La “mortífera pestilencia”, tal como la denominó Giovanni Boccaccio en la introducción a su célebre Decamerón, ambientado en 1348 en una fantasmagórica Florencia, diezmó la población de toda Europa. Se estima que el brote tuvo su origen en el desierto de Gobi, en Asia Central, y desde allí fue trasladado por las tropas mongolas de la “Horda de Oro” hacia el mar Negro, desde donde se difundió posteriormente al resto del continente. Su gran expansión geográfica se debió al intenso tráfico de buques mercantes, que diseminaron el brote epidémico primero por los puertos italianos y, desde allí, al resto del continente.
¿Qué fue la “peste negra”? Se trató de una enfermedad originada por la bacteria yersina pestis, que afectó a los roedores y, a través de sus parásitos –en concreto, las pulgas de las ratas–, infectó a la población. En un período de entre 16 y 23 días, se manifestaban los primeros síntomas, que incluían inflamación de los nódulos del sistema linfático en las ingles, las axilas o el cuello, lo que era acompañado de fiebre alta y supuraciones. La denominación “peste bubónica” deriva del nombre que recibía el ganglio linfático inflamado: “bubón”.
El hecho clave en la transmisión de esta zoonosis –infección que se da en los animales y se transmite a los humanos– habría sido la conquista de la estratégica ciudad portuaria de Caffa (actual Feodosia), en la península de Crimea. Los relatos históricos indican que los invasores mongoles arrojaron cadáveres infectados para amedrentar a la población asediada. Esa operación constituyó una de las primeras experiencias históricas documentadas de lo que hoy conocemos como “guerra bacteriológica”. En su huida, los marinos genoveses, que contaban con una colonia comercial en Caffa, cruzaron el Mediterráneo y trasladaron la peste inicialmente al puerto de Messina, en la isla de Sicilia, en octubre de 1347.
Al monje Michele De Piazza, se le atribuye la primera descripción de la llegada de la peste a Messina: “Los genoveses transportaban con ellos, impregnada en sus huesos, una enfermedad mortal; esta muerte, inmediata, era absolutamente imposible de evitar. He aquí cuáles eran los síntomas de la muerte para los genoveses y para las gentes de Messina que los frecuentaban. A causa de una corrupción de su aliento, todos los que se hallaban mezclados se infectaban uno a otro. El cuerpo parecía entonces sacudido casi por entero y como dislocado por el dolor. De este dolor, de esta sacudida, de esta corrupción del aliento, nacía en la pierna o en el brazo una pústula de la forma de una lenteja. Esta impregnaba y penetraba tan profundamente en el cuerpo que se veía acometido por violentos esputos de sangre. Las expectoraciones duraban tres días continuos y se moría, a pesar de cualquier cuidado”.
La peste negra fue una enfermedad originada por una bacteria que afectó a los roedores y, a través de sus parásitos, infectó a la población.
En su minuciosa obra en la que describe con lujo de detalles la historia de la “peste negra”, el historiador noruego Ole J. Benedictow da cuenta de cómo la pandemia se expandió a lo largo de toda la península itálica: “En enero de 1348, la peste negra se hallaba a punto de lanzarse sobre la Italia continental desde cuatro cabezas de puente: Reggio Calabria, Génova, Pisa y Venecia”. En el mes de marzo, detalla, hizo su arribo al “centro político y económico de la Toscana, la propia ciudad de Florencia, una de las pocas metrópolis de la época, con cerca de 100.000 habitantes”. Desde Italia, se trasladó, posteriormente, al territorio francés, a la península ibérica, a las islas británicas y al resto del continente.
“Durante los cinco años que duró, tuvo un impacto altísimo en la población europea, causando una elevada mortalidad (hasta del 30-40 por ciento), paralizando el crecimiento demográfico y creando grandes áreas de despoblamiento”, señala la doctora Cristina Rius i Gibert, especialista en medicina preventiva y salud pública de la Universidad Autónoma de Barcelona, en su trabajo La peste a lo largo de la historia. “En las zonas urbanas, por las condiciones de vida y el grado de hacinamiento, la transmisión de la enfermedad era muy rápida, mientras que, en zonas rurales, con menor densidad de población y mayor distancia entre las viviendas, la transmisión no era tan efectiva, a pesar de que cuando llegaba a una población la mortalidad era también elevada”, añade esta investigadora.
Un estudio del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España, publicado en la revista Scientific Reports, recogió los datos de 2084 puntos de conexión entre 1311 asentamientos medievales de Europa, Asia y el norte de África. Los expertos del CSIC midieron empíricamente el efecto de la conectividad y centralidad de esas ciudades en la tasa de mortalidad y simularon matemáticamente la frecuencia con la que la enfermedad llegaba a las ciudades. La conclusión fue que aquellas con una mayor importancia desde el punto de vista comercial fueron las más afectadas por la peste negra.
"Las ciudades con una posición más central dentro de la red y las más conectadas eran más vulnerables a las enfermedades y sufrieron la plaga con mayor severidad. Además, también eran más propensas a que los brotes se repitiesen por causas externas", explica José María Gómez, investigador de la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC y coautor del estudio. En cuanto a las rutas de peregrinación, el experto aclara que “también contribuyeron a expandir la enfermedad, aunque nuestros análisis sugieren que fueron menos importantes que las rutas comerciales”.
A más de seis siglos de distancia de esa pandemia, aún existen muchos interrogantes sobre la dimensión exacta de la tragedia, pero Benedictow estima, en su libro, que “si la población europea rondaba en aquella época los 80 millones de personas, el número de muertos en la peste negra habría sido de 50 millones”.
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