A fines de enero de 2020, una fecha reciente pero que parece lejana, el Fondo Monetario Internacional (FMI) presentó su informe de proyecciones de crecimiento para el actual período. Anticipaban que la economía internacional crecería a una tasa de alrededor del 3%, tendencia que se aceleraría en 2021. Números muy semejantes anticipaban las consultoras y agencias de riesgos. Para ese entonces, el brote de COVID-19 ya había surgido en Wuhan, pero a casi ningún organismo internacional le preocupaba ni podía anticipar un impacto fuera de China.
Frente al estallido de un nuevo coronavirus, Pekín decidió tomar medidas drásticas e instauró una masiva y estricta cuarentena, primero en Wuhan y, rápidamente, la extendió a toda la provincia de Hubei. De este modo, 55 millones de personas y una economía del tamaño de Polonia quedó prácticamente clausurada. Fue una medida sin precedentes y tuvo un significativo costo para la economía china.
Como todos sabemos, a pesar de la cuarentena, el virus se propagó al resto del mundo. Primero, afectó a los países del Asia-Pacífico –Corea del Sur se transformó en el segundo cluster infeccioso– y, tiempo más tarde, llegó a Medio Oriente (con epicentro en Irán) y a Europa (con foco en Italia).
En febrero, empezó a evidenciarse una relación simétrica entre la propagación del COVID-19 y la probabilidad de una crisis económica global. En un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se advertía que si los países de la Unión Europea (UE) se veían afectados por el coronavirus de manera similar a China, no solo la economía europea entraría en recesión, sino toda la economía global. En términos más simples: si dos de los tres “motores” de la economía internacional (la UE y China) caían en recesión, el mundo entero se vería afectado, incluso si Estados Unidos lograba no afectarse significativamente.
A comienzos de marzo, Italia ya había impuesto una cuarentena masiva y otros países de la UE habían aplicado restricciones a la movilidad e iban camino a implementar medidas más duras. Se hizo evidente que Europa estaba detrás de los pasos de China. Esto se reflejó en los mercados internacionales y se conoció como el “lunes negro” del 9 de marzo, cuando las principales bolsas del mundo tuvieron una significativa caída, producto de la percepción generalizada de que la economía internacional se dirigía inevitablemente hacia una recesión. También se produjo una devaluación de las monedas de los países emergentes y se precipitó derrumbe más pronunciado de los commodities. A los pocos días, la OMS declaró al COVID-19 como “pandemia” y anunció que su epicentro pasaba a ser Europa.
De esta forma, se “fusionaron” la crisis sanitaria con la crisis económica. En la medida que avanza el virus, los Estados se ven en la obligación de imponer cuarentenas, medidas de distanciamiento social y restricciones a los viajes, lo que conduce a una caída de la actividad económica y luego a una recesión.
Recalculando
Para abril, tanto organismos multilaterales como consultoras privadas coincidían en pronosticar que el mundo se dirigía hacia una recesión sin precedentes. Según un informe del FMI, titulado “El gran confinamiento: La peor desaceleración económica desde la Gran Depresión”, la economía internacional caería un 3% en 2020. Según el informe, EE. UU. caería un -5,9%; la UE, -7,5%; el Reino Unido, -6,5%; Japón, -5,2% y China crecería “solo” 1,2% (la tasa más baja desde el inicio de la Reforma Económica en 1978). Comparado con otras crisis, “el gran confinamiento” supera holgadamente el -0,1% de la crisis financiera de 2008-09 y solo queda por detrás de la crisis de 1929. Adicionalmente, afecta por igual a países desarrollados como en desarrollo.
Pero el impacto –es decir, cuánto caerán las economías– no es la mayor preocupación. Más alarmante es la incertidumbre en cuanto a la duración de las cuarentenas y las medidas de distanciamiento social. O, más precisamente, el tiempo que demorará el mundo en volver a la “normalidad”.
Es en este punto en el que, con razón, se sostiene que esta no es “una crisis económica más”. Tómese por caso la crisis financiera de 2008/09. En aquel entonces, se sabía que la crisis tenía su origen en los llamados “subprime” y en los “activos tóxicos” que los bancos poseían. Entonces, fue en esa dirección en la que apuntaron las distintas políticas de la Reserva Federal y del Departamento del Tesoro. Primero, se contuvo a los bancos, luego, se procedió a asistir a las empresas con salvatajes (bailouts) para evitar así más quiebras y más despidos. Finalmente, se asistió a las familias, a los desempleados y a todos aquellos que vieron deteriorados sus ingresos. Para ellos, se lanzaron seguros de desempleo, se otorgaron subsidios y otras políticas de estímulo a la demanda conocidas como “helicopter money”. Para fines de 2009 y comienzos de 2010, la economía internacional estaba creciendo nuevamente.
Actualmente, los países desarrollados y, en menor medida, los países en desarrollo están ejecutando salvatajes y planes de estímulo semejantes. Los EE. UU., la UE, y el Reino Unido ya han lanzado planes que superan los abultados números de la crisis financiera pasada. Pero –a diferencia de 2008/09– no hay todavía forma de “atacar” la raíz del problema, que sigue siendo la pandemia.
Lamentablemente, el desarrollo de un tratamiento o una vacuna no responde necesariamente a los tiempos de la economía. Por lo tanto, el desafío será cómo reabrir economías cerradas por las cuarentenas e incorporar las medidas de distanciamiento social a la actividad económica. Todo ello sin poner en riesgo a la salud pública.
*El autor de este artículo es Magister en Relaciones y Negociaciones Internacionales, FLACSO – UDESA, profesor del Departamento de Gobierno y Relaciones Internacionales, UADE e investigador del think tank Innovaes.
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