Desde antes de la pandemia, la preocupación filosófica, económica e incluso ambiental por el futuro ocupó buena parte de los debates, mesas redondas y catálogos editoriales. La famosa frase pronunciada por Mark Fisher de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” señalaba una verdad paralizante: no hay en el horizonte un futuro distinto, solo queda profundizar lo que tenemos hasta llegar al colapso. Alejandro Galliano, historiador, escritor e ilustrador, autor de Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no: breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro (Siglo XXI editores), dialogó con DEF sobre la crisis de las utopías, las dinámicas laborales del futuro y las nuevas configuraciones urbanas.
-¿El hecho de que, en los últimos años, hayan proliferado las ficciones distópicas tiene relación con la falta de un futuro alternativo?
-Supongo que no digo nada nuevo si relaciono el auge distópico con el actual momento de incertidumbre y pesimismo, ya no respecto de un futuro alternativo sino de cualquier futuro. Tampoco descuidaría la falta de imaginación de la industria cultural como causa de estas modas. Más interesante es ver el nuevo uso que se le da a “lo distópico”. A diferencia de la “utopía”, que es un concepto muy estudiado, nadie tiene del todo claro a qué llamar “distopía”. A priori, parece un derivado de las teorías filosóficas sobre la degeneración de los gobiernos en tiranías (Platón, Maquiavelo, por ejemplo). Por eso, las distopías clásicas (Orwell, Atwood) buscaban advertir sobre ese riesgo. La particularidad del presente es tachar de “distópica” a cualquier experiencia contemporánea (la cuarentena, la inteligencia artificial), lo que suprime la proyección futurista del concepto original: ya no previene un futuro, describe un presente. Así, diluye su sentido didáctico y pasa a alimentar una histeria paralizante, una crispación conservadora.
¿QUIÉNES SON LOS DUEÑOS DEL FUTURO?
-¿Cómo hizo el modelo de mercado para “adueñarse” del futuro y no dar lugar a utopías alternativas?
-La crisis de las utopías es muy anterior al neoliberalismo. Hasta la Primera Guerra Mundial, el utopismo era esencialmente un ejercicio especulativo, servía para pensar en sociedades (las existentes, las posibles). Cada tanto, a alguien se le ocurría llevarlas a la práctica y fracasaba rápida y silenciosamente. A partir de la Primera Guerra, esos experimentos se territorializaron: primero con el bolchevismo y los fascismos; luego con la Guerra Fría, que delineó dos bloques que se ofrecían como utopías del otro: “socialismo” versus “liberalismo”. Esa territorialización conllevaba equívocos: los kibutz colectivistas de Israel quedaron del lado capitalista; varios nacionalismos militaristas africanos, del lado comunista.
Un utopismo así territorializado quedaba expuesto a variables concretas. Desde 1980, comenzó el colapso de los sistemas comunistas, el agotamiento de las soluciones keynesianas de socialdemocracias y populismos, y el repliegue de los movimientos anticapitalistas, desde el operaísmo hasta el foquismo. Simultáneamente, el thatcherismo primero y Silicon Valley después ofrecían un nuevo y atractivo modelo de sociedad de mercado: global, disruptiva, multicultural, posindustrial. El problema es que ese modelo también quebró entre 2001 y 2008, de modo que hoy el futuro de alguna manera no tiene dueño. Eso puede explicar la actual fiebre distópica, pero también puede ser una oportunidad para copar (y reconstituir) ese horizonte, al menos de manera precaria.
EL FIN DEL CAPITALISMO QUE CONOCEMOS
-En el libro, se plantea que la tecnología no hará desaparecer el trabajo, solo lo polarizará. ¿Quiénes van a ser los ganadores y perdedores en el nuevo capitalismo?
-La noción de polarización del trabajo la tomé del economista David Autor, en contraste con las tesis de la automatización total. Cada tecnología imita y mejora un puñado de acciones humanas, un tipo de trabajador. La robótica de los años 80 permitió reemplazar a operarios no calificados en plantas industriales grandes; el software y el Big Data actuales permiten reemplazar el trabajo administrativo: contables, periodistas, data entry, entre otros. Viejos y nuevos trabajadores de cuello blanco que se autoperciben como de “clase media” pueden ser reemplazados o precarizados por un algoritmo. Por arriba, prospera una elite de nuevos trabajos (coders, marketing digital); por abajo, persiste una masa de trabajadores no calificados y tan flexibilizados que ya no sería rentable reemplazar por una máquina. De todas formas, hay que ser muy cuidadoso con estas proyecciones porque ni los modelos de negocios, ni las estrategias de los trabajadores, ni las tecnologías son variables estables y únicas: van mutando tanto por su interacción como por dinámicas propias. Conocemos la tendencia general, pero no sus efectos precisos.
