Ni el mejor publicista lo habría imaginado. Un burócrata lee un comunicado de prensa. La gente se agolpa a ambos lados de esa pared, el símbolo que separa a un pueblo y al mundo entero. El muro cae, las multitudes se funden en un abrazo. Es el fin de la división forzada, el fin de la opresión, el fin del muro de Berlín. Es el “fin de la historia”.
Los sucesos de aquella noche del 9 de noviembre de 1989 se convirtieron en uno de los símbolos más potentes de las últimas décadas. Era el triunfo del sistema capitalista liberal de Occidente, era el fracaso final de la utopía comunista.
La historia cuenta que, cuando Günter Schabowski, un funcionario de la República Democrática Alemana –la Alemania del Este–, leyó el comunicado de una nueva Ley de Viajes que permitía la libre circulación de sus ciudadanos sin aclarar que la medida entraba en vigencia a partir del día siguiente, miles de berlineses se congregaron a ambos lados del muro y algunos, martillo en mano, empezaron a derribar esa barrera. Se desató un proceso político imparable que conduciría a la reunificación del país un año después.
A no engañarse: los hechos que llevaron a este punto venían gestándose desde hacía bastante tiempo. Justo un mes antes, el 9 de octubre, en la ciudad de Leipzig, una marcha de 70.000 personas se manifestó por más libertades bajo el grito de “Wir sind das Volk!” (“Nosotros somos el pueblo”); y el 4 de noviembre, 500.000 berlineses del Este ocuparon la Alexanderplatz para reclamar una alternativa democrática dentro del socialismo.
Pero la potencia simbólica no se agota en este episodio histórico en particular, del que se cumplen 30 años. La humanidad construyó muros desde tiempos inmemoriales, prehistóricos, en su afán por dominar la creación y poner límites a un mundo inconmensurable, contener a los propios y defenderse de los ajenos. En el primer poema de la historia, la Epopeya de Gilgamesh, el héroe mesopotámico hace un elogio a los impenetrables muros de Uruk, su ciudad. “Levántate y anda por los muros de Uruk, inspecciona la terraza de la base, examina sus ladrillos”, dice Gilgamesh, orgulloso de su obra.
La humanidad construyó muros desde tiempos inmemoriales, prehistóricos, en su afán por dominar la creación y poner límites a un mundo inconmensurable, contener a los propios y defenderse de los ajenos.
El listado puede extenderse y abarcar todas las épocas y culturas: muros de ciudades como Troya, Jericó y Constantinopla; fortificaciones defensivas como la Gran Muralla china, el muro de Adriano, la Gran Muralla de Gorgan en Irán, la línea Maginot, el muro de Marruecos en el Sahara Occidental y, por qué no, la zanja de Alsina (si la tomamos como un muro invertido).
Aun en el mundo globalizado de hoy, siguen construyéndose muros. El más actual es el de la frontera sur de los EE. UU., emblema de la campaña presidencial de Donald Trump, pero también se erigió el de la Franja de Gaza, se levantó una valla alrededor de Melilla y se fortificaron la frontera de India y Bangladesh, y el paralelo que separa las dos Coreas. Incluso se levantó una pared entre las ciudades de Posadas (Argentina) y Encarnación (Paraguay) de cinco metros de alto y 4000 metros de largo.
Pueden ser montículos de tierra apisonada, empalizadas, pircas, paredes de ladrillos o de hormigón armado, lo cierto es que los muros siguen vivos merced a disputas territoriales y de los juegos de la geopolítica. Incluso el campo virtual cuenta con cortafuegos para contrarrestar los ciberataques.
No importa el material con el que están construidos ni el hecho geopolítico e histórico en particular que los involucra, los muros cimentan en algo mucho más profundo. Nos hablan, más bien, de una cerrazón física y mental. Por lo pronto, el muro o muralla pone un límite artificial a un espacio que no conocía de fronteras, que no se vivía como límite. Son expresión pura de la presencia del hombre, pues en la naturaleza no encontramos la rigidez de esas líneas rectas. Los límites naturales –ríos, montañas– tienen otras complejidades, pero no esa rigidez. El muro excluye, protege y oprime.
No importa el material con el que están construidos ni el hecho geopolítico e histórico en particular que los involucra, los muros cimentan en algo mucho más profundo.
Según el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot, el muro “expresa la idea de impotencia, detención, resistencia, situación, límite”. Por su parte, Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, en su Diccionario de los símbolos, hacen su interpretación a través del famoso Muro de los Lamentos. Por medio de él, dicen llegar “a la significación más fundamental del muro: separación entre los hermanos exiliados y los que se han quedado; separación-frontera-propiedad entre naciones, tribus e individuos; separación entre familias; separación entre Dios y la criatura; entre el soberano y el pueblo; separación entre los demás y yo”.
La historia demuestra que, más temprano que tarde, los muros caen. Ni la Gran Muralla que construyeron los chinos –que no fue una, sino muchas sucesivas a lo largo de siglos– evitó que los bárbaros manchúes la sobrepasaran, se hicieran con el trono e iniciaran la dinastía Qing, la última que gobernó aquel imperio. Al final de cuentas, una estructura defensiva de este tipo vale lo que su parte más débil: desde fallas estructurales en su construcción, hasta guardias y defensores sobornables. Para que un muro o muralla funcione, se necesita mucha inversión.
La historia demuestra que, más temprano que tarde, los muros caen. Ni la Gran Muralla que construyeron los chinos –que no fue una, sino muchas sucesivas a lo largo de siglos– evitó que los bárbaros manchúes la sobrepasaran.
Y así como al paredón van los fusilados, una pared también puede ser el lienzo para expresar los sentimientos más profundos. Ese fue el caso del “Muro de la Democracia”, una pared en el centro de Pekín donde se manifestaban los disidentes al régimen de Deng Xiaoping, que, tras la muerte de Mao, abría la economía, pero no la política ni el control social. Esa generación de rebeldes fue la inspiradora de las protestas de la plaza Tiananmén a fines de los 80, aquella del hombre frente a la columna de tanques.
Tomando el símbolo chino por antonomasia, el poeta disidente chino Huang Xiang escribió, en ese entonces, “Confesiones de la Gran Muralla”. Un breve extracto permite sentir la opresión que ejerce todo muro y remarcar su destino inexorable:
Divido la tierra en recintos minúsculos, / en una interminable sucesión de parcelas. / Me extiendo entre los pueblos, / separando a las personas entre sí, / obligándolos a vigilar lo que hacen los demás. / No les dejo ver las caras de sus vecinos / ni oír sus conversaciones. / Quieren rodearme, derribarme, / porque mi inmenso cuerpo les impide la visión / y los aísla del ancho mundo que hay en sus patios.
// [...] Lugares que antaño estaban muy alejados / ahora están muy cerca. / Mis baluartes están desapareciendo de la faz de la Tierra / y se desmoronan en las mentes de la gente. / Me voy… He muerto… / Una generación de hijos y nietos quiere llevarme al museo.
En tiempos de migraciones masivas, endurecimiento de fronteras, corralitos, cepos económicos y “grietas” sociales profundas –otra vez, el muro invertido–, el poderoso símbolo de la caída del muro de Berlín y de todo muro o muralla en general, se resignifica.
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