Marcelo Gallardo ha resembrado en cada hincha de River el sentimiento más valioso de su identidad: el orgullo.
La suma de los triunfos otorga puntos, protagonismo y satisfacción en los simpatizantes de cualquier equipo. Pero solo uno de todos ellos será el campeón. Y sus hinchas encontraran en ese hecho una innegable alegría.
Lo grandioso y contracultural es el opuesto que significa ganar aquellos partidos que encienden el orgullo y lo prolongan como un valor inigualable por encima de la suma de otros triunfos.
Para los hinchas hay una escala de prioridades pasionales. Por cierto que lo primero es ganar siempre. Puesto que se trata de un hecho casi imposible con las escasas excepciones del Barcelona, Real Madrid, Bayern Múnich, Juventus o el PSG; la terrenalidad le indica a la aspiración del simpatizante que lo admisible es ganar aquello que considere accesible y perder "lo menos posible".
Pero el ganar o el perder también obedecen a una calificación. En este aspecto el hincha siente que lo dramático es perder frente a su clásico rival. Se trate de una rivalidad de ciudad, de comunidad o de alcance nacional. La derrota en esos casos hiere gravemente al orgullo.
La empatía de los hinchas de River con su director técnico tiene pocos antecedentes. Que lo vitoreen, lo aclamen, lo aplaudan y le manifiesten su irrestricta admiración sin importarles los resultados constituye un hecho tan atípico como saludable. Hay que estar a 23 unidades del puntero –Boca-, no reencontrar su nivel normal de juego, buscar el equipo haciendo cambios permanentes y no poder ganarle a Chacarita en casa o lograr un azaroso 1-0 en Paraná ante Patronato por el gol en contra de Balboa.
Sin embargo la enorme mayoría de la gente de River ama a Gallardo, le perdona las derrotas y lo apoya de manera incondicional ¿Es esto normal en el Fútbol Argentino? La respuesta es no. Más aún ninguna de las demás instituciones hubiera sustentado la permanencia de su cuerpo técnico ante el comportamiento de River en la Superliga. Probablemente se hubieran producido situaciones caóticas con declaraciones cruzadas, enfrentamientos, divisiones y hasta alguna arenga dirigencial en el vestuario. Analicemos pues este fenómeno de River desde atrás hacia delante:
La derrota frente a Lanús se constituyó en el hecho más degradante de la era de Marcelo Gallardo. Recibir tres goles en 21 minutos y quedar eliminado en las semifinales de la Copa Libertadores generó en el plantel una sensación vergonzante.
Este sentimiento íntimo de cada jugador no se expresa desde el exterior hacia adentro, si no que resulta de aquello que cada actor pudiera sentir mirándose a un espejo. No hay vergüenzas deportivas imputadas por terceros, pues la derrota en sí no lo incluye en términos de adjetivación objetiva. Ninguna caída en el marcador es vergonzosa de por sí, pues ganar y perder son dos partes de un todo posible. Puede ser inesperada, atípica, sorprendente, rotunda, dolorosa… pero en ningún caso vergonzosa.
Sin embargo, para los jugadores de River que aquella noche –31 de octubre – se imponían por 2 a 0 en el primer tiempo y terminaron perdiendo 4-2, la inesperada sensación de finitud con esa camiseta bien pudo cruzarse por la mente. Es un flash quemante durante cuya levedad el actor podría fantasear irse para continuar su carrera en otro lado. Tal vez esta imagen recién descripta ayude mejor a interpretar que es una sensación vergonzante.
Más aún, ya había un antecedente ocurrido en la final de la Libertadores jugada en Santiago de Chile en 1966 –tercer y definitorio encuentro- en el cual River se imponía por 2 a 0 ante Peñarol y en tiempo suplementario terminó cayendo 4-2. La consecuencia fue su nuevo mote de Gallinas. A pesar de lo cual algunas de las enormes figuras que jugaron aquel partido pasaron a la historia como imborrables símbolos de la grandeza de River. Tal los casos de Amadeo Carrizo, Ermindo y su hermano Daniel Onega o Pinino Más, sólo por mencionar algunos ejemplos. Los ídolos siempre son más fuertes que los episodios aciagos.
