La inmolación del joven vendedor ambulante tunesino Mohamed Bouazizi, quien se prendió fuego el 10 diciembre de 2010 en la localidad de Sidi Bouzid y falleció 18 días más tarde como consecuencia de las quemaduras, se convirtió en la chispa que desencadenó la indignación de la juventud árabe.
Una ola de manifestaciones y protestas contra poderes establecidos que parecían intocables recorrió Medio Oriente y el norte de África. Uno a uno, como piezas de un dominó, los regímenes autoritarios fueron cayendo bajo la presión de las revueltas populares. Figuras intocables como el tunecino Zine El Abidine Ben Alí, el egipcio Hosni Mubarak, el libio Muamar Gadafi y el yemení Alí Abdullah Saleh desaparecieron de escena, estos dos últimos salvajemente asesinados por grupos rebeldes.
"Estas revoluciones han clausurado el ciclo instaurado tras las independencias", afirmaba el pensador francoargelino Sami Naïr en su libro ¿Por qué se rebelan? Revoluciones y contrarrevoluciones en el mundo árabe, publicado por Clave Intelectual. "Se ha abierto un período de transición a la vez conflictiva e institucionalizada desde 2011, que define un nuevo ciclo centrado en la emergencia de la sociedad como actor principal de la dinámica política y cultural", señalaba este lúcido intelectual que supo ocupar un escaño en el Parlamento Europeo entre 1999 y 2004.
Sin pecar de ingenuo, Naïr admitía que la salida era "incierta" y que las sociedades se encontraban polarizadas entre "fuerzas democráticas, laicas, demográficamente minoritarias, pero cultural y económicamente poderosas" y "partidos políticos conservadores, portadores de una visión teocrática del mundo y de una concepción de la sociedad más comparable con aquella de los partidos fascistas de los años treinta en Europa que a las democracias cristianas modernas".
Túnez: de la transición política a la alerta terrorista
La mecha que encendió la Primavera Árabe se produjo en Túnez, un país de apenas 163.600 kilómetros cuadrados y 11 millones de habitantes, gobernado por un régimen de partido único desde su independencia en 1956. "Los actores de la revolución –explica Sami Naïr– son básicamente los jóvenes, los parados, las capas rurales pobres y periurbanas, llegadas antes desde las regiones del sur del Sahel, las capas medias y, last but not least, sectores de capas dirigentes aplastadas por la corrupción instaurada por el clan del poder".
El autor alude, en esta última mención, al clan Ben Alí-Trabelsi, conformado el derrocado presidente, su segunda esposa, Leïla Trabelsi, y su círculo familiar. El exmandatario y su mujer fueron condenados en ausencia a 35 años de prisión por un tribunal tunesino bajo cargos de corrupción y malversación de fondos públicos; en tanto que sobre Ben Alí pesan también otras dos condenas a cadena perpetua por sendas cortes militares en procesos judiciales vinculadas con la represión de las revueltas de enero de 2011.
El proceso de transición tunesino parece haberse desarrollado en forma relativamente exitosa desde el punto de vista político, con una Constitución consensuada y aprobada en el seno de una asamblea multipartidista en enero de 2014, elecciones presidenciales libres a doble vuelta celebradas entre noviembre y diciembre de ese mismo año, y la conformación en agosto de 2016 de una amplia coalición de gobierno integrada por fuerzas laicas y por los islamistas de Ennahda, que habían ejercido el poder democráticamente entre diciembre de 2011 y marzo de 2013.
Tanto el actual jefe de Estado, Béji Caïd Essebsi, como el primer ministro, Youssef Chahed, pertenecen al partido liberal Nidaa Tounes, fundado un año después de la revuelta que puso fin al régimen de Ben Alí y que rescata la figura fundacional del padre de la independencia tunesina, el socialista laico Habib Bourguiba, quien gobernó el país entre 1956 y 1987.
"El mayor desafío que enfrenta Túnez es su frágil situación económica", afirman los investigadores Frances G. Burwell, Amy Hawthorne, Karim Mezran y Elissa Miller, en un trabajo publicado en junio del año pasado por el Centro Rafik Hariri para el Medio Oriente, perteneciente al Atlantic Council.
"Los shocks que se produjeron con posterioridad a la revolución y que incluyeron fuertes caídas en la inversión doméstica y extranjera, una desaceleración de la productividad del trabajo debido a las huelgas y a la inestabilidad política, y la recesión económica en Europa, principal socio comercial de Túnez, han golpeado fuertemente al país", completan. Los autores advierten, asimismo, acerca del contexto de seguridad particularmente difícil que vive esta nación norafricana, con "una propaganda extremista que ha encontrado campo fértil entre los jóvenes desilusionados y entre los ciudadanos marginados". Prueba de ello fueron los atentados de 2015 en el Museo Nacional del Bardo y en la localidad turística costera de Susa. Un factor adicional de inestabilidad es "la vecina Libia, sumida en una guerra civil, que ofrece un refugio seguro (safe haven) para el entrenamiento y las conspiraciones terroristas", así como el tráfico de armas y la movilidad de individuos a través de su porosa frontera con Túnez.
