La sustentabilidad de los recursos pesqueros y la preocupación por la sobreexplotación de los caladeros del mar Argentino y del Atlántico Sudoccidental no pueden ser ajenos a un país que cuenta con una de las plataformas continentales más extensas del hemisferio sur. Me permito, acá, tratar de acercar una idea general y estratégica del extraordinario valor del mar y sus riquezas. Un punto de partida para un tema poco discutido y, las más de las veces, ignorado por el ciudadano común de nuestro país, que crece escuchando hablar de las riquezas de la Pampa e ignora que nuestras aguas territoriales albergan otra Pampa, la “Pampa azul”, cuyos recursos son estratégicos tanto desde el punto de vista económico como geopolítico.
Los océanos tienen un valor fundamental para nuestro planeta, tanto desde el punto de vista ambiental como desde su aspecto social y económico. Con 360 millones de kilómetros cuadrados, cubren el 72 por ciento de la superficie de la Tierra, suministran la mitad del oxígeno que respiramos y absorben anualmente el 30 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono que la humanidad emite a la atmósfera. Con respecto al impacto social, basta señalar que el 38 por ciento de la población del planeta vive a menos de 100 kilómetros de la costa y que el 60 por ciento del producto bruto mundial proviene del mar y de las actividades situadas a menos de 100 kilómetros del litoral costero. De acuerdo con las estimaciones del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por su sigla en inglés), si los mares y océanos conformaran un único país, serían la séptima economía global, con un valor en bienes y servicios del orden de los 2,5 billones de dólares.
Un factor clave para garantizar la sostenibilidad de los recursos marinos es la regulación de la actividad pesquera, si consideramos, además, que los océanos brindan a la población una fuente de sustento irreemplazable. Según datos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación (FAO), el consumo de pescado per cápita se ha duplicado en los últimos 50 años, y hoy se estima que alcanza un promedio de 20,5 kilogramos anuales. El dato alarmante es que los niveles de pesca del 34 por ciento de las especies evaluadas por la FAO exceden su sostenibilidad biológica, y las especies marinas se han reducido a prácticamente la mitad en las últimas cinco décadas. El Mediterráneo y el mar Negro aparecen como los más afectados por la sobrepesca, con un 62,2 por ciento de las poblaciones de peces sobreexplotadas, seguidos del Pacífico sudoriental, con el 61,5 por ciento, y el Atlántico sudoccidental, con el 58,8 por ciento.
Siempre según los cálculos de la FAO, al menos 26 millones de toneladas de pescado se extraen ilegalmente de los mares cada año, lo que representa alrededor del 20 por ciento de la producción total del sector pesquero. Interpol estima que la pesca ilegal, no declarada y no reglamentada cuesta a la economía global hasta 23.000 millones de dólares anuales si se calculan las pérdidas de ingresos y los daños a las comunidades locales.
La República Argentina no es ajena a este universo de la ilegalidad: se estima que el país pierde cada año una cifra cercana a los 2000 millones de dólares por la depredación que produce la pesca ilegal. Esta situación se ve agravada por la presencia de una potencia extranjera que usurpa 1,6 millones de km2 de nuestro mar territorial y expolia recursos –a través de la administración británica de las islas Malvinas– mediante la concesión de “permisos de captura” que contravienen las disposiciones de Naciones Unidas.
Argentina pierde cada año una cifra cercana a los 2000 millones de dólares por la depredación de la pesca ilegal, lo que se agrava por la concesión de permisos ilegales en nuestras aguas por parte de la administración británica de las islas Malvinas.
Por lo pronto, el Congreso Nacional ha dado una señal positiva al sancionar una reforma del Régimen Federal Pesquero, elevando las sanciones y actualizando las multas a la pesca ilegal, ordenando la retención del buque en puerto argentino hasta el pago de la multa y poniendo en cabeza del infractor los gastos en los que incurra el Estado durante el procedimiento. En el marco del informe que preparamos para el último número de la revista DEF, tuvimos la oportunidad de conocer cómo se realiza el monitoreo de nuestras aguas territoriales y cómo se llevan a cabo las tareas de “inteligencia marítima”, valiéndose del modernísimo sistema de información geográfica (SIG) Guardacostas, desarrollado y operado por Prefectura. Aún conscientes de que los medios con los que contamos son siempre escasos, sabemos que el esfuerzo mancomunado de los ministerios de Seguridad, Defensa, la Subsecretaría de Pesca y la Cancillería, junto con el trabajo operativo y coordinado de Prefectura y de la Armada Argentina, van por el camino correcto.
Para un país con un litoral marítimo de más de 4725 kilómetros sobre el océano Atlántico y 11.235 kilómetros adicionales, si incluimos nuestras islas australes y la Antártida Argentina, la cuestión de los pasajes bioceánicos es un factor clave. El estrecho de Magallanes, el canal de Beagle y el pasaje de Drake son las únicas vías de conexión naturales entre los océanos Atlántico y Pacífico. En este contexto, la usurpación británica de las Malvinas e islas del Atlántico Sur, que el Reino Unido utiliza para justificar una pretendida proyección sobre el sector antártico argentino –inverosímilmente denominado “British Antarctic Territory”–, nos obliga a mantenernos firmes en nuestros reclamos soberanos. Además, los 116 años de presencia ininterrumpida en la Antártida y la contribución argentina al conocimiento científico del Continente Blanco nos imponen ser protagonistas del monitoreo y de la protección de los recursos de ese ecosistema vital para el planeta.
