“He pasado muchos años en situaciones de soledad y debo reconocer que, a medida que fue transcurriendo el tiempo, me fui acostumbrando cada vez más a estar conmigo mismo. Incluso, diría, que el regreso a la vida en sociedad llegó a exigirme un esfuerzo”. El que habla es el doctor Rodolfo del Valle, geólogo, quien se desempeñó como investigador del Instituto Antártico Argentino entre 1973 y 2018. En ese lapso, participó de casi 50 campañas antárticas de verano e invierno, la mayor parte de ellas viviendo en carpas y refugios, trasladándose en motos de nieve y botes de goma, incluso en 1985, cuando fue jefe de la actual base Carlini (ex-Jubany) en la isla 25 de mayo, de las Shetland del Sur.
A bordo de buques, en bases permanentes, temporarias o campamentos, se distribuyen los científicos que llevan a cabo investigaciones en áreas diversas como meteorología, glaciología, paleontología, cambio climático, mamíferos marinos y aves, entre otros. En este vasto abanico de actividades, hay un elemento común: la hostilidad del clima y de las condiciones ambientales que deben afrontar los expertos para llevar adelante su tarea. Decir que la meteorología es hostil parece poco cuando hablamos del lugar más frío y ventoso del planeta, donde la temperatura promedio es de menos 20 grados y no son poco frecuentes las tormentas de viento que pueden durar semanas. Pese a todo, los investigadores que eligen trabajar en la Antártida sienten una fascinación única que los lleva a soportar cualquier inclemencia y, en la mayoría de los casos, a regresar una y otra vez.
-En tiempos de cuarentena, la pregunta inevitable es qué puede enseñarnos un especialista en aislamiento a quienes, muchas veces quejosos, nos encontramos encerrados en la comodidad de nuestros hogares.
-El aislamiento no es sencillo y creo que se soporta mejor si logramos mantener el espíritu en alto y la esperanza en el futuro. En la Antártida, cuando hay tormentas de viento, pueden pasar semanas en las que no es posible salir de la carpa, y las opciones son muy pocas: comer lo que hay –básicamente, carne congelada, verduras, frutas y cereales enlatados–, hacer algunos ejercicios físicos, ejercitar la respiración profunda y leer aquello que llevamos. Algo que aprendí es a no quejarme, a dejar de lado lo que me faltaba, a agradecer lo que tenía y poner el foco en el reencuentro con mis seres queridos. Creo que no difiere mucho de la situación que se vive en la actualidad, y que sería importante que pensáramos en las privaciones de quienes están mucho peor que nosotros.
-Usted mencionó las tormentas en la Antártida. ¿Cómo es el clima en general?
-Los veranos son bastante ajetreados, porque la luz del sol acompaña la mayor parte del día, mientras que, en invierno, por el contrario, la oscuridad es casi permanente. Otra característica es que el cielo permanece nublado la mayor parte del tiempo, lo cual impide ver las estrellas. Las tormentas son complicadas. El viento –llamado blizzard o viento blanco– es fortísimo, al punto de que se vuelve difícil respirar sin las máscaras antiblizzard y no se ve más allá de unos pocos metros de distancia. Hay ciertos cuidados básicos indispensables, como, por ejemplo, no acampar sobre el mar helado, porque la presión del viento puede fracturar la cubierta de hielo; o que las carpas no queden en la línea de los vientos catabáticos, aquellos que descienden de los valles glaciarios. Por esa razón, todos los años respetábamos la misma distribución de las capas, los cajones de víveres, los depósitos de combustible, las motos, lo que permitía formar una especie de muro de contención.
-¿Cuánto tiempo puede llegar a durar una tormenta?
-Días, incluso semanas. Durante ese lapso, no se puede salir de las carpas, y el tedio se combate rotulando y embalando muestras, procesando información geológica y geofísica, etc. Antes mencioné la importancia de la lectura, la mayoría de nosotros leía los textos almacenados en las computadoras portátiles. Muchas veces, me preguntan si jugábamos a las cartas o algo por el estilo y la realidad es que no, quizás porque los integrantes eran casi todos profesionales abocados a la preparación de artículos para publicaciones científicas. El tiempo restante en el campamento se empleaba armando y desarmando las carpas, cocinando, lavando ropa, reparando utensilios dañados, descansando del trajín diario, etc.
-¿Cómo se organiza un campamento en el hielo?