La pregunta por los “ganadores y perdedores” es más amplia y complicada. A priori, parece obvio que las big techs son las ganadoras, pero sería pertinente preguntar las big techs de dónde. En un contexto de desglobalización y estancamiento, los intereses nacionales y regionales se hacen más filosos: Asia avanza y no se sabe quién va a ganar la carrera por la inteligencia artificial. Lo mismo pasa en la base de la pirámide: no es igual la precarización traumática de trabajadores asalariados que el modus vivendi precario de cartoneros, transas, rappitenderos, que ya incorporaron la famosa “disrupción” a sus rutinas y valores. Allí también puede haber disputas y nuevos sujetos. Ya no debería sorprendernos ver a adolescentes de suburbios desindustrializados adherir al liberalismo libertario; o egresados universitarios sin oportunidades de movilidad social ascendente apoyar a movimientos populares críticos de los valores de la “clase media”.
UN FUTURO CON EMPLEOS PRECARIZADOS
-En el capítulo dedicado a la economía social, se habla del “ejército industrial de reserva”, es decir, la masa de población desempleada. ¿Dónde está ese grupo hoy y qué lugar le asignás en el futuro?
-Antes de responder, vale la pena hacer una aclaración. En ese capítulo, hablo de la “masa marginal”, un concepto que desarrolló José Nun, un cientista social recientemente fallecido, a partir de la noción marxista de “superpoblación relativa” y opuesto al “ejército industrial de reserva”. El “ejército industrial” era la manera de referirse a un conjunto de trabajadores desocupados pero listos para ser empleados en cualquier momento, que cumplían la función de subir la oferta de trabajo y así mantener los salarios bajos; la “masa marginal”, en cambio, es un conjunto de personas que ya no serán empleadas y no cumplen función alguna en el funcionamiento del capitalismo, porque el mercado laboral y el proceso productivo no las necesitan. Es gente sobrante. Un concepto muy actual que Nun desarrolló en 1969. Todavía hoy, hay académicos que lo homenajean, pero confunden la masa marginal con el ejército industrial de reserva.
La masa marginal es un fenómeno estable, si no creciente, de los últimos 50 años, que obliga a los gobiernos a diseñar diversas políticas de contención para esas personas porque ya no hay integración posible en la economía formal. En el libro, arriesgo la hipótesis de que, con las actuales transformaciones en el proceso productivo, quizá la mayor parte de los trabajadores terminemos sobrando, al menos parcialmente porque, aunque seamos empleados, lo somos por plazos breves y precarios: monotributo, “colaboradores” de plataformas, changas en negro. De manera que las formas salariales de distribuir la riqueza (paritarias, obras sociales, entre otros) abarcan cada vez a menos personas, y es necesario complementarlas crecientemente con formas no salariales pero igualmente negociables.
LA POSIBILIDAD DEL INGRESO UNIVERSAL
-¿Cuál es la importancia del ocio civilizatorio y el ingreso universal en un futuro posible?
-El ingreso universal es importante por lo que dije más arriba: a medida que el trabajo asalariado se repliega ante formas de trabajo no asalariadas, un ingreso por fuera del salario (“universal”) es una manera de garantizar un sustento estable a las familias. Esa es una idea básica compartida por grupos de izquierda, empresarios de Silicon Valley y algunos economistas ortodoxos. Atrás de ese aparente consenso, hay un conflicto: ¿qué debe sostener ese ingreso universal? Una respuesta conservadora es que debe cubrir las necesidades básicas. Incluso puede ser una excusa para recortar o suprimir otras asignaciones (becas, jubilaciones, servicios públicos no pagos como la salud). Una respuesta progresista debe partir de la base de que ese ingreso es parte de la riqueza que generamos o compartimos entre todos (la tierra, los datos digitales, el riesgo ambiental). Y lo que se paga no es un tiempo parasitario en el cual hay que limitarse a subsistir, sino la pertenencia a una sociedad que encontró la forma de producir riqueza con menos trabajo humano. Eso es el ocio civilizatorio: si ya no hay trabajo asalariado para todos y deseamos sinceramente que cada persona se desarrolle como emprendedor, debemos facilitarle los medios. Financiar con riqueza pública la caña para que aprenda a pescar, por citar una imagen un poco infantil pero muy frecuente.
