografía milimetrada, las palabras "Argentina 78", "Bienvenidos" "Mundial FIFA" y el logo del torneo: dos brazos con los colores de la bandera, que encerraban una pelota de fútbol.
Toda la ceremonia inaugural no podía durar más de 75 minutos. Fue lo que duró. No existían entonces los recursos técnicos de hoy, el disparate de la computación, el hechizo de los robots o el embrujo de los drones: aquello era otra cosa.
El adelanto técnico más grande en el país era la televisión en colores, que llevó al mundo las piruetas de aquellos chicos que hoy ya pasaron el medio siglo de vida, desde un edificio levantado desde cero en Figueroa Alcorta y Tagle que se llamó Argentina 78 TV, y fue luego sede de ATC y de Canal 7. Sin embargo, aquel prodigio existía sólo a medias: los partidos se verían en color en el extranjero y en algunos cines de Buenos Aires; los televisores de casa deberían resignarse y esperar en el hastío velado del blanco y negro.
Las 70.000 personas que desbordaban River aplaudieron, mucho, a los chicos y a la fiesta en general; era, sin embargo, un júbilo contenido, cauto, sigiloso, como si hubiera que pedir permiso para la alegría, pese a la voz tronante del locutor oficial de aquel gobierno, Juan Mentesana, que hablaba de una "explosión de alegría que inunda el espacio y es la verdadera manifestación de un país que recibe al mundo". La ceremonia tenía, es verdad, los aires de las que engalanaron los Juegos Olímpicos de 1936, en el Berlín de Hitler.
Desfilaron las banderas: la de los países participantes del Mundial y de los adheridos a la FIFA, 147 en total, y otra gigantesca, argentina, en las manos de veinte jóvenes. Dieciséis bandas de música tocaron y cantaron el himno oficial del torneo, letra y música de Martín Darre, mientras el ballet gimnástico formaba un sol de banderas con dieciséis rayos rectos en el centro de la cancha.
Cuando el último de los chicos, el último de los músicos y el último abanderado dejaron el césped, habló Videla. Envarado, traje gris cruzado, frases mordidas, ladradas, cortadas para evitar el acople con el eco que rebotaba el cemento y en los paredones del Tiro Federal, como si hablara a una tropa en formación, Videla cifró lo que el poder militar pretendía de aquellas jornadas: paz, alegría, unidad y disciplina.
Fue un discurso párvulo, plagado de lugares comunes y de frases rimbombantes, vacías de contenido. Videla habló de una tranquilidad que no sentía: el estadio y sus alrededores estaba custodiado por centenares de tropas armadas, la dictadura decía temer un ataque de la guerrilla a la que ya habían derrotado. Años después se habló de una supuesta tregua pactada entre militares y guerrilleros en el extranjero, que nunca pudo ser confirmada.
Como ejemplo de esos temores, dentro del estadio, un grupo de soldados montaba guardia por si un imprevisto desperfecto técnico, un corte de luz, un sabotaje, sorprendía al presidente en el interior del ascensor que lo llevaba a la platea: tenían orden de subir aquella caja de acero a mano.
"Es justamente la confrontación en el campo deportivo y la amistad en el campo de las relaciones humanas –dijo Videla– lo que nos permite afirmar que es posible aún hoy, en nuestros días, la convivencia en unidad y en la diversidad, única forma para constituir la paz". Lo aplaudieron.
En ese mismo instante, el arquero del seleccionado sueco Ronnie Hellstrom, caminaba junto a las Madres de Plaza de Mayo que hacían su tradicional ronda de los jueves en reclamo de la aparición de sus hijos, cuyo destino ignoraban aunque presentían: "Lo hice –dijo Hellstrom más tarde– porque era algo que me pedía la conciencia". Al menos dos futbolistas famosos habían desistido de viajar a la Argentina en protesta por las violaciones a los derechos humanos que eran más conocidas en Europa que en la Argentina: el holandés Johann Cruyff y el alemán Paul Breitner.
En el estadio, Videla terminó su discurso con una reiteración: "Esa paz dentro de cuyo marco el hombre puede realizarse plenamente como persona, con dignidad y en libertad, en el marco de esta confrontación deportiva caracterizada por su caballerosidad, en el marco de la amistad entre los hombres y los pueblos y bajo el signo de la paz, declaro oficialmente inaugurado este onceavo campeonato Mundial de Fútbol 78".
Eso fue todo. Y empezó de verdad el Mundial que, el 25 de junio, ganaría por primera vez la selección argentina que dirigía César Menotti.
A las tres de la tarde, y después de tantas alegorías a la paz, salieron a la cancha los equipos de dos países que habían estado en guerra treinta y nueve años antes: Alemania y Polonia. Empataron 0 a 0.
Pareció un resultado justo.
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