“La formación del personal que conforma las bases antárticas es integral y abarca los conocimientos y las aptitudes básicas para vivir en un ambiente riguroso, además de desarrollar la capacidad de trabajar en equipo. Sin embargo, hay algo para lo que no nos preparan: el regreso”, afirma el coronel Miguel Felipe Perandones, quien participó de la actividad antártica desde 1975 hasta 2001. En ese período, invernó tres años y, entre 1993 y 2001, se desempeñó como segundo comandante y luego como titular del Comando Antártico del Ejército.
Si bien las actividades en la Antártida se llevan a cabo bajo la órbita del Tratado Antártico, instrumento jurídico internacional que designa al sexto continente como tierra de paz y ciencia, y determina que solo podrá utilizarse con fines pacíficos y no está permitida la actividad militar, la presencia de las Fuerzas Armadas es indispensable para cumplir con las tareas logísticas. Entre ellas, el mantenimiento de bases y refugios, la carga y descarga de combustible, el traslado de personal, las tareas de salvataje, la meteorología, la topografía y el patrullaje de zona son algunas de las funciones que permiten la realización de las campañas de investigación.
Son seis las estaciones permanentes –que funcionan todo el año– con las que cuenta la Argentina: San Martín, Esperanza, Belgrano II, Carlini (ex Jubany), Marambio y Orcadas; y siete las temporarias –operativas solo en verano–: Melchior, Decepción, Primavera, Cámara, Brown, Matienzo y Petrel. En ellas, se llevan adelante variadas investigaciones en diversas áreas, como geología, paleontología, glaciología, biología, sismología, paleontología, etc., a nivel nacional y en cooperación con otros países.
El personal que inverna en la Antártida –tanto militar como científico– permanece un año –lapso en el cual convive aislado con un grupo pequeño de gente, que oscila entre las 15 y las 40 personas– en un lugar donde no existen el dinero, ni los comercios, ni sitios de esparcimiento, y donde cada uno cumple una función determinada que permite la supervivencia y la preservación de la estación científica.
-Después de un año de vivir en ese microuniverso, ¿qué se siente al regresar a la vida cotidiana en la sociedad?
-Cuando daba charlas a los futuros antárticos, siempre comenzaba diciendo que en el curso te preparan para todo, menos para el regreso. Y es exactamente así. Después de un año de soledad y aislamiento, uno vuelve y siente que llega a un mundo distinto, es como mirar una película por televisión. Todo te pasa por el costado, sin rozarte. A mí, que venía de un lugar donde, en ese entonces, ir a 40 km por hora en un snowcat era correr una carrera, lo que más me impactó fue la velocidad. Todo el mundo iba apurado y yo no lograba entender adónde ni por qué.
-Usted invernó en las bases Belgrano, Primavera y Esperanza. ¿Qué tienen en común y qué las diferencia?
-Cada base tiene su impronta. La base Belgrano, la más austral y aislada de las instalaciones argentinas, es donde se vive en el más riguroso clima polar: cuatro meses de noche y cuatro de luz, el resto es día y noche. Tiene la particularidad de que permite ver las auroras australes, un espectáculo único. Si tuviera que definir el paisaje, diría unas pocas palabras: blancura, silencio y soledad. Allí solo se siente el sonido de los motores de la usina, que funcionan las 24 horas, aunque la realidad es que uno deja de oírlos porque pasan a ser parte del silencio. Y respecto a la soledad, es casi total porque ni siquiera hay fauna, solo se acercan, a veces en verano, algunas aves, como skúas y palomitas antárticas. En la base Esperanza, cambia todo, ya que es un lugar donde invernan familias, hay mujeres y niños, por lo cual es otra la forma de relacionarse. En cuanto al clima, bajan unos tremendos vientos del glaciar y hay que soportar el encierro con ese silbido permanente. En la base Primavera, la característica es que, al estar ubicada en la ladera norte de una cadena montañosa, no se ve afectada por los vientos polares, por lo cual el clima es más benigno y la fauna, diversa y activa. Pese a las diferencias, todas tienen en común el tiempo de soledad.
-Es muy difícil imaginarse la vida en un lugar con esas características. ¿Se necesita un perfil determinado?
-Siempre pensé que los antárticos tenemos tres características distintivas: somos místicos, románticos y aventureros. Creo que la vida en aislamiento y soledad hace que uno se sienta cerca de Dios. Es muy difícil explicar los sentimientos, pero uno se enamora de esa geografía, quizá por el gran esfuerzo y sacrificio que exige. El espíritu antártico vuelve al hombre unido, idealista, ingenioso, desinteresado y lo lleva a trabajar por amor y no por obligación.
