"El colapso de la Unión Soviética ha sido el mayor desastre geopolítico del siglo XX", aseguró el presidente de Rusia, Vladimir Putin, en abril de 2005 ante la Asamblea Federal de su país. "Decenas de millones de nuestros conciudadanos y compatriotas se encontraron fuera del territorio ruso", agregó el mandatario, quien lamentó que "la epidemia de la desintegración" hubiera afectado a su propio territorio.
Con el ascenso al poder de Putin, luego de las sucesivas crisis institucionales y financieras que afectaron a su antecesor y padrino político, Boris Yeltsin, el nuevo hombre fuerte del Kremlin se propuso sentar las bases para recuperar el espacio perdido en un convulsionado vecindario que, desde la óptica de Moscú, corría el serio riesgo de ser absorbido por el bloque occidental en estructuras, como la Alianza Atlántica (OTAN) y la Unión Europea (UE).
En el trabajo "Russian Policy in the Unresolved Conflicts", publicado en 2016 por el Instituto Alemán para Asuntos Internacionales y de Seguridad (SWP), la analista Sabine Fischer afirma que, durante los años 90, Moscú comenzó a observar con preocupación la inestabilidad en las repúblicas postsoviéticas, lo que el Kremlin entendía como "una peligrosa amenaza" a la estabilidad de su naciente Estado.
"Aun cuando Rusia no está buscando establecer un clásico imperio territorial, los esfuerzos por salvaguardar su propia seguridad consisten básicamente en el control de la política interna y exterior de sus vecinos", apunta esta experta. En ese sentido, agrega: "La posición dominante de Rusia, como único mediador, y el despliegue de fuerzas de paz rusas en Transnistria, Abjasia y Osetia del Sur han consolidado las nuevas divisiones territoriales y la influencia de Moscú sobre los actores en disputa".
A continuación, un análisis de cuatro de esos conflictos irresueltos que, al día de hoy, se mantienen latentes y en los que la Federación Rusa ha cumplido y sigue ejerciendo, directa o indirectamente, un rol decisivo.
TRANSNISTRIA: LEJOS DE MOLDAVIA Y CERCA DE RUSIA
El 27 de agosto de 1991, apenas una semana después del fallido golpe de Estado de la nomenklatura soviética contra el entonces presidente reformista, Mijail Gorbachov, la República de Moldavia declaró su independencia. Disconformes con su integración a un Estado con una población rumanoparlante mayoritaria, los habitantes de la región ubicada al este del río Dniéster (Nistru, en rumano) –ligados a Moscú por lazos históricos y culturales– proclamaron la constitución de la República Moldava de Transnistria (Pridnestrovie, en ruso).
Con la desaparición de la Unión Soviética y la constitución de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) en diciembre de 1991, las autoridades del joven Estado moldavo reclamaron el respeto de su integridad territorial. El mayor escollo era la presencia de la 14.º división del nuevo Ejército ruso, que no dudó en erigirse en defensora de los derechos de la población de Transnistria. Su intervención en el breve conflicto bélico, que tuvo lugar en esa pequeña franja de territorio de 4000 km2 y que se extendió hasta julio de 1992, hizo que el presidente moldavo Mircea Ion Snegur afirmara, ante su Parlamento, que Rusia había desencadenado una "guerra no declarada" contra su país.
Finalmente, Snegur debió avenirse a firmar un acuerdo de cese de hostilidades con su par ruso, Boris Yeltsin, el 21 de julio de 1992 en Moscú. El documento estableció que las unidades de la 14.º división del Ejército ruso, que permanecerían estacionadas en el territorio de Transnistria, debían guardar "estricta neutralidad". Además, se estableció el formato "5+2" para las negociaciones sobre el futuro estatus del territorio, que incluyó la participación de EE. UU., Rusia, Ucrania, la Unión Europea y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), junto con las dos partes del conflicto, Moldavia y Transnistria.
El diferendo se mantuvo "congelado" durante los últimos 25 años, al tiempo que la dirigencia política moldava se enfrascaba en un encarnizado debate entre dos opciones mutuamente excluyentes: la integración del país en las instituciones europeas o un mejoramiento de las relaciones con Moscú como camino para lograr, entre otras cosas, una solución viable al diferendo de Transnistria. Por su parte, Rusia presentó, en noviembre de 2003, una frustrada propuesta de solución al conflicto, el "Memorando Kozak", en el que proponía la transformación de Moldavia en una Federación y la asignación de un estatus especial al territorio de Transnistria, con su correspondiente autogobierno. Al mismo tiempo, Moscú buscaba legitimar su presencia en la zona con el establecimiento de una base militar en Transnistria. Las autoridades moldavas rechazaron de plano la iniciativa.
