La ciencia es parte del ADN nacional, y la historia así lo demuestra. Solo se debe mirar hacia atrás para comprobar el compromiso del país con las diferentes áreas de la investigación, desde su fundación hasta el presente. En 1864, Julio Verne publicaba Viaje al centro de la Tierra, y uno de sus personajes, el profesor Otto Lidenbrock, decía: “La ciencia, hijo mío, está llena de errores; pero de errores que conviene conocer, porque conducen poco a poco a la verdad”. En línea con el escritor, pero 50 años antes, los hombres de la Revolución de Mayo supieron hacer una lectura similar y fundaron las primeras instituciones destinadas a promover el conocimiento.
El general Manuel Belgrano fue uno de los hombres que más hizo por la cultura científica del país; fue una de las personas con mayor visión de estas tierras y supo entender (desde el principio) el potencial que tenían la ciencia y la técnica dentro de la construcción social: creó las academias de Matemática y Náutica, y fundó varias instituciones de enseñanza técnico-profesionales. Además, fue uno de los principales promotores de los experimentos en el rubro agrícola, dado que soñaba con potenciar los conocimientos de una sociedad lejos de la indigencia y muy cercana al desarrollo.
Ya un poco más adelante, entre 1871 y 1876, Córdoba supo convertirse en el máximo polo científico argentino. Con la fundación del Observatorio Astronómico de la Nación, de la Oficina Meteorológica Nacional, y las creaciones de la Academia Nacional de Ciencias y la Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas, la provincia se posicionó a la vanguardia de estos estudios, que le permitieron a la Argentina conseguir importantes progresos en materia de astronomía y conocimiento de los cielos. Cabe destacar que las dos primeras, creadas bajo la presidencia de Sarmiento, contaron con el incalculable valor de los aportes del estadounidense Benjamín Gould en sendas disciplinas.
Florentino Ameghino, considerado por muchos como el primer científico argentino, fue otro de los grandes valores de esta tierra. Según el biólogo y paleontólogo Osvaldo Reig, “Ameghino fue, a la par que un colosal descriptor y clasificador de los vestigios de la vida pasada, un creador de ideas, un creador de teorías, un innovador en el terreno del pensamiento científico y un valiente defensor de sus creencias”. El hombre nacido en Luján, que buscaba una educación alejada de la institución católica y que persiguiera el método científico, dejó como legado 24 volúmenes, de entre 700 y 800 páginas cada uno, que contienen clasificaciones, estudios, comparaciones y descripciones de más de 9000 animales extinguidos, muchos de ellos descubiertos por él.
Hacia finales de siglo XIX, un poco más alejado del espacio y más cerca del suelo, el meritorio de policía y hombre con vastos conocimientos en matemática y antropología, Juan Vucetich, impresionaba a sus pares y al resto de la comunidad científica con su descubrimiento: en 1891, y mediante cuatro rasgos que incluían arcos, presillas internas, presillas externas y verticilos, el croata nacionalizado argentino desarrolló y llevó adelante –por primera vez en el mundo– el registro dactiloscópico de las personas. El hallazgo le valió a Vucetich innumerable cantidad de reconocimientos aquí y en todas partes.
La fabricación de aviones y el sueño espacial
Entre 1928 y 1929, en Córdoba y bajo la presidencia de Yrigoyen, nació la Fábrica Militar de Aviones; de hecho, aún hoy, es considerada como la piedra fundacional del coqueteo local con mundo de la aviación. En un principio, la compañía solo se dedicaba a la fabricación de aeronaves y motores bajo licencia; sin embargo, para 1931, comenzaba a tomar vuelo propio y trabajaba fuertemente para diseñar y fabricar sus propios modelos para uso civil y militar: del resultado de aquellos años, nacieron los aviones Ae.C.1 y Ae.C.2.
Durante el gobierno de Juan Domingo Perón, los resultados y la labor ardua e incesante de los trabajadores vieron sus resultados y convirtieron a la Argentina en el primer país de la región que construyó en forma íntegra un avión caza a propulsión, el Pulqui II. Para ese entonces, la fábrica ya era considerada principal empresa aeronáutica de América Latina y un orgullo nacional. Mientras tanto, y casi en simultáneo, en los laboratorios de Fabricaciones Militares, se desarrollaba y ponía a prueba el PAT1, el primer proyectil hecho en el país.
Poco más de dos décadas después, la fundación de INVAP, mediante un convenio entre el Gobierno de la provincia de Río Negro y la Comisión Nacional de Energía Atómica de Argentina, significó otro de los puntos importantes en la historia de la ciencia nacional. Además de dedicarse de lleno al estudio de la energía nuclear e invertir esfuerzos en el desarrollo de alta tecnología industrial, hubo lugar para el estudio y los avances en materia espacial.
Tras algunos momentos oscuros de la historia argentina, muchos de estos progresos se vieron frustrados o simplemente quedaron aplazados en la agenda del desarrollo tecnológico local. No fue hasta 1990 que Argentina volvió a probar suerte con el espacio, aunque en esta ocasión se trató del LUSAT-1, el primer satélite nacional puesto en órbita por un grupo de radioaficionados locales que le devolvieron cierto espíritu innovador al país: un año más tarde, se fundaba la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE).
El MU-SAT y el SAC-B fueron los sucesores del LUSAT y, gracias a ellos, a finales de 1996, podría decirse que el país rompió con la inercia y comenzó su sueño espacial. Una década más tarde, Argentina comenzaba a proyectar el primer satélite geoestacionario de comunicaciones fabricado por completo en el país, y eso se convertiría en la génesis que dio origen al ARSAT-1, ARSAT-2 y al reciente anuncio de la construcción del ARSAT-3.
