Nadie nunca podrá igualarla. Por destreza, por carisma y porque el reglamento ya no lo permite. El "10 perfecto" de Nadia Comaneci del 18 de julio de 1976 en los Juegos Olímpicos cumple 40 años. Tan impactante fue su demostración, con apenas 14 años, que sus pasadas quedaron grabadas en la memoria universal casi como ningún otro hito olímpico.
Fue la propia rumana la que recordó lo ocurrido en una entrevista que concedió a la Fundación Laureus de la que es miembro.
• ¿Qué recuerda de aquel 18 de julio de 1976?
Es una locura que hayan pasado 40 años, no me lo parece en absoluto. No siento que haya pasado tanto tiempo. Sí, me acuerdo bien. Recuerdo la Villa Olímpica, los entrenamientos… No recuerdo aquella jornada en concreto porque entonces todos los días eran iguales. Te levantabas, ibas a entrenarte, conocías a mucha gente a la que habías visto por televisión… Yo tenía 14 años, y hacía lo único que sabía hacer entonces: ir al gimnasio y ejecutar mis rutinas.
• Usted obtuvo el 10 en la rutina obligatoria de paralelas asimétricas, la que hacían igual todas las gimnastas. ¿Qué tuvo la suya de diferente?
Yo lo llamo el toque Nadia.
• ¿En qué consiste ese toque?
En hacer un poco más de lo que los jueces piden, supongo.
• ¿Qué pensó cuando vio el 1.0 en el marcador?
Fue todo tan rápido… Yo era la última en paralelas y tenía que ir corriendo a la barra de equilibrios. En circunstancias normales no lo habría mirado, nunca lo hacía, pero escuché un ruido anormal entre el público. Una compañera me dijo que debía de haber un error en el marcador y que aquella nota tenía que ser un 10. Creo que lo supe desde el primer momento, pero no tuve tiempo de pensarlo.
• Con la perspectiva de estos 40 años, ¿qué impacto cree que tuvo ese 10 en la historia de la gimnasia artística?
Creo que muchos chicos y chicas empezaron a hacer gimnasia a raíz de aquello. Casi todos los días de mi vida hay alguien que me dice que sus hijos empezaron a hacer gimnasia por eso. Incluso muchas chicas me dicen que se llaman Nadia por mí. Así es como se motivan los jóvenes, viendo a otra gente, a otros deportistas, logrando cosas grandes.
• Con el sistema de puntuación instaurado tras los Juegos de Atenas no es posible obtener un 10. ¿Siente que esa decisión trató de negar de alguna manera su perfección?
No, en absoluto. El 10 sigue existiendo en ejecución. Las reglas han cambiado, pero creo que han mantenido algo del 10 en la puntuación de ejecución.
• No hay duda de que usted es el gran icono de la gimnasia. ¿Cree que también ha sido la mejor de la historia?
Creo que fui la mejor de mi era, pero es muy difícil comparar épocas diferentes, porque la gimnasia y las reglas han cambiado. En todo caso, creo que no lo hice nada mal.
La chica diez (*)
La forma más contundente de explicarle a un distraído qué significó Nadia Comaneci para la historia del deporte es contarle que la rumana no sólo fue la primera gimnasta en merecer un 10 por parte de los jurados –barras paralelas en la prueba completa- sino que alcanzó la máxima calificación siete veces durante el torneo. A diferencia de muchas otras disciplinas, la calificación en gimnasia es decreciente. Es decir que todos los ejercicios arrancan en 10 y se van descontando décimas a partir de imperfecciones, omisiones o inconvenientes en el desarrollo de la rutina.
Actualmente, debido a controversias que se produjeron durante Atenas 2004, se mide independientemente la dificultad respecto de la ejecución aún cuando el puntaje final sea el acumulado en ambos rubros. Por cierto, tal vez hartos de que los aplausos sean ajenos, los jurados determinaron que, aunque exista por reglamento esa posibilidad, no se debe calificar a nadie con un 10, porque – como dijo el Indio Solari- "nadie es perfecto". Excepto Nadia, claro.
Tanta razón tienen los jueces –miento, siempre detesté que unas señoras sentadas detrás de unas computadoras dijeran que una chiquita de esas debe ser capaz de hacerlo mejor- que ni siquiera los tableros electrónicos estaban preparados para la ocasión. En Montreal, la tele jamás mostró un "10", sino un "1.00".