Egipto: de la primavera democrática al autoritarismo
Mucho más turbulento fue el cambio de régimen en Egipto, con sus más de 85 millones de habitantes, que históricamente ha influido en el devenir político de sus vecinos y del mundo árabe en general. Al igual que en Túnez, señala Naïr, la revolución que puso fin a las tres décadas del régimen de Mubarak fue "dirigida por jóvenes, personalidades políticas e intelectuales de primer plano, parados y asalariados del sector privado y del público".
Este fino conocedor de la realidad del mundo árabe no es inocente en su análisis: "Las fuerzas de la llamada sociedad civil pudieron movilizarse en el contexto de un estallido de contradicciones en la propia estructura interna del poder". Se refiere, así, a la pérdida de solidez del proyecto familiar de Mubarak y al rechazo, dentro de la cúpula de las propias cúpulas militares, de la pretensión del entonces jefe de Estado de entronizar como futuro presidente a su hijo Gamal, quien a la postre terminaría condenado en 2014 por un tribunal cairota a cuatro años de prisión por malversación de fondos públicos.
Lejos de la relativa calma que guió el proceso tunesino, en Egipto se vivió desde el primer momento de la transición un enfrentamiento irreconciliable entre las fuerzas laicas y los Hermanos Musulmanes, histórica organización islamista fundada en 1928 por Hassan al-Bana y reconvertida en actor político a partir de la fundación del Partido de la Libertad y la Justicia en febrero de 2011. Apenas dieciséis meses después de la caída de Mubarak, el primer presidente electo en comicios libres por el pueblo egipcio resultó ser un exponente de esta última fuerza, Mohamed Morsi, un ingeniero metalúrgico carente de experiencia política, que derrotó al último primer ministro del antiguo régimen, Ahmed Shafiq, en el balotaje. Morsi terminaría siendo derrocado en julio de 2013 por las Fuerzas Armadas y el nuevo hombre fuerte del país, el general Abdel Fatah al-Sisi, conseguiría en mayo de 2014 una dudosa legitimación democrática con su elección como nuevo mandatario en unos comicios en los que consiguió un inverosímil 97% de los votos y en los que la tasa de participación apenas alcanzó el 47,5%.
La primera Constitución post-Mubarak, aprobada por una asamblea dominada por las fuerzas islamistas y refrendada en diciembre de 2012, fue suspendida por el gobierno de facto instaurado en 2013. Una nueva Carta Magna de perfil laico, elaborada por una comisión designada por las Fuerzas Armadas, fue ratificada por el voto popular en enero de 2014, en un referéndum en el que la tasa de participación fue del 38,6%. El récord de Al-Sisi en materia de respeto de los derechos civiles deja mucho que desear: de acuerdo con el último reporte de Freedom House, "las libertades de expresión y de asociación se ven fuertemente restringidas por las autoridades", situación que afecta a "activistas de todo el espectro político". Los medios de comunicación y las universidades también han sido víctimas de la censura y la represión, con una repercusión particularmente negativa en el exterior tras el brutal asesinato en febrero del año pasado del estudiante e investigador italiano Giulio Regeni, de 28 años, en circunstancias aún no aclaradas. Este homicidio derivó en el llamado a consultas del embajador italiano en El Cairo y en una durísima resolución del Parlamento Europeo en la que expresa su "profunda preocupación" por la violación de los derechos humanos en Egipto, la brutalidad policial, los arrestos masivos, el hostigamiento de las organizaciones de la sociedad civil y el uso sistemático de la tortura y los abusos en los lugares de detención.
Libia: un Estado fallido, al borde de la implosión
Una situación totalmente distinta es la que ha vivido Libia desde el estallido de las primeras protestas contra el régimen de Gadafi en febrero de 2011. Tal como ilustra Sami Naïr en su libro, "el dictador libio era antes que nada un tirano" que destruyó todo vestigio de poder institucional e ideó un nuevo modelo de gobierno, la denominada "Jahamhiriya", un supuesto "Estado de masas en el que las decisiones eran tomadas por una asamblea con el acuerdo del caudillo". Sin embargo, señala el autor, la emergencia de una clase media moderna y la dilapidación de la renta petrolera fueron despertando "el tribalismo" y "las confrontaciones atenuadas, y después abiertas, entre los diferentes clanes en el seno mismo de la tribu dominante, la de los Gadafa, pero también entre los tres grandes ejes regionales y tribales, lo cual era mucho más inquietante: Cirenaica, centro y oeste del país".