Cuando un hecho de tal magnitud sucede, el conductor sabe que su tarea será dura, difícil y de improbable recuperación fáctica. En la mayoría de las grandes instituciones del mundo las comisiones o juntas directivas se inclinan por la renuncia del jefe técnico y luego de contratar a su sucesor vienen las purgas reestructurales. Un rápido repaso por la historia habrá de demostrarlo rápidamente, pues hay dos momentos para que un director técnico renuncie: o el gran éxito o el estrepitoso fracaso tras un acontecimiento trascendente. En el primer caso -que claramente son los menos- es el actor quien prefiere irse con gloria y dejar la puerta abierta y en el segundo son los dirigentes quienes se anticipan para amortizar el costo político.
Esta frustración de River mostró un matiz diferente bajo el imperio de la coherencia. Los dirigentes – quienes además están llevando a cabo una brillante gestión- sobrellevaron su duelo con dolor y coherencia respaldando a Gallardo y éste a su vez se planteó el desafío del futuro con la renovación permanente de sus convicciones.
Desde el día uno en River , Gallardo se fijó como meta un proyecto a mediano y largo plazo. Rodolfo D'Onofrio avaló esa propuesta y su apoyo explica la renovación del contrato por cuatro años en coincidencia con su mandato presidencial. Encontramos aquí el primer acto institucional sólido y armonioso.
Los hechos vienen demostrando además que después de cada derrota, D'Onofrio y Enzo Francescoli llevan a cabo un acto presencial respaldatorio. Ellos suscriben todo cuanto haga Gallardo, pues así ha sido acordado. Y cuando esto ocurre en una institución el clima puede transformar la adversidad en mística.
Recordemos que mientras se disputaba la Superliga quedaba pendiente la Copa Argentina cuya final habría de disputar frente a Atlético de Tucumán. Durante los 40 días que mediaron entre Lanús y el Decano, Marcelo Gallardo se dedicó exclusivamente a revertir el estado anímico de un plantel sin sonrisa ni expectativas. Y luego de ganar la Copa Argentina apostó a un clic motivacional a favor de la distensión que generan las vacaciones en familia y una pretemporada de lujo en Miami.
Nada de esto ocurrió. Siquiera el advenimiento de las nuevas estrellas como Lucas Pratto y Franco Armani modificaron un estado general de abatimiento que mientras tanto le costaba los puntos perdidos en el desarrollo de la Superliga y un diagnostico adverso para la disputa de la Supercopa contra Boca.
A diferencia de otros enormes directores técnicos que enriquecieron la historia de River y que con excepción de Hector Veira o Américo Ruben Gallego se hicieron como personas y jugadores en River , tales los casos de Angelito Labruna, Carlos Peucelle, José María Minella, Ramón Diaz, Daniel Passarella y Leo Astrada, Marcelo Gallardo ha enfatizado más que sus predecesores el aspecto psicológico, el trabajo en la mente del jugador, la charla persuasiva permanente cara a cara sin excesos ni obsesiones…
La incorporación de la neurociencia, las herramientas tecnológicas, las reuniones metodológicas con las 20 personas que integran su equipo técnico –desde la nutricionista hasta el encargado de los campos de entrenamiento o del Monumental – lo convierten en un entrenador de gestión que inicia una nueva era en nuestro fútbol utilizando todas las herramientas posibles sin que tales soportes vulneren el principio fundamental del líder que es hallar y sostener la empatía como principio básico del grupo.
Son éstas algunas de las razones por las cuales los hinchas de River sienten orgullo: tienen un técnico que le gana a Boca los partidos que significan Copa, Vuelta Olímpica, memes, banderas en los balcones, el ritual del Obelisco, la celebración en cada ciudad, pueblo o comarca del país y el día después en la oficina, el colegio, los semáforos o el bar.
También saben que Gallardo sabe preparar y ganar aquellos otros encuentros internacionales de clasificación por ronda y de eliminación directa. Y esto acrecienta más el orgullo. Reconocen en él a un apasionado de su profesión, a un estudioso que le dedica no menos de diez horas por día a su trabajo pero fundamentalmente comparten con él su incondicional y profundo amor por River.
En el mejor de los sentidos Marcelo Gallardo es un Angelito Labruna tecnológico. Y aunque son de tiempos muy distantes están unidos por la anchura de la historia que los ha elegido como símbolos.
En el formidable Museo River Plate está la estatua de Angelito, "el ídolo máximo de River". Es de bronce, mide casi siete metros y pesa seis toneladas. A su lado hay espacio para que en un tiempo futuro se erija la de otro ídolo que sea símbolo viviente y entre ambas estatuas pueda leerse: "Ángel Labruna y Marcelo Gallardo dos ídolos del club como jugadores y directores técnicos que siempre nos hicieron sentir orgullosos de ser riverplatenses por saber ganar los partidos imprescindibles"…
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