Se suele hablar del “día después del coronavirus”; y me pregunto qué sentido le atribuye a esas palabras nuestra escucha. ¿Una reflexión, un anhelo, o un reclamo ansioso? Cuando se instaló la cuarentena, prácticamente, nadie dudó de su necesidad y de lo importante que era que el presidente no la demorara. Ya pasaron más de 100 días en esa condición, dado que exigencias médicas y sanitarias así lo indicaban e indican. Pero, más allá de su indispensabilidad, no solo es innegable su efecto nocivo en lo relativo a nuestra salud mental, sino que cada vez es más preocupante. Haré mención de esto más adelante.
En función de lo mencionado y de algunas otras razones, la afortunada expresión “Quedate en casa” ha transformado el esfuerzo y la tolerancia en una vivencia de encierro insoportable que se traduce en un anonimato identitario, en un vacío que genera una soledad vincular que remite, a nivel latente, a la angustia de muerte. La sensación de escepticismo frente a este “¿cuándo va a terminar?” se convierte en un “esto no termina nunca”. Esta situación es vivida como el apagamiento de planes y proyectos que son las actitudes que definen el futuro, y ese porvenir que genera confianza y, sobre todo, impulso vital. Por eso, pienso que el paternalismo protector del comienzo se empezó a disipar cuando empezaron a sucederse anuncios frustrantes uno tras otro.
Desnudar la falacia
“Alto poder de contagio y bajo índice de letalidad”, escuchamos esta afirmación innumerables veces, pero la escucha lo traduce de un modo distinto: es un virus para el que no tenemos cura, que invade masivamente y puede llevar a la muerte. Sabemos qué es lo importante y, en ese sentido, intentamos trabajarlo, sentir en todo caso un miedo útil que objetive lo mejor posible la dimensión del peligro, el rival a enfrentar. Así, desde un optimismo lúcido, podremos actuar de un modo eficaz. Pero, sobre todo, podremos impedir la presencia del pánico inútil, aquel que bloquea, disuelve y genera comportamientos que potencian la ansiedad.
El virus, al que se lo llama “el enemigo invisible” por su tamaño imperceptible, ha puesto en jaque al mundo en que vivimos y a las referencias que le otorgan al ser humano un sentido de seguridad y coherencia. Por su carácter inédito y sorpresivo, la situación es desconcertante. Más aún, puede resultar intolerable, porque desnuda la falacia de nuestra ilusoria omnipotencia, que había llegado a desafiar cualquier límite: la longevidad parecía ya un objetivo logrado o por lograr a corto plazo, y hasta se había empezado a soñar con la inmortalidad como el paso siguiente.
A estas alturas de la pandemia, se logró que infectólogos y epidemiólogos explicaran lo que hace falta saber de modo comprensible para todos. La gente tiene las recomendaciones y advertencias necesarias. Muchos, sin embargo, desde distintas áreas, intentamos enunciar y fortalecer la comprensión de lo que es útil y suficiente.
La expectativa de unos y la exigencia de otros llevan, a menudo, a la tentación omnipotente de querer explicarlo todo, incluso, aquello que todavía no tiene respuesta. Lo importante para la sociedad es recibir una información de calidad y en cantidad suficiente. Si me permiten una metáfora gastronómica: ni desnutrición ni empacho, pues ambos hacen mal. Lo obvio, lo que sabemos, si se lo repite de un modo incesante, termina por perder densidad y apaga la capacidad de cambio que necesitamos. Se banaliza y, curiosamente, termina perdiendo fuerza, y su enunciado se desdibuja. Estamos frente a nuevas encrucijadas y desafíos; exigidos a repensar, innovar y asistir de un modo original y eficaz.
Disolver el fantasma
Pero volvamos al principio, a la expectativa positiva: el día después. Sepamos que no va a haber un día puntual, sino un tiempo, un itinerario, donde las puertas se irán abriendo paulatinamente. Habrá que superar las inhibiciones residuales que estas vicisitudes patológicas generan. ¿A qué? Al mundo externo que en un principio retendrá el fantasma de la peligrosidad. Deberemos resolver la relación con nuestro semejante, efectivamente aquel que cuidamos y nos cuida, pero, inconscientemente, aquel que nos puede contagiar. No podremos estar ajenos a contradicciones y ambivalencias.
Habrá que disolver fobias de distinto calibre, algunas que existían previamente y quedaron fortalecidas, y otras que habrá inaugurado esta pandemia. Y transitar los duelos por las pérdidas reales, tanto materiales como simbólicas; y sabemos que el duelo es un proceso que tiene un determinado tiempo de elaboración.
Por otro lado, habrá que enfrentar el miedo a la repetición de lo traumático y recuperar y fortalecer la esperanza entusiasta (no el pensamiento mágico), la fortaleza de nuestra persona, la consistencia de nuestros ideales, y saber apostar con convicción y responsabilidad al interés y amor por el otro, y por el mundo.
*El autor del texto es médico psiquiatra, psicoanalista y escritor.
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