Hija del teniente coronel Ignacio Carro, uno de los primeros exploradores antárticos y jefe de la dotación inaugural del Fortín Sargento Cabral, conjunto de casas donde se radica el primer núcleo poblacional de la Antártida, María Elena creció escuchando anécdotas sobre el sexto continente. Por eso, cuando en 1978 se decidió concretar el proyecto de instalar esa villa para permitir la presencia de familias e imprevistamente debieron preparar todo para viajar a la Antártida, lo sintió como un regalo que le permitiría vivir la pasión que su padre les había trasmitido. Dos semanas después, con sus padres y sus hermanos, su mellizo Ignacio (12), Javier (11) y María Adelaida (14), abordaban el avión Hércules que los trasladaría a Río Gallegos, de allí a Ushuaia, donde, a bordo del Bahía Aguirre –que iba junto al rompehielos General San Martín—, cruzaron el pasaje de Drake. “Nos tocó transitar una tormenta con olas de 15 metros que formaban paredes de agua. Parecía que el barco se iba a dar vuelta y de golpe las montaba y volvía a bajar. Lo único que veíamos era cielo y mar”, relata. Siete familias con doce niños, tres días después, llegaron a base Esperanza. “Fue una de las experiencias más maravillosas de mi vida”, afirma.
-¿Cuál fue tu primera impresión?
-La de estar en el fin del mundo. Fue impactante ver, en medio de la nada, ese pequeño conjunto de construcciones: una casa principal mirando a la costa, y detrás cinco casitas anaranjadas y algunos depósitos, todo rodeado de glaciares y a pleno sol, a las tres de la mañana.
-¿Cómo fue la experiencia de vivir siendo niña en un lugar tan aislado y pequeño?
-Para mí, y creo que para todos los chicos, fue maravilloso. Aunque no había radio, televisión ni internet, y los únicos entretenimientos que teníamos eran un metegol, un ping pong y una cámara súper 8 con tres películas que mirábamos reiteradamente, nunca nos aburríamos. En el caso mío y de mis hermanos, dado que éramos los más grandes y que en la Antártida es fundamental estar ocupado, teníamos una actividad asignada: la de cuidar a los perros polares argentinos que estaban en la base.
-¿En qué consistía esa tarea?
-Lo más importante era alimentar a diario a los 23 perros polares argentinos de la base. Era bastante trabajoso, pero nos encantaba. Incluso habíamos inventado un método que consistía en chiflarles cuando llevábamos la comida para que se levantaran. Este hábito fue muy útil en las épocas de temporales, porque los perros hacen una especie de pocito donde se acurrucan para protegerse de la tormenta y los vientos que alcanzan ráfagas de más de 300 kilómetros por hora. El problema es que la nieve los va tapando hasta ocultarlos. Cuando les chiflábamos y alguno no se levantaba, quería decir que debíamos ir a despegarlo del piso con un pico. Esto ocurría porque, al no incorporarse para hacer pis, quedaban pegados al hielo y podían correr riesgo de muerte. Por supuesto que esto lo hacíamos con mi padre adelante. La comida se llamaba pemmicam, una especie de tableta –al modo del alimento balanceado actual— que venía empaquetada, y nosotros la poníamos en unos tachos y la distribuíamos. Si había mucha nieve, lo hacíamos en moto, a la que atábamos un carrito. Además de eso, que era lo fundamental, organizábamos la veterinaria, controlábamos las fechas de vencimiento de los medicamentos (separábamos los vencidos para que fueran llevados al continente al finalizar la campaña), entre otras cosas.
-Al ser la primera vez que iban chicos, ¿cómo se organizó el sistema de estudio?
-En ese momento, todavía no existía la escuela actual, así que estudiábamos a distancia con un programa que llevaba adelante el colegio Dámaso Centeno de Buenos Aires. La mayoría de los chicos estaba en jardín de infantes o en grados inferiores de primaria, salvo nosotros, los Carro (en séptimo grado, primer y tercer año de secundaria). El sacerdote jesuita que formaba parte de la dotación era el director de estudios y nos enseñaba las materias humanísticas. Después colaboraban todos, si alguien era bueno en matemáticas nos apoyaba en esa asignatura y las mamás hacían las veces de maestras. Puede parecer complicado, pero como no existía tecnología alguna, sobraba el tiempo para estudiar. Teníamos clase a diario, en general era por la mañana, y el lugar podía ser la cocina o el comedor. Esa rutina se intensificaba los días de tormenta, que pueden durar dos semanas, con ráfagas de 200 kilómetros por hora. Recuerdo que, a fin de año, mientras regresábamos en el rompehielos, rendimos los exámenes con los que aprobamos el año.