De hecho fue en el este de Libia, en la región de la Cirenaica con epicentro en su capital Benghazi, donde comenzaron las protestas contra el régimen. La posterior intervención militar de la OTAN, liderada por Gran Bretaña y Francia y que se prolongó desde marzo hasta octubre de 2011, dejó al país sumido en el caos y, lejos de pacificarlo, desencadenó una guerra civil entre facciones regionales, religiosas y políticas que continúa hasta el día de hoy. A priori, el único consenso que existiría entre todas ellas sería la necesidad de acabar con los grupos yihadistas, tal como habría quedado demostrado en diciembre del año pasado con la recuperación del control total sobre Sirte, ciudad natal de Gadafi que había caído en manos del Estado Islámico en febrero de 2015. Ello no oculta, de todos modos, el prolongado conflicto interno que vive el país desde la caída de Gadafi y, aun más crudamente, desde mediados de 2014.
El enfrentamiento entre las tropas del Congreso Nacional General instalado en Trípoli -de tinte islamista, sostenido por Turquía y Qatar- y sus antagonistas de la Cámara de Representantes con base en Tobruk (Cirenaica) –de perfil laico, apoyados por el gobierno egipcio y por los Emiratos Árabes Unidos– debió haber llegado a su fin en diciembre de 2015, con la firma del acuerdo de Sijrat (Marruecos) y la conformación de un Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) liderado por Fayez al-Sarraj, que se estableció en Trípoli en marzo de 2016. Sin embargo, en la región de la Cirenaica el general Khalifa Haftar, un exprotegido del Pentágono que hoy cuenta con inocultables simpatías en el Kremlin, se ha convertido en el verdadero hombre fuerte al frente del el autoproclamado "Ejército Nacional Libio". De fondo existe también una innegable pugna por el control de los apetecidos recursos hidrocarburíferos de la Media Luna Petrolera. El rol de mediador internacional ha sido asumido, en los últimos meses, por el mandatario francés Emmanuel Macron, quien logró reunir en París a Saraj y Haftar en julio de 2017. Por su parte, el representante especial de la ONU en Libia, Ghassan Salamé, en septiembre el Plan de Acción que debería conducir a una conferencia nacional en febrero de 2018.
Yemen, en una situación desdesperante
En el caso de Yemen, las revueltas de 2011 pusieron en jaque el régimen de Alí Abdullah Saleh, figura omnipresente en la vida de su país desde 1978 y quien encabezó la unificación entre el norte y el sur del país en 1990. Su salida del poder en febrero de 2012, acordada con los estados del Consejo de Cooperación del Golfo, debía conducir a una transición ordenada para la llegada de su entonces vicepresidente Abd Rabo Mansur Hadi. Sin embargo, el avance de los rebeldes hutíes de Ansar Alá, pertenecientes a la rama zaidí del islam chiita, y la toma de la capital Sana'a en septiembre de 2014, desencadenaron una guerra a escala regional. Bajo el argumento de que detrás de este grupo rebelde se encontraría el régimen iraní, el Consejo de Cooperación del Golfo, liderado por Arabia Saudita, decidió intervenir militarmente en Yemen en respaldo de Mansur Hadi, quien primero se refugió en Riad y luego regresó a Adén en el intento por retomar las riendas del poder.
La alianza táctica entre las tropas leales al ahora expresidente Saleh y los rebeldes hutíes, acordada en enero de 2015, terminó por desmoronarse en diciembre de 2017, cuando Saleh se mostró abierto a sentarse a dialogar con la coalición que respalda a su exvicepresidente Mansur Hadi. Esta última movida le costó la muerte, a manos de los rebeldes hutíes, en diciembre pasado, lo que dejó al país sumido en el caos. La disputa de fondo entre Irán y los estados sunitas del Golfo ha dejado al país en ruinas. Mientras tanto, el bloqueo saudita –parcialmente levantado a fines de noviembre– ha impedido la llegada de alimentos y medicinas esenciales para hacer frente a una situación humanitaria desesperante, con 400.000 niños en riesgo de muerte por malnutrición aguda y cerca de 900.000 casos de cólera.
La Primavera Árabe ha pasado de largo y a juzgar por sus resultados, salvo honrosas excepciones, lejos ha quedado de satisfacer aquellos anhelos que expresaban las multitudinarias protestas callejeras de hace siete años que pusieron en jaque a regímenes autocráticos que parecían eternos.