Por cierto, no fue la perfección de sus ejercicios lo que convirtió a la rumana en -para muchos- única en su especie. Por suerte, aún en una disciplina tan llena de esfuerzo y atada a la frialdad de un número, el resultado final no lo es todo. Comaneci no es, por ejemplo, la gimnasta olímpica más exitosa. Es, apenas, la decimocuarta en la nómina de medallistas múltiples que encabeza Larissa Latynina, con un disparate de 18 podios en tres Juegos, el doble que la rumana entre Montreal y Moscú. Es más, ni siquiera fue la más ganadora en su deporte en Canadá: la rusa Nelly Kim ganó, como ella, tres doradas (Comaneci sumó, además, una plateada y otra de bronce), y otro ruso, Nikolay Adrianov, cuatro. Dudo mucho de que sean demasiados los que recuerden a alguno de ellos antes que a la rumana.
¿Por qué Comaneci, entonces? ¿Por qué el cine jugó con ella desde la ficción hasta lo documental? Lo suyo en Montreal fue de una dimensión mágica tal que hasta podría decirse que ella misma fue, desde entonces, víctima de su sombra de sonrisa permanente y peinado con colitas de novia de salita de cinco. Cuando compitió en Moscú, cuatro años después, buena parte del mundo de la gimnasia despreció otra performance admirable que mereció cuatro medallas olímpicas más. La vieron gorda: pesaba tres kilos más de los 45 que acusó en Montreal. Aún así, volvió a ser la mejor. Pero Nadia no podía superarse a ella misma en gracia, creatividad y esmero. Lo mejor ya había sido hecho.
Su carrera terminó en 1981 pero siguió haciendo exhibiciones durante varios años más, incluso una en el Luna Park a mediados de los 80 (viajé a Ezeiza a hacerle la entrevista que jamás pude concretar). El empresario que la trajo –un tal Félix Marín- quería que se difundiera el show pero no se esmeró demasiado para que se pudiera romper el cerco que la rodeaba dentro de la delegación rumana, país aún controlado por Ceausescu. Fue unos años antes de que, después de avisarle a su hermano Adrián, decidió desertar. Salió por la frontera con Hungría junto a otros gimnastas. De allí, derecho a Nueva York patrocinada por el gobierno norteamericano. Nadia admitió que jamás se hubiera ido de su tierra –y de su casa y de su familia- de haber imaginado que, poco después de su huida, caería el gobierno de Ceasescu.
"Fueron mis peores días", explicó Nadia hace poco, ya instalada en Oklahoma, junto con su esposo, el ex gimnasta norteamericano Bart Conner, y su hijo Dylan Paul. "No sólo me fui de mi casa pensando que jamás volvería, sino que ni siquiera pude despedirme de mi madre: se hubiera muerto de un infarto de haber sabido lo que yo planeaba".
Para colmo, sus primeros tiempos al otro lado del mundo, incluyeron una relación afectiva traumática que concluyó cuando Nadia descubrió que su pareja la había estafado y se había quedado con parte de sus ahorros.
Habrá sido a principios de los noventa cuando me quedé congelado en pleno verano neoyorquino: de caminata por Broadway, vi un anuncio suyo recostada y en ropa interior; el cartel me pareció largo como la cuadra misma. La marca, creo, era Jockey; más bien deportiva y poco sensual. Para mí, erotismo en estado puro.
De todos modos, no fue nada de esto lo que la convirtió en única. Una vez más, los desafío a descubrir una imagen suya durante Montreal 1976, fija o en movimiento, en la que no se la vea sonreír, en la que algún mínimo rictus de esfuerzo deforme la gracia de sus rutinas. Cero. Imposible. Nadia Comaneci fue única porque durante sus ejercicios jamás transmitió ni una minúscula parte de las presiones y los abusos que soportó. Porque hizo maravillas sin esfuerzo aparente. Los que amamos ver sus rutinas, solo la vemos feliz, libre, plena. Porque si, por tradición, aquella gimnasta que inventa un nuevo movimiento merece que esa acción lleve su nombre, Nadia le puso su apellido a la misma gimnasia.
(*) Extracto del libro Pasión Olímpica, de Gonzalo Bonadeo (Sudamericana, 2016)