Desde 1898, cuando EE. UU. tomó posesión de la isla tras imponerse a España en la Guerra Hispano-estadounidense, Puerto Rico ha permanecido en un complicado limbo jurídico y político. Se trata de uno de los "territorios no incorporados" a la Unión, con el particular estatus de "Estado Libre Asociado", adquirido tras las insurrecciones independentistas que conmovieron a la isla a principios de la década de 1950.
Este estatus implica que Puerto Rico tiene la apariencia formal de cualquier Estado de la Unión, pero carece del atributo más relevante: la soberanía. Tal es así que el país tiene su propia Constitución republicana y goza de importantes grados de autonomía. No obstante, EE.UU. se reserva cuestiones esenciales como la defensa, la política monetaria, la política exterior y las competencias sobre inmigración y aduanas, entre otros temas.
Los residentes de Puerto Rico son ciudadanos estadounidenses desde 1917, sujetos a las leyes federales, pero no disfrutan de los mismos derechos políticos que sus compatriotas estadounidenses. Solo tienen un miembro, con voz, pero sin voto en la Cámara de Representantes de EE. UU. y, a su vez, no pueden votar en la conformación del Colegio Electoral que define las elecciones presidenciales. En la práctica, puede decirse que son ciudadanos estadounidenses de segunda categoría.
Hoy, los puertorriqueños son ciudadanos de segunda categoría, que no tienen derecho a voto en las elecciones presidenciales de EE. UU.
Puerto Rico siempre ha sido un asunto periférico de la política estadounidense. La isla tan solo ha cobrado relevancia durante graves crisis políticas internas, o bien a raíz de las catástrofes climáticas que suelen azotar a la región, como lo fue paso del devastador huracán María, en septiembre de 2017.
Desde el punto de vista económico y social, la isla es en la actualidad un Estado quebrado. Con más de 70.000 millones de dólares de deuda externa y casi el 50% de la población sumida en la pobreza, evidentemente no alcanza con culpar por esta situación a la indiferencia histórica por parte de Washington y a los fenómenos climáticos. Altos niveles de corrupción, inestabilidad y violencia han sido los principales rasgos distintivos de la política portorriqueña desde siempre.
Todos estos factores externos e internos han contribuido a que Puerto Rico haya caído, desde hace algunas décadas, en un estado de decadencia permanente que pareciera no tener fin. El último evento de esta espiral descendente ha sido la renuncia del gobernador Ricardo Rosselló tras una serie de masivas manifestaciones en su contra. El mandatario, hijo de un ex gobernador, ya venía cuestionado por lo que ha sido una penosa gestión, plagada de escándalos de corrupción y signada por la tragedia de María. La gota que colmó el vaso fue la filtración de unos chats obscenos, misóginos y homofóbicos. Incluso, Rosselló se burló de los miles de víctimas del huracán María.
Varios de los ministros de su gabinete también renunciaron, lo que abre serios interrogantes acerca de la gobernabilidad de Puerto Rico hasta que puedan llevarse a cabo nuevas elecciones, previstas para noviembre de 2020. El lapso hasta esa fecha parece hoy una eternidad, dada la precaria situación política y la ebullición social que vive la isla.
Altos niveles de corrupción, inestabilidad y violencia han sido los principales rasgos distintivos de la política portorriqueña desde siempre.
La decadencia sin fin de Puerto Rico constituye no solo un desafío político, sino sobre todo moral, para los EE.UU., teniendo en cuenta que, tras su conquista, nunca se le fue concedida la posibilidad de integrarse como un Estado pleno a la Unión. Por el contrario, Puerto Rico ha sido progresivamente marginado políticamente y se le han recortado importantes beneficios, como fue la supresión en 2006 de las exenciones fiscales que beneficiaban su economía.
Por otra parte, si bien con baja participación electoral, en los plebiscitos de 2012 y 2017 (hubo cinco en total en la historia) los puertorriqueños se inclinaron por la opción de convertirse en el Estado Nº 51 de la Unión. La respuesta por parte de Washington volvió a ser la indiferencia, algo que se ha profundizado desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca y arremetió contra los "corruptos" e "incapaces" gobernantes de la isla. Sus aliados republicanos lo respaldan. Si Puerto Rico se incorporara a los EE.UU., seguramente se convertiría en un firme bastión de los demócratas.
Evidentemente, los vientos políticos no soplan a favor de cambios positivos en Puerto Rico. Tras la crisis y renuncia de Rosselló, Trump volvió a fustigar a toda la clase política portorriqueña y renegó de que el Congreso estadounidense les haya otorgado "neciamente" 92.000 millones de dólares para la reconstrucción de la isla tras el huracán María.
A esta altura, lo único seguro es que Puerto Rico seguirá estando lejos de las prioridades de Trump y del establishment político norteamericano. Al menos en el corto plazo, el largo proceso de decadencia de Puerto Rico seguirá sin un final a la vista.
(*) El autor de esta columna es politólogo y docente universitario de la Universidad Católica Argentina (UCA) y de la Universidad de Zhejiang (China). Magíster en Políticas Públicas (FLACSO). Miembro del Comité de EE.UU. del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI).
*La versión original de esta nota será publicada en la Revista DEF N. 128
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