Reactores, energía nuclear y la creación del CONICET
Con la creación de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) en 1950, el país comenzaba a considerar como política de Estado el desarrollo de este tipo de energías alternativas. A mediados de la década, se crea el prestigioso Instituto Balseiro –que en la actualidad es uno de los principales centros de estudios en el área– y, a fines de 1955, se construye en Argentina el primer reactor atómico de fabricación nacional, el RA-1 (Reactor Argentino) y queda como anécdota que aún hoy se disputa con Brasil el hecho de haber llevado adelante la primera reacción en cadena de América Latina. Ya en 1958, Argentina concretó la venta del know how para la fabricación de elementos combustibles para reactores tipo “ARGONAUT” a una empresa alemana.
Otro de los hechos notables para la historia nacional fue la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), el 5 de febrero de 1958, con el objetivo de estructurar un organismo académico gubernamental que tuviera la capacidad de promover la investigación científica y tecnológica en el país. El premio nobel de Medicina Bernardo A. Houssay fue su primer presidente, y a lo largo de más de una década logró imprimirle al CONICET una visión estratégica que hoy continúa vigente.
Volviendo al plano atómico, en 1974, la conexión de Atucha I (en Buenos Aires) al Sistema Eléctrico Nacional no solo marcó una nueva era en materia energética, sino que logró que el país se convirtiera en el primero en contar con una central nuclear dentro de la región. Sin duda, estos avances dieron pie a que, 10 años más tarde, se inaugurase la central Embalse (en Córdoba) trabajando con tecnología de uranio natural.
La historia de Atucha II, la cual suspendió su construcción en 1994 y volvió a tomar forma en 2006, y el anuncio del desarrollo de Atucha III marcan la vuelta nacional al campo atómico y dejan en claro que la ampliación de estas tecnologías no solo representa un aporte al sistema energético del país, sino que brinda mayores posibilidades de crecimiento y avances tecnológicos.
Aportes a la salud mundial
Mientras todos están pendientes de los desarrollos para intentar combatir al coronavirus, hubo una buena noticia a nivel local: Argentina es uno de los 10 países elegidos por la OMS para probar terapias contra el COVID-19, utilizando la hidroxicloroquina como una de las drogas para curar la enfermedad. Sin embargo, a lo largo de los más de 200 años de historia, existieron cientos de innovaciones en materia sanitaria y que contribuyeron a la medicina global.
El médico y fisiólogo argentino Bernardo Houssay fue el primer latinoamericano en recibir el Premio Nobel de Medicina, en 1947, por el descubrimiento del significado del metabolismo de los hidratos de carbono en relación con el lóbulo anterior de la hipófisis, lo cual representó un importante avance en la lucha contra la diabetes. Houssay fue el director de la Academia Nacional de Medicina y, entre sus discípulos, tuvo a otro destacado miembro de la ciencia vernácula: Luis Federico Leloir.
El doctor Leloir también fue galardonado con una distinción similar a la de su maestro, en el área de Química, y su investigación tuvo que ver con una serie de investigaciones que determinaron cómo los alimentos se transforman en azúcares, sirven de combustible a la vida humana y cumplen un papel en la fabricación de los hidratos de carbono. Su contribución sirvió, entre otras cosas, para entender en profundidad una enfermedad llamada galactosemia, en la cual se produce una incapacidad para transformar un hidrato de carbono proveniente de la leche, denominado galactosa, en glucosa, fuente de energía que todas las células del organismo necesitan para vivir.
Completa el podio de los Nobel argentinos, en 1984, el doctor César Milstein. Él, con un descubrimiento sobre los anticuerpos monoclonales, produjo una revolución en el proceso de reconocimiento y lectura de las células y de moléculas extrañas al sistema inmunológico, el cual consiste en la producción de anticuerpos o proteínas capaces de atacar sustancias invasoras en el paciente para dirigirse específicamente a un tipo de células.
El uso de estos anticuerpos monoclonales es tan amplio que se extiende desde la lucha contra el cáncer hasta los tests caseros de embarazo, desde los métodos de diagnóstico hasta la producción de vacunas. “Es un imán que busca una aguja en un pajar”, supo graficar Milstein.
En la actualidad, el CONICET cuenta con más de 10.000 investigadores, más de 11.000 becarios de doctorado y posgrado, y más de 2600 técnicos en áreas de investigación. En 2014, el organismo había alcanzado el puesto número 79 entre casi 5000 instituciones de producción científica e investigación más importantes del mundo, según el ranking SCImago.
En el último tiempo, gracias a la lucha de las mujeres por ampliar sus derechos, muchas son las científicas que han ganado terreno en el país y en todo el mundo. La doctora Cecilia Grierson, la primera científica del país y creadora de la primera Escuela de Enfermeras de América Latina, luchó contra los prejuicios y logró marcar un camino. Los ejemplos de argentinas que han roto todo tipo de barrera y han hecho aportes a la ciencia local son muchos, pero algunos de los más recientes son la bióloga Sandra Díaz, que en 2007 formó parte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático que ganó el Premio Nobel de la Paz o la doctora Raquel Chan, pionera en desarrollar las primeras variantes de soja y trigo en el mundo que son resistentes a la sequía, entre miles de ellas, muchas anónimas.
Siempre es importante repasar la cronología de los sucesos nacionales en este rubro. No solo para que buena parte de la población se enorgullezca de los logros nacionales, sino también para revalorizar el trabajo anónimo y silencioso de todos los trabajadores y trabajadoras que se desempeñan en este campo y sueñan con una nación a la vanguardia en materia de desarrollo.
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