Aun cuando Rusia no está buscando establecer un clásico imperio territorial, los esfuerzos por salvaguardar su propia seguridad consisten básicamente en el control de la política interna y exterior de sus vecinos
En un intento de acercarse a la UE, Moldavia firmó, en noviembre de 2013, un acuerdo de asociación con el bloque comunitario. Un signo de distensión se verificó en diciembre de 2015, cuando el gobierno de Chisinau, capital moldava, aceptó extender el área de libre comercio –prevista en dicho acuerdo– a todo su territorio, incluyendo así a Transnistria en los beneficios comerciales ofrecidos por Bruselas.
La llegada del socialista Igor Dodon a la presidencia de Moldavia, en noviembre de 2016, abrió una nueva ventana de oportunidad. En los últimos dos años, se multiplicaron los gestos de acercamiento con Tiraspol, capital de la república separatista. La implementación del denominado "Protocolo de Berlín" implicó el reconocimiento, por parte de las autoridades moldavas, de los títulos de estudio y las patentes de automóvil de Transnistria, así como el restablecimiento de las telecomunicaciones entre ambos territorios.
Otros signos de distensión fueron la inauguración, a fines de 2017, de un puente sobre el río Dniéster que conectaba la localidad moldava de Gura Bîcului con la vecina Bîcioc, en Transnistria; y las cinco reuniones que mantuvo Dodon con su homólogo transnistrio, Vadim Krasnoselsky, desde la llegada al poder de este último en diciembre de 2016.
NAGORNO-KARABAJ: EQUILIBRIO INESTABLE EN EL CÁUCASO SUR
Otro gran foco de inestabilidad, a partir del desmoronamiento de la Unión Soviética, fue el Cáucaso Sur, una región en la que se han cruzado, a lo largo de la historia, distintas civilizaciones y que ha sido escenario de conflicto entre distintos imperios. Uno de los territorios que anticiparon lo que vendría tras el fin de la URSS fue Nagorno-Karabaj, enclave de unos 4400 km2 con mayoría de población armenia (cristiana), que había sido incorporado en 1923 como región autónoma de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán (de población turcófona y musulmana). Las manifestaciones de los armenios en pro de la unificación con la madre patria se venían sucediendo desde 1988.
El 1.º de diciembre de 1989, en una declaración conjunta, el Soviet Supremo de Armenia y el Consejo Nacional de Artsaj (denominación armenia de Nagorno-Karabaj) proclamaron la "reunificación" de ambos territorios, lo que fue inmediatamente rechazado por el gobierno azerí.
El 30 de agosto de 1991, por su parte, el Soviet Supremo de Azerbaiyán emitió una declaración por la cual recuperaba su independencia y, dos meses más tarde, determinó conformar su propio ejército, que debía garantizar el control soberano de todo el territorio del naciente Estado, incluyendo Nagorno-Karabaj. El 18 de octubre, esta república decidió formalmente independizarse de la URSS.
Libre de ataduras, tras la disolución de la Unión Soviética, el Parlamento azerí revocó en noviembre la autonomía de la que gozaba Nagorno-Karabaj. Por su parte, en enero de 1992 y en cumplimiento de lo decido en un referéndum del que no participó la población azerí del enclave, las autoridades armenias de Nagorno-Karabaj proclamaron la constitución de una república independiente, solo reconocida por Armenia. La tensión fue in crescendo y derivó en una guerra abierta, que dejó un saldo de más de 25.000 muertos y concluyó, en mayo de 1994, con el acuerdo del cese del fuego firmado en Bishkek (Kirguizistán). Aprovechando la inestabilidad política reinante en Azerbaiyán, el bando armenio se hizo con el control total de la región en disputa y la conquista de 7700 km2 adicionales de territorio soberano azerí, lo que le permitió establecer una continuidad territorial con el nuevo Estado armenio.
La estabilidad política de Armenia estuvo, desde entonces, ligada al mantenimiento del statu quo en la zona. De Nagorno-Karabaj procede, además, buena parte de la dirigencia que detentó el poder en la madre patria desde fines de la década del 90. De hecho, son originarios de Stepankert, capital de Nagorno-Karabaj, dos expresidentes de Armenia: Robert Kocharyan –quien gobernó entre 1998 y 2008– y Serzh Sargsyan –quien detentó el poder entre 2008 y 2018–.
Aislado en un vecindario hostil –dadas las nulas relaciones políticas con Turquía, debido a la negativa de Ankara a reconocer su responsabilidad en el genocidio cometido contra la población armenia a principios del siglo XX, y las hostilidades con Azerbaiyán–, la estrecha dependencia de Armenia respecto de Rusia deja poco margen de maniobra a sus autoridades. Se trata de la única república del Cáucaso integrante de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) y de la Unión Económica Euroasiática (UEE), ambas dominadas por Moscú.
