Al principio parecía lejana, del otro lado de la frontera, en Río de Janeiro. Era un rumor que había amenazado un par de veces antes y se había cobrado algunas vidas, pero nada que no se pudiera controlar. Al contrario: si ya había estado en el país y no había pasado a mayores, había razones suficientes para dejar de preocuparse. Así veían desde Buenos Aires la fiebre amarilla a comienzos de 1871, cuando el presidente Domingo Faustino Sarmiento decidió no extender la cuarentena para los buques provenientes de Brasil.
El fantasma de la fiebre amarilla recorría Río de Janeiro y, últimamente, Paraguay, país que había quedado hundido en la pobreza y el hambre después de la guerra de la Triple Alianza. Así las cosas, los primeros casos nacionales de fiebre amarilla se detectaron en Corrientes, donde hasta hacía poco habían circulado soldados tanto brasileños como paraguayos. Los tres primeros casos en Buenos Aires aparecieron en el barrio de San Telmo el 27 de enero de 1871, y no se les dio gran importancia ni mucho menos difusión. El 1º de febrero se confirmó que se trataba de fiebre amarilla, el 4 del mismo mes se aisló el barrio de San Telmo. El 7 de febrero, Buenos Aires fue declarado puerto infectado. Desde entonces, todo fue cuesta abajo. Marzo fue una pesadilla: los muertos eran más