Instituto jurídico adoptado del derecho anglosajón, el “proceso de destitución” o impeachment es un procedimiento excepcional solo aplicable en situaciones de extrema gravedad y ante la comprobación del mal desempeño del cargo o de la comisión de un delito por parte de una autoridad pública. Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de los EE. UU., afirmaba, al referirse a este proceso, que “los temas de su jurisdicción son aquellas ofensas que proceden de la mala conducta del hombre público o, en otras palabras, del abuso o violación de la confianza pública”.
Ahora bien, en los últimos años, nuestra región se ha visto sacudida por una serie de escándalos políticos en los que el impeachment ha sido utilizado como una suerte de “moción de desconfianza” o “voto de censura” contra la máxima autoridad del Estado. Este último instrumento, a diferencia del proceso de destitución, es el que caracteriza a los sistemas parlamentarios, en los que el primer ministro no es elegido directamente por el voto popular y tanto él como su gabinete basan su poder en el respaldo del Parlamento. Fue justamente lo que ocurrió, por ejemplo, con el gobierno de Mariano Rajoy en España en junio de 2018, cuando el Congreso utilizó la “moción de censura” para provocar la caída del primer ministro y el nombramiento de su sucesor, Pedro Sánchez.
En un sistema presidencialista, el proceso de destitución es una herramienta excepcional y extrema, que nada tiene que ver con la moción de desconfianza o el voto de censura propio de los regímenes parlamentarios.
En nuestra región, la primera luz de alarma por el uso discrecional del impeachment se dio en Paraguay en junio de 2012. En plena crisis política tras la masacre de Curuguaty, un enfrentamiento armado ocurrido el 15 de junio de ese año en el que murieron seis policías y 11 campesinos que habían ocupado una hacienda en el departamento de Canindeyú, el Congreso decidió someter al entonces presidente Fernando Lugo al procedimiento de impeachment. En el libelo acusatorio, la Cámara de Diputados enumeró cinco imputaciones contra el mandatario, que incluían, además del mencionado caso de Caraguaty, el uso del Comando de Ingeniería de las FF. AA. como sede de un acto político de militantes de izquierda, otro hecho –caso Ñancunday– que demostraría la supuesta incitación del gobierno a la usurpación de tierras privadas, la creciente inseguridad reinante en el país y una disparatada acusación de “atentado contra la soberanía” por la firma del Protocolo de Ushuaia II (Carta Democrática del Mercosur), que incluía la aplicación de sanciones contra cualquier país del Mercosur en el que se produjese la ruptura del orden constitucional.
La suma del bloque opositor del Partido Colorado y del gobernante Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) –socio mayoritario de la alianza que había llevado a Lugo al poder, del que se distanció luego– permitió que la Cámara consiguiera 76 votos, sobre 77 diputados presentes. En un insólito juicio exprés, Lugo fue convocado a exponer su defensa la misma tarde del 22 de junio, pocas horas después de que se le iniciara el proceso de impeachment. En su representación, acudió el abogado Adolfo Ferreiro, quien alegó que el proceso de destitución no era “un instrumento idóneo para convertir en remoción un desagrado del Congreso con la conducta del presidente de la República”. La defensa no pasó de ser una mera formalidad, ya que poco después, con 39 votos a favor y solo cuatro en contra, el Senado destituyó a Lugo del cargo y asumió la presidencia su vice, Federico Franco, histórico militante del PLRA que se había distanciado del presidente prácticamente desde el inicio de la gestión. Paraguay fue inmediatamente suspendido del Mercosur y de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), suspensión que solo se levantó tras la jura como presidente de Horacio Cartes, triunfador de las elecciones del 21 de abril de 2013.
El impeachment contra el expresidente de Paraguay, Fernando Lugo, no duró más que unas pocas horas y se resolvió con un acuerdo entre los partidos tradicionales, el Colorado y el Liberal, que selló la suerte del mandatario el 22 de junio de 2012.