-Con carpas piramidales –estructura que mejor resiste el viento–, de 2 x 2 x 2 metros, que funcionan como dormitorio individual o para dos personas; una carpa laboratorio, de similares características, donde se realizan las actividades comunes –cocinar, comer, etc.–; y las carpitas “baño”, de 1,5x 1,5 x 1 metro. Los campamentos donde trabajé siempre fueron móviles, y contábamos con cuatro motos de nieve. Las carpas eran dobles y entre ellas se ponían bidones de combustible –querosene– y ollas con agua, que derretíamos arriba de un calentador para preparar los alimentos. Independientemente de lo que se cocinaba a diario en las situaciones comunes, en cada carpa había comida fraccionada para las emergencias. En cuanto a nuestras necesidades fisiológicas, si no podíamos salir, utilizábamos unas bolsitas que amontonábamos entre las carpas y, terminada la tormenta, tirábamos en un cajón común que era retirado cuando nos replegábamos.
-¿Alcanza para combatir el frío una bolsa de dormir?
-Sin dudas, no alcanza, pero el secreto para lograr cierta temperatura consiste en quitarse toda la ropa, porque la bolsa funciona como un termo que mantiene el calor corporal que se trasmite al aire interior. Para calefaccionarnos, contábamos con un calentador Bram Metal a querosene, con mecha, que manteníamos prendido por las noches.
-¿Cómo describiría un día de trabajo?
-Comienza muy temprano a la mañana, en un ambiente de penumbra, porque la luz del sol alumbra muy poco, y un silencio casi total. La primera actividad es encender el calentador, sacando apenas una mano para no quedar congelado con los 45 grados bajo cero reinantes. Después de esperar unos 15 minutos dentro de la bolsa de dormir, llega el momento de vestirse a toda máquina: calzoncillo largo, camiseta de abrigo, pantalón y buzo de Polar-Tech, dos pares de medias térmicas, pantalón y anorak de Gore-tex, botas de abrigo, gorro térmico y guantes. El paso siguiente es ir hasta la carpa laboratorio, donde el encargado de la cocina tiene ya prendido el sol de noche para lograr unos agradables -20 grados de temperatura ambiente y el desayuno listo. Todo en abundancia: el café, las galletitas, la mermelada, los huevos revueltos con jamón, lo necesario para salir a trabajar en condiciones. Un tema aparte es el relacionado con la carga de combustible de las motos de nieve, que se aprovisiona en tambores de 200 litros. De allí, se extrae por medio de bombas manuales para llenar bidones de 20 litros que se utilizan en el día de trabajo (cuatro para la ida y vuelta, y otros cuatro de reserva). Esta actividad, aunque es preferible realizarla por la noche, es común que quede para primera hora del día. A eso de las 10 de la mañana, ya se está en marcha y la jornada de labor geológica se extiende hasta la noche. Las grietas se sortean a pie, siempre encordados, con grampones y piquetas en la mano, guiados por navegadores satelitales GPS. Al regresar, la comida adquiere un rol fundamental: canelones, milanesas, puré, fideos con salsa o cualquier otro alimento congelado en latas. Por último, después de descargar las muestras de rocas, desenganchar y dar vuelta los trineos, guardar en las carpas los elementos de supervivencia (sacos de vivac, bolsas de dormir, alimentos, etc.), tapar con lonas y atar firmemente las motos, llega el momento del descanso y de intentar comunicarse con el centro logístico y la familia.
-En general, las campañas de verano duran entre tres y cuatro meses. ¿Nunca se aburrían?
-Aunque parezca raro, no había mucho tiempo para aburrirse, siempre se deterioraba algo o había que “hacer” –descongelar– combustible para las motos o los botes. Estos últimos deben sacarse a diario del agua, quitar los motores fuera de borda, estibarlos sujetos con sogas a estacas firmemente hincadas en el suelo, para evitar que el viento se los lleve, proceso similar al que hay que realizar con las motos de nieve y los trineos, por mencionar solo algunas de las actividades cotidianas que nos mantenían siempre ocupados.
-Haciendo un cálculo aproximado, usted vivió más de una década en la Antártida. ¿Qué lo llevó a regresar tantas veces?
-El hielo y la soledad se me metieron en la sangre rápidamente. Para mí, la Antártida tiene un encanto especial por su primitivismo atávico, por la rigurosidad de su clima que me disciplina el alma, y por la posibilidad de compartir ese espacio con mis compañeros de tarea. Por otra parte, el aislamiento físico me enseñó a valorar a mis seres queridos como nunca antes lo había hecho.
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