-En 2007, regresaste con tus hijas.
-Sí. Mi marido también es antártico (creo que le trasmití mi amor a esa tierra cuando nos conocimos) y, en 2007, volvimos juntos a Milagros (6), Belén (18) y Natalia (19). A ellas les pasó lo mismo que a mí, después de crecer escuchando historias sobre este lugar, les entusiasmaba vivirlo. Fue un año extraordinario y muy diferente, por supuesto. La precariedad que vivimos nosotros ya no era tal y los chicos tenían muchas más opciones que las que habíamos tenido en el 78. Por ejemplo, en la base funciona la LRA 36 “Radio Arcángel San Gabriel” una filial de Radio Nacional, que está a cargo del personal de la base. En 2007, mis hijas mayores, junto a otras chicas de edad similar, crearon la FM Bajo Cero, una radio interna, que salía al aire tres veces por semana a las 19, donde pasaban música, hacían juegos y debatían temas, entre otras actividades que tenían una gran convocatoria. Fue una hermosa experiencia que las entretuvo muchísimo y tuvo también un gran éxito de oyentes.
-¿Cómo fue la experiencia a nivel familiar?
-Excelente, mis hijas amaron la Antártida como sus padres. Es una especie de legado familiar. Por otra parte, nosotros siempre nos llevamos bien, de lo contrario hubiera sido un proyecto imposible, porque sin armonía es imposible sobrevivir. Es un lugar extremo, donde con el transcurso del tiempo se manifiestan todas las miserias humanas. La gente es capaz de pelearse por un pedazo de torta o un papel higiénico.
-Vos volviste a base Esperanza casi tres décadas después de tu primera invernada. ¿Cuáles fueron los principales cambios que notaste?
-Hubo muchísimos. Creo que lo que más me impactó fue la retracción de los glaciares, ya que pude caminar por lugares que en el 78 eran inaccesibles; la ausencia de los perros, que fueron retirados en 1994, después de la implementación del Tratado de Protección del Medio Ambiente, por considerarlos una especie exótica; y la presencia de pequeños grupos de pingüinos que se quedan a invernar, cuando antes llegaban en octubre, como pequeñas manchas negras arriba de los témpanos, y partían en marzo. En cuanto a la vida en sí, ni hablar. La tecnología lo cambió todo. El celular, por ejemplo, permitió la comunicación cotidiana con nuestras familias, cuando antes solo podíamos hablar por radio una vez por semana. La televisión e internet rompieron el aislamiento en el que vivíamos antes. En la primera invernada, nos enterábamos de las noticias a través de un teletipo. Me acuerdo de mi papá diciendo que iba a buscar el diario y volvía con un rollo de papel tipeado.
Más allá de las diferencias, me gustó comprobar que se mantenía la costumbre de que todos los miembros de la dotación se reunieran los sábados a comer pizza, tradición que se repite en todas las bases antárticas.
-¿Fue difícil el regreso?
-Sí, hasta puedo afirmar que cuesta más volver que adaptarte a la Antártida. El contraste de venir de un lugar donde se puede hasta escuchar el silencio e incorporarse a este ritmo de vida genera un estrés muy importante. Lo describiría como ganas de salir corriendo a buscar refugio.
-¿Qué te deja esta experiencia?
-Creo que hay un antes y un después. Te cambia la cabeza. Comprobás, entre otras cosas, que se puede vivir con muy poco, que lo único indispensable son la familia y los amigos; que hay que valorar el ambiente y los recursos. El esfuerzo que implica, por ejemplo, conseguir agua (es necesario ir en trineo hasta la laguna, bombear, trasladarla en tambores hasta las casas, llenar los tanques y regresar por más) te enseña a cuidarla. Son costumbres que nos quedaron para siempre.
-¿Guardás alguna imagen en especial?
-Miles, de un paisaje que, contrariamente a lo que puede suponerse, nunca era igual. El cielo podía tener colores rojizos, turquesas, una luna roja al atardecer o estar por las noches repleto de estrellas y constelaciones. Ver los veintitrés perros sentados mirando ese cielo y aullando es una imagen que aún hoy me eriza la piel.
* Esta nota fue producida y escrita por una miembro del equipo de redacción de DEF.
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