Cuatro años después, envuelta en una crisis política por el caso Lava Jato y con una economía en recesión, la mandataria de Brasil, Dilma Rousseff, se vio afectada por un proceso similar al de Paraguay. Reelegida a fines de 2014, la sucesora de Lula llevaba poco más de un año en su segundo gobierno cuando la coalición con el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) de su vice, Michel Temer, se hizo añicos. El entonces titular de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, también perteneciente al PMDB, se convertiría en el principal enemigo de Dilma, al abrir el proceso de impeachment. La débil base jurídica del proceso de destitución eran las llamadas “pedaleadas fiscales”, maniobras contables con fondos públicos para tapar agujeros presupuestarios, en las que habría incurrido la jefa de Estado durante su primer mandato.
El abandono del PMDB de la coalición de gobierno y el aislamiento del oficialista Partido de los Trabajadores (PT) selló la suerte de Dilma. En una sesión bochornosa, en la que los diputados opositores montaron un show con elementos de cotillón y actuaciones memorables frente a las cámaras de televisión, la Cámara aprobó el inicio del proceso de destitución de la mandataria, con 367 votos a favor, 137 en contra y siete abstenciones. “Impeachment sin delito es golpe”, respondieron desde el PT, alegando que no había ningún sustento jurídico para someter a la presidenta al juicio político. Suspendida del cargo, Dilma Rousseff enfrentó el proceso y se negó a renunciar. Así se llegó a la votación final por parte del Senado, que destituyó a la mandataria con 59 votos a favor y 21 en contra. “Los senadores cometieron una gran injusticia y votaron por la interrupción del mandato de una presidenta que no cometió ningún delito”, afirmó la jefa de Estado, poco después de conocerse el fallo. Tal como había ocurrido en Paraguay, el poder pasó a manos de su vice, Michel Temer, un exaliado de Dilma, con la que compartió cinco años en el gobierno, que terminó por maniobrar en las sombras contra ella y su gobierno.
Tal como ocurrió en Paraguay, el proceso de destitución de Dilma Rousseff en Brasil terminó catapultando al poder a su vicepresidente Michel Temer, que no dudó en soltarle la mano a la mandataria y respaldar el impeachment.
Mucho más compleja se plantea la situación en Perú, un país que atraviesa una fuerte crisis de representatividad a partir del estallido del caso Odebrecht, que sacudió los cimientos del sistema político y ha provocado la detención de dos expresidentes, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, el suicidio del exmandatario Alan García –cuando las fuerzas policiales y la Fiscalía se aprestaban a detenerlo en su domicilio– y el reciente arresto en EE. UU. de otro exjefe de Estado, Alejandro Toledo, sobre quien pesa un pedido de extradición a Perú. Carente de liderazgos y con la principal dirigente de la oposición, Keiko Fujimori, procesada por lavado de dinero, hoy el país se asoma al vacío de poder, en medio de una pugna entre el Ejecutivo y el Congreso.
Si bien Kuczysnki nunca llegó a ser sometido a un proceso de destitución, se utilizó en su contra un atajo legal que no llegó a prosperar. En diciembre de 2017, la oposición en el Congreso intentó alegar su “incapacidad moral” y decretar la “vacancia” del cargo. La principal acusación apunta a dos empresas del mandatario, que habrían recibido pagos de Odebrecht cuando él se desempeñaba como funcionario del gobierno de Alejandro Toledo. Los 79 votos a favor de la declaración de vacancia del cargo, en la sesión del 21 de diciembre de ese año, no alcanzaron los dos tercios necesarios: 87 sobre 130 diputados.
De todos modos, apenas tres meses más tarde, el propio Kuczysnki decidió renunciar a la presidencia luego de la difusión de una serie de videos en los que congresistas de la oposición, encolumnados detrás de Kenji Fujimori, afirmaban haber negociado con el gobierno su voto para evitar la destitución del presidente en diciembre de 2017. La última saga de la crisis política peruana ha sido la puja entre el sucesor de Kuczynski, Martín Vizcarra, y el Poder Legislativo, que ha desembocado en la decisión del mandatario de disolver el Congreso y convocar nuevas elecciones para el 26 de enero de 2020. Está por verse si la oposición terminará por aceptar la medida y qué futuro le depara a Vizcarra, sin un partido político que lo respalde y dependiente del cambiante humor de la ciudadanía peruana.
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