LAS CIUDADES DEL FUTURO
-En el libro se lee: “Las nuevas comunicaciones y la posibilidad de imprimir objetos en 3D le quitan sentido al viejo cinturón industrial”. ¿Cómo imaginás las ciudades del futuro?
-Escribí el libro antes de la pandemia. En ese momento, los urbanistas tenían dos grandes posturas ante los cambios tecnológicos y laborales. Unos pensaban que los suburbios industriales se iban a despoblar y empobrecer (esto último sucede, de hecho, hace 40 años) y las ciudades se iban a superpoblar de programadores, docentes, repartidores y niñeras; otros, en cambio, sostenían que la virtualidad, por un lado, y la contaminación urbana, por otro, iban a favorecer una especie de neorruralismo. Con el COVID-19, esta última profecía cotiza mucho más, pero yo no me apuraría. En el actual mercado inmobiliario, la “vuelta al campo” sería una opción para pocos o una farsa (torres de monoambientes sobre un cuadrado de pasto en Escobar o Ezeiza, por ejemplo). Las comunicaciones tampoco están a la altura del éxodo: no solo la conectividad, la “última milla” del reparto aún es un problema de costos para Amazon (el reparto por drones aún es experimental), más aún lo va a ser para Mercado Libre o PedidosYa. Por no hablar de la infraestructura energética y sanitaria. Además, las ciudades persistirán como refugio de pobres: sin ir más lejos, el monocultivo y las inundaciones siguen expulsando personas del campo.
En todo caso, en lugar de tratar de adivinar qué va a pasar habría que aprovechar la crisis para concebir un mejor modelo urbano. Las megalópolis con megasuburbios parecen inviables; pero cubrir las zonas rurales y sus humedales con desarrollos urbanos dispersos (aún sustentables), encarecería la vida y agravaría la crisis climática. Una solución sería fomentar más ciudades medianas, compactas, equipadas y con espacios verdes, rodeadas de un cinturón hortícola que las abastezca, y despejar una buena parte de las zonas rurales para que se regeneren, una suerte de gran reserva monitoreada con la tecnología disponible.
UN PAÍS MODELO (DE DISTOPÍA)
-En las páginas finales, señalás que Argentina puede ser un modelo postapocalíptico ¿A qué te referías?
-Esas páginas finales son bastante irresponsables y esa frase lo es aún más. Pero me hago cargo. Volviendo a la cuestión distópica de la primera pregunta: si el futuro parece cerrado o catastrófico, la discusión pasa por la política ante ese apocalipsis. Las nuevas derechas tienen una postura preapocalíptica: nos advierten del colapso inminente de la civilización occidental por algo extraño a nosotros (minorías sexuales, inmigrantes, terroristas) y proponen acantonarnos y recuperar los viejos buenos tiempos: patriarcalismo, trabajo industrial, etc. Esa propuesta parece muy eficaz contra el discurso normalizador del liberalismo global, pero fracasó ante los verdaderos colapsos: solo hay que ver cómo reaccionaron Trump o Bolsonaro ante el COVID-19 o la crisis climática. Por eso, una posible respuesta sería más bien postapocalíptica: asumir que los verdaderos colapsos ya están ocurriendo por algo interno a nosotros (pestes, contaminación) y forzar un debate sobre cómo organizarnos de aquí en adelante. Casi todo lo que dije en esta entrevista va en ese sentido.
¿Qué puede aportar la experiencia argentina? Desde 2001 (si no desde 1975), este país vivió tanto sus períodos de prosperidad como los de recesión en un contexto de precariedad institucional, escasez de recursos e inminente colapso político y económico. Precariedad, escasez y colapso son justamente los rasgos distintivos de esta nueva época global, y el efecto del COVID-19 en el mundo lo está demostrando. No es casualidad que el concepto de “ciencia posnormal” haya sido desarrollado en Europa por un científico argentino: Silvio Funtowicz. Quizás el Antropoceno sea un largo 2001 global que requiera una nueva ciencia de la precariedad y la contingencia para ser gobernado. Y vivido. Si la “distopía” va a ser un rasgo del presente, tratemos de domarla.
* Esta nota fue producida y escrita por un miembro del equipo de redacción de DEF
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