Decíamos que los océanos tienen un valor fundamental desde el punto de vista económico. De acuerdo con las estadísticas de Naciones Unidas, el 80% del transporte mundial de mercancías se desarrolla por vía marítima, con un volumen total de 11.000 millones de toneladas en 2019. Los nuevos equilibrios geopolíticos se reflejan en los océanos. En la última década, China fue responsable de cerca de la mitad del crecimiento del comercio marítimo. Hoy alberga siete de las diez terminales portuarias de contenedores más grandes del planeta y, a través de grandes conglomerados estatales –como COFCO y CMG–, ha hecho pie en grandes puertos de Europa, Asia, África y Latinoamérica. El gigante asiático lidera, asimismo, el índice de conectividad del transporte marítimo (LSCI, por su sigla en inglés) a nivel mundial, que elabora la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), y que desde 2006 hasta 2019, logró mejorar su performance un 51 por ciento.
En este complejo ajedrez de intereses, la gobernanza de los océanos no puede quedar librada a la “ley del más fuerte”. La Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (Convemar), sancionada en 1982 y en vigor desde 1994, permitió dotar al planeta de un instrumento legal que ha sido calificado como la “Constitución de los océanos”. Sin embargo, subsiste el problema de la denominada “milla 201”, es decir, el espacio marítimo que se extiende más allá de la zona económica exclusiva (ZEE). En ese contexto, nuestro país es un actor interesado en regular las actividades que depredan nuestros caladeros y, para ello, necesita construir consensos con actores regionales y extrarregionales, que le permitan hacer sentir su voz en los organismos internacionales. Ahora bien, no se puede defender aquello que no se conoce. Por eso, es fundamental encarar una verdadera política oceánica nacional y dotar de recursos a los investigadores y estudiosos de las cuestiones ligadas a nuestros recursos marinos. En este sentido, una iniciativa como Pampa Azul, un proyecto multidisciplinario e interinstitucional que involucra a organismos públicos, instancias técnico-científicas e institutos de investigación relacionados con esta temática, es bienvenida y debe ser apuntalada para que se convierta en una política de Estado.
El problema de la milla 201, es decir, el espacio marítimo que se extiende más a allá de la zona económica exclusiva, exige la construcción de consensos con otros actores regionales y extrarregionales para proteger la sostenibilidad de la pesca en los caladeros del Atlántico sudoccidental.
Ahora bien, pensar la soberanía en forma integral requiere, sin dudas, de un control efectivo sobre nuestros espacios marítimos y sus recursos, pero el objetivo que debemos fijarnos como país no puede agotarse allí. Pensemos cuántos barcos podrían construirse en astilleros argentinos, cuánta gente podría estar capacitándose en escuelas de oficios náuticos y cuánto valor agregado podrían aportar a nuestro PBI estas actividades costas adentro. El desarrollo de una conciencia marítima nacional exige objetivos claros y políticas públicas coherentes, que conciban al sector pesquero como un engranaje importante, siempre dentro de un esquema general de desarrollo de nuestra industria naval y de recuperación de la Marina Mercante en pos de una mayor participación de nuestros buques de bandera en el comercio exterior.
Intentando entender esta compleja coyuntura, me orientó un veterano almirante:
“Una estrategia es un faro que, en un barco o en un tren, señala un camino en la noche. Sin esa luz, sin un propósito donde poner el esfuerzo colectivo, es muy difícil llegar a buen puerto. Hoy más que nunca, necesitamos ver esa luz lejana y esperanzadora. Los pronósticos son sombríos, no solo aquí sino en el resto del mundo, en el que seguramente están preparados y menos golpeados que nosotros. Por eso, la clave hoy es salir de la agenda de la coyuntura y pensar en lo que vamos a hacer el día después de la crisis. Salir de la agenda es alinearnos en un rumbo hacia esa luz que vemos en el horizonte. Es la pregunta insistente que nos gustaría escuchar de los periodistas, comunicadores e intelectuales, más allá de sus agendas en la coyuntura”.
Pensar en el mar y sus recursos, y en nuestras riquezas soberanas, es muy difícil. El mundo de la Argentina nunca estuvo en el mar; más aún, las inmigraciones, las distancias y la dura geografía marina dejaron a muy pocos hombres y mujeres dedicados a esas actividades. La patria no es una entelequia ni un nombre de fantasía. Es una construcción colectiva alrededor de un proyecto significativo que nos involucra a todos, tanto en la tierra como en el aire y en el mar.
Es hora de pensar en los cambios profundos que la Argentina necesita para torcer un destino incierto. No debemos esperar al fin de la pandemia para iniciar ese camino imprescindible.
* Esta nota fue escrita por el director de DEF
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