El conflicto en torno a Nagorno-Karabaj se mantuvo latente durante dos décadas, hasta la escalada bélica de abril de 2016, conocida como la "guerra de los cuatro días", con un saldo de 72 muertos. Las hasta ahora infructuosas negociaciones para una solución del diferendo territorial se dan en el marco del denominado "Grupo de Minsk", conformado en el seno de la OSCE y copresidido por Francia y Rusia, en el que participan representantes de Armenia y Azerbaiyán, cuyas autoridades se niegan a admitir el ingreso de representantes de la autoproclamada "República de Artsaj".
ABJASIA Y OSETIA DEL SUR: BAJO EL ALA DE MOSCÚ
El último gran conflicto que tiñó de sangre el Cáucaso Sur fue el que protagonizaron Rusia y Georgia en agosto de 2008. Se trató, en rigor, de la reacción de Moscú frente al intento de las autoridades de Tbilisi de recuperar, por medios violentos, la soberanía georgiana sobre dos territorios, Abjasia y Osetia del Sur, que habían mantenido su independencia de facto desde comienzos de la década del 90.
El origen del conflicto se remonta al surgimiento de un fuerte sentimiento nacionalista en la población georgiana, que supo azuzar su primer presidente, Zviad Gamsajurdia, quien se hizo con las riendas del poder en noviembre de 1990 y condujo al país a la independencia en 1991. Hostil a las autoridades de Moscú y al proyecto de constitución de una nueva confederación de Estados soberanos postsoviéticos, su autoritarismo y la defensa a ultranza de la cultura georgiana le granjeó la antipatía de las minorías abjasia y osetia, quienes rechazaron la campaña
nacionalista de las nuevas autoridades y se propusieron defender por todos los medios su soberanía.
En el caso de Osetia del Sur, su población mantuvo siempre la aspiración de unificarse con sus hermanos de la república autónoma de Osetia del Norte, integrante de la Federación Rusa. Por su parte, desde la disolución de la URSS, Abjasia hizo pública su aspiración a la independencia, que proclamó unilateralmente el 23 de julio de 1992. Aprovechando la debilidad del Estado georgiano, que en el ínterin había sufrido un golpe de Estado y el establecimiento de un nuevo gobierno liderado por el antiguo canciller soviético Eduard Shevardnadze, las autoridades de ambos territorios recurrieron a la tutela de Moscú, y Tbilisi debió ceder a sus exigencias. Dos acuerdos de cese de hostilidades, el primero de ellos firmado en Sochi el 24 de junio de 1992 y el segundo suscripto en Moscú el 14 de mayo de 1994, terminaron por sellar el statu quo en ambos territorios, con Rusia como garante del fin de las hostilidades en Osetia del Sur y en Abjasia, respectivamente.
Luego de una década de relativa calma, la revolución que puso fin al gobierno del pragmático Shevardnadze –quien buscó mantener buenas relaciones con Moscú, sin ocultar sus intenciones de integrar a Georgia en la OTAN– y la llegada al poder, en enero de 2004, de Mijail Sakaashvili provocaron un vuelco en la política exterior de Tbilisi. El 7 de agosto de 2008, finalmente, su gobierno intentó retomar, por la vía de las armas, la soberanía georgiana sobre Osetia del Sur y Abjasia. La rápida intervención militar rusa y la guerra relámpago con Georgia, que duró apenas una semana, terminó con un acuerdo de cese del fuego bajo los auspicios del entonces presidente de Francia, Nicolas Sarkozy. Si bien aceptó retirarse del territorio georgiano ocupado durante las hostilidades, Moscú mantuvo su despliegue militar en ambas repúblicas, y el entonces presidente, Dmitri Medvedev, firmó el 26 de agosto un decreto por el cual la Federación Rusa reconocía la independencia de esos dos territorios. Un mes más tarde, el 17 de septiembre de 2008, se firmaron en el Kremlin sendos tratados de amistad, cooperación y mutua asistencia entre Rusia y las dos repúblicas secesionistas.
Nuevos acuerdos de asociación estratégica, firmados respectivamente en noviembre de 2014 y marzo de 2015, fortalecieron la alianza política, económica y militar de Abjasia y Osetia del Sur con Moscú, que a su vez se comprometió a simplificar los trámites para la obtención de la ciudadanía rusa por parte de los habitantes de esos dos Estados. Además del reconocimiento de su independencia por parte de Rusia, estas dos repúblicas del Cáucaso Sur mantienen, al día de hoy, vínculos diplomáticos con Nicaragua, Venezuela y, desde mayo de 2018, con el régimen sirio de Bashar al-Assad.
*La versión original de esta nota fue publicada en la Revista DEF N. 125
LEA MÁS:
Citgo: la batalla por los activos venezolanos en EE.UU.