No hay muchas cosas para agregar a la situación que vivimos en tiempo de pandemia. Un virus ha detenido al mundo y la aldea global ha cambiado sus necesidades e intereses, mientras se espera una vacuna salvadora que le permita volver a sus quehaceres habituales y poder así dejar en el recuerdo este tiempo desolador, donde el otro, el prójimo, es el enemigo. Alguien de quien desconfiar, aquel que aun asintomático, puede llevarnos al cementerio sin escala, sin pompa, sin abrazos ni despedidas. Hoy es tiempo de controversias entre políticas adoptadas, entre teorías contrapuestas de epidemiólogos y sanitaristas, y entre las variantes que los países buscan intentando un buen vivir y un menor morir, hasta dar con las respuestas que aniquilen al virus. También es tiempo de desinformación, de fake news y de los consabidos pseudoespecialistas, hechos al paso en los medios de comunicación y en esa arma letal que resulta ser twitter, que impide lograr la serenidad, la racionalidad y la paciencia necesarias para estas horas de cuarentena y desasosiego.
Es que el virus nos ha igualado a todos, nadie lo puede mirar desde muy lejos ni hacerse el desentendido, ni el rey ni el plebeyo, ni el del más elegante barrio o el que sin techo deambula por las calles. Todos y sin excepción pueden caer bajo su manto, y eso es, sin duda, el efecto principal que ha causado en el mundo entero: el miedo. El miedo global que ni bombas ni guerras, ni terrorismo han logrado imprimir en forma generalizada. No hay soluciones a la vista, estamos todos disponibles como nunca, y esa alerta global no se recordaba desde 1918, cuando la gripe española hizo estragos en la humanidad. Ya premonitoriamente, el inteligente y perspicaz Joan Manuel Serrat lo advertía aún antes de que el coronavirus se ensañara tan cruelmente con España. Fue al decirle a sus compatriotas que “el gran combate era contra el miedo porque él nos hace peores, saca lo peor de nosotros y nos hace más insolidarios, egoístas y mezquinos. Es el miedo quien nos pone más vulnerables y más indefensos frente a este enemigo”.
La verdad es que en un mundo apurado, siempre con urgentes prioridades y desafíos importantes, esos que hoy parecen niñerías, fue sorprendido por la pandemia, no por imprevista, sino muy por el contrario, por la soberbia, la ambición, y la autosuficiencia que hizo oídos sordos a las cientos de advertencias que políticos, científicos e influencers de fama mundial dieron a esta “posibilidad inminente”. Ahora todos desempolvamos de internet, de conferencias, de youtube y de papers públicos, todos desoídos, ignorados y la mayor de las veces desechados por otras urgencias que hoy ya no existen. Resultan sorprendentes las perfectas predicciones que Bill Gates dio al respecto en una imperdible charla TED en 2015, que ya fue reproducida a 43 idiomas y vista por millones de personas, donde alertaba sobre una epidemia respiratoria para la que no estábamos preparados. En 2005, George Bush había pedido al respecto que se elaborara un plan con una estrategia nacional. Al presentarlo ante el Instituto Nacional de Salud, auguró: “Si debiera enfrentarse esta situación y progresara, podría convertirse en un verdadero infierno”. Obama heredó el plan y lo mantuvo y lo desarrolló, pero luego Trump lo desmanteló. Igual todo esto es pasado, y hoy el planeta se ha detenido ante la emergencia, esa que no debiera habernos sorprendido, no solo por los anticipos enunciados y otros cientos de papers de científicos, sino porque subyace además una responsabilidad humana primaria en la ruptura de barreras existentes con la naturaleza que, sea por desidia, por ambición desmedida o mala fe, han sido rotas en el inestable equilibrio de nuestro mundo.
En un principio, todo indicaba que hubo un tránsito de la enfermedad desde los animales hasta nuestra especie, y que ese tránsito nació en la ciudad china de Wuhan, dentro de sus más famosos pestilentes mercados. En la actualidad, surgen diferentes alternativas en relación a su origen, algunas conspirativas y disparatadas, y otras provenientes de instituciones y universidades prestigiosas y también por qué no decirlo, de intereses políticos de todo orden. Nada muy diferente al pasado remoto ni a las últimas epidemias que supimos conseguir, desde el HIV al SARS, sin olvidar el ébola y hasta el más cercano MERS. En todos los casos, la enfermedad saltó a los humanos desde fuera de su entorno natural y, también en todos los casos, se cobró millones de víctimas, muchas más que las guerras que ocupan los portales y diarios de todo el mundo. El COVID19 podría haber sido tan solo una epidemia más que, seguramente, habríamos ocultado bajo la alfombra si hubiera involucrado algún país lejano difícil de pronunciar o de ubicar en el planisferio, pero lamentablemente, se esparció a gran velocidad por el mundo entero. Igual que la peste negra a fines de 1345, que llegó al mundo conocido desde la ciudad de Kaffa (actual Crimea), en el tiempo de la velocidad de sus naves y de su comercio. Hoy, en la aldea global, con esos sistemas de alto desarrollo que tanto valoramos, llegó en días o en pocas semanas a todo el planeta. Por los mismos métodos que en el siglo XIV, al ritmo de los medios de transporte actuales, del comercio y del turismo internacional.
La verdad es que todos nuestros ecosistemas y nuestra biodiversidad están dañados y en peligro. Casi siempre sus defensores, la joven Greta Thumber, como cara visible, más los cientos de organismos internacionales que denuncian estos peligros de manera clara y científica, han sido mal mirados las más de las veces, cuando no, provocados por quienes los acusan de detener el desarrollo y el avance económico mundial. Hoy pagamos sin duda los resultados de la deforestación, de la intrusión en la naturaleza, de la destrucción de los humedales y de la explotación exacerbada de la tierra. Esa naturaleza por la que mostramos absoluta carencia de empatía. Eso que alguna vez dijo Gabriel García Márquez, “No tenemos otro mundo al que nos podamos mudar”, pareciera haber sido poco o nada escuchado. El cuidado, las inversiones reclamadas, la necesidad de moderar la ambición desmedida, serán nada, tan solo una inversión irrelevante, comparada con la cuenta que la sociedad mundial deberá pagar por la pandemia que vivimos. Aún no podemos evaluar cuánto costará recuperarse de la huida de capitales, de la destrucción del empleo, de la baja del petróleo y de la quiebra de empresas, junto a la destrucción de muchas de las materias primas con las que vivimos hasta hoy. Ese será, seguramente, parte del castigo de tanta irresponsabilidad y seguramente superará con creces las crisis más profundas de los últimos cien años.
Saldremos de esta situación, malheridos y con más o menos bajas, pero ya sabemos, según la propia ciencia, que esta no será la última epidemia que deberemos enfrentar. Muchos se preguntan, y hasta algunos aseveran, que saldremos de estas circunstancias, mejores, más solidarios y compasivos de la realidad que nos rodea. Me permito dudar de esas predicciones. Prefiero creer que seremos, aunque sea, un poco más inteligentes y quizás eso alcance. Inteligentes para entender que, en un mundo global, hipercomunicado y en crecimiento geométrico, es imposible salvarse solos. Que la existencia de favelas, villas de emergencia, países enteros abandonados a su suerte, refugiados descastados y millones de olvidados del progreso, la higiene y la alimentación adecuada, pueden llevar a la muerte al más cuidado de los príncipes. Quizás esa sola realidad inmisericorde sea la guía adecuada para crear un hábitat más justo y necesario para todos los habitantes del planeta.
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