-En estos tiempos de cuarentena, muchos hablan del estrés del encierro. ¿Se percibe esa sensación en el sexto continente?
-Yo voy a hablar desde mi experiencia personal, aunque hay estudios científicos que la avalan. La psicóloga de la Dirección Nacional del Antártico, licenciada Marta Barbarito, estudió el estrés antártico por medio de tests realizados antes, durante y después de la invernada. Al leer ese trabajo, vi puesto en palabras lo que yo mismo había sentido y posteriormente había podido corroborar entre los antárticos. El estrés se siente menos cuanto más alejado se encuentra uno de la “civilización”. En la base Belgrano, ubicada a 1300 kilómetros del Polo Sur, a diferencia de lo que puede suponerse, es donde la gente se siente mejor anímicamente.
El resto de las bases está ubicado de forma escalonada hacia el norte y, a medida que se van acercando al continente americano, el estrés es mayor. A lo largo de mi carrera, pude comprobar que, cuanto más al norte se está, cuanto mayor acceso a las comunicaciones se tiene, hay más conflicto, y digo conflicto porque los problemas eran los mismos, lo que variaba era la forma de encararlos. En síntesis, los más sufridos eran los que estaban más aislados y menos estrés tenían y, al mismo tiempo, eran quienes más sufrían al regresar.
-En el contexto actual, nos dimos cuenta, entre otras cosas, de que es más importante un médico o un enfermero que un político. ¿Qué destacaría de lo aprendido durante sus invernadas?
-Aprendí muchísimas cosas: a cocinar y lavar los platos, a atender y servir, a despojarme de las jerarquías para limpiar una mesa o los baños porque era mi turno de hacerlo. Comprendí la verdad que encierra la frase que dice que “el servir solo molesta a los serviles”. Por otro lado, aprendí a valorar cosas que antes nunca había tenido en cuenta. Por ejemplo, una actividad cotidiana y muy dura es la de “hacer agua”, ya que, aunque estamos en el lugar considerado reserva hídrica del mundo, está congelada y hay que proveerse de ella a diario y descongelarla para poder utilizarla. Desde entonces, no tolero una canilla que gotea.
Creo que algo muy relevante tiene que ver con la escala de valores, que, si bien siempre existe, varía según la circunstancia. Mientras que, en una situación común, una persona coloca en el primer lugar a la familia, seguida de la salud o el dinero, etc., en la vida cotidiana antártica, por ejemplo, cobra una importancia inusitada el hecho de comer una buena porción de queso y dulce en el postre.
-¿Cómo imagina que va a ser nuestro regreso a la vida en común?
-No lo sé, pero puede ser esa sensación que comenté antes de estar viendo una película. Sin embargo, hay una diferencia sustancial: al volver de la Antártida, el hombre debe incorporarse a un mundo que siguió adelante en su ausencia. En este caso, la reinserción será en conjunto, porque el aislamiento es general. Se me ocurre pensar que vamos a salir a la calle y mirarnos con cierta desconfianza, que no va a haber lugar para los abrazos, pero también creo que será una sensación pasajera. La extrañeza del regreso no suele durar más de dos o tres meses.
-Hay una idea generalizada de que vamos a salir mejores de esta experiencia. ¿Habremos aprendido algo como sociedad?
-Es imposible preverlo porque es algo nuevo para todos. El abanico es amplio, desde pensar que lo mejor es ser un egoísta que aboga por su propio bienestar o que hay que disfrutar porque se acaba el mundo, hasta que debemos ser más solidarios, más respetuosos de las normas o más cuidadosos con el planeta. La ilusión es que, al menos, los argentinos hayamos aprendido a pensar en el bien de la comunidad. Y esto me remite directamente a la Antártida, porque es un lugar donde se aprende a no ser egoísta, a trabajar para el otro. Muchas de las tareas planificadas duran el año entero –por ejemplo, construir una cámara para el tratamiento de líquidos cloacales–, o sea que uno sabe que recién lo podrá disfrutar la dotación siguiente; sin embargo, eso no impide que se haga del mejor modo. No existen los intereses personales, trabajamos en conjunto y nos ayudamos entre todos. Ojalá esta pandemia nos deje como enseñanza que nadie se salva solo.
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