Agosto de 2017. Kim Jong Un supervisa en persona desde la pista de aterrizaje del aeropuerto civil de Sunan, en las afueras de Pyongyang, el lanzamiento de un misil balístico intercontinental que minutos después sobrevolaría Hokkaido, la isla más septentrional de Japón, antes de sumergirse en el océano Pacífico.
Febrero 2018. Kim acepta la invitación del presidente surcoreano, Moon Jae-in, y envía una delegación encabezada por su hermana, Kim Yo Jong, a los Juegos Olímpicos de invierno en la ciudad surcoreana de Pyeongchang, a sesenta kilómetros de la frontera que desde 1953 divide la península a la altura del paralelo 38.
Abril de 2018. Kim y Moon se reúnen en el área de seguridad conjunta, núcleo duro de la zona desmilitarizada que separa las dos Coreas, en la tercera cumbre intercoreana desde el fin de la Guerra de Corea. Vuelven a encontrarse el mes siguiente, también en la frontera, y por tercera vez en septiembre, en Pyongyang.
Junio de 2018. Kim logra aquello que su padre y su abuelo, primeras dos generaciones de la dinastía que gobierna Corea del Norte hace setenta años, solo habían imaginado: una reunión cara a cara con el presidente en funciones de EE. UU. y el reconocimiento de facto de Corea del Norte como país nuclear.
Noviembre de 2018. Corea del Norte ordena la demolición de diez puestos de vigilancia en la frontera con Corea del Sur como parte del acuerdo militar firmado por Kim y Moon en Pyongyang con vistas a iniciar la desmilitarización progresiva de esa zona, que Bill Clinton catalogó durante su presidencia como «el lugar más escalofriante del planeta».
¿Qué ocurrió para que, en poco más de un año, Pyongyang pasara de amenazar con una guerra nuclear a iniciar un acercamiento con Washington y Seúl, sus enemigos desde los años 50? Hay que remontarse a agosto, cuando el alcance de aquel misil, que tomó por sorpresa a los habitantes de Hokkaido, indicó que Corea del Norte estaba en condiciones de golpear territorio estadounidense. Kim proclamó entonces que había completado el programa nuclear lanzado oficialmente doce años antes por su padre y considerado indispensable por Pyongyang para garantizar su supervivencia. Tenía, ahora sí, la fuerza que necesitaba para sentarse a negociar.
Hubo un tiempo en que los coreanos no estaban preocupados por la división sino por el imperialismo: Corea era entonces una sola, pero sometida a la autoridad de Japón. La península entera fue una colonia japonesa durante treinta y cinco años hasta que, el 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima una bomba atómica por primera vez en la historia. Aquella mañana, con el colapso inevitable del Imperio del Sol Naciente y el final inminente de la Segunda Guerra Mundial, empezó la historia bifurcada de Corea del Norte y Corea del Sur. Aquel mismo 1945, dos años antes de que la doctrina Truman inaugurase oficialmente la Guerra Fría, Corea volvió a quedar en manos extranjeras una vez que los presidentes de EE. UU. y de la URSS acordaron, en la conferencia de Postdam, repartirse la península en mitades con el paralelo 38 como línea de separación. Comunismo y capitalismo quedaban frente a frente, cada uno en su parcela coreana y con su propio líder local: Syngman Rhee en el sur y Kim Il Sung en el norte.
Tres años después, el 15 de agosto y el 9 de septiembre de 1948, respectivamente, las dos Coreas proclamaron su existencia como países independientes, pero ninguna reconoció en su nombre oficial aquella separación peninsular. El Norte no iba a ser Corea del Norte, sino la República Popular Democrática de Corea; el Sur no iba a ser Corea del Sur, sino la República de Corea.
Eran subterfugios diplomáticos de rutina. En el terreno, era inocultable que al viejo fantasma del imperialismo se había sumado la nueva realidad de la división. Solo faltaba un ingrediente para completar la fórmula que iba a definir la identidad norcoreana durante los siguientes setenta años, amenazada, resistente y hostil a la presencia extranjera: una guerra. Casi de inmediato, en su afán por inventar una nación, Kim Il Sung empezó a pensar en la reunificación bélica de las dos Coreas, y en la mañana del domingo 25 de junio de 1950, con el respaldo ideológico y material de Moscú, Pyongyang lanzó un ataque sorpresa contra su vecino sureño. Había empezado la Guerra de Corea.
Todo cambió en septiembre, cuando EE. UU. y las Naciones Unidas entraron en acción en defensa del Sur y el comandante de las fuerzas del Pacífico, Douglas MacArthur, avanzó hasta cruzar el paralelo 38. Fue una gesta que la flamante República Popular China habría preferido evitar: ese
avance ponía al Ejército estadounidense a las puertas del régimen de Mao y dejaba a Pekín sin otra opción que involucrarse en el conflicto de sus vecinos.
Tres años después, la guerra terminó en los hechos, aunque no en los papeles: jamás se firmó un tratado de paz, sino tan solo un armisticio que Pyongyang suele esgrimir periódicamente para recordar que ahí, en la península coreana, la Guerra Fría sigue viva.
Como parte de ese acuerdo, las tropas chinas y norcoreanas retrocedieron dos kilómetros hacia el norte de la línea divisoria y las fuerzas de EE. UU. y de las Naciones Unidas hicieron lo mismo hacia el sur. Crearon con ese gesto una «zona desmilitarizada» de cuatro kilómetros de ancho, dos a cada lado del paralelo, y 240 kilómetros de extensión, de costa a costa de la península.
Únicamente Kim Jong Un hizo aquello que sus militares tienen prohibido, cuando el 27 de abril de 2018 descendió los 39 escalones del mirador norcoreano erigido al pie de la frontera, atravesó a pie el pavimento refulgente hasta llegar a la línea de demarcación, y le extendió la mano derecha al presidente Moon, plantado al otro lado del pequeño muro, en Corea del Sur. Kim pasó un pie, después otro, y en un santiamén estaba en territorio enemigo.
Acaso fue ese acto de osadía lo que precipitó una ocurrencia: tomar de la mano a Moon y volver con él sobre sus pasos hasta regresar a territorio norcoreano para luego cruzar juntos otra vez, siempre de la mano, de una Corea a la otra, como si aquella línea en el piso no fuese el frente de batalla de una guerra inconclusa, la última frontera de una época lejana que solo allí se resiste a desaparecer.
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*La autora es periodista y autora del libro En Corea del Norte. Viaje a la última dinastía comunista.
**Lea la versión original de esta nota en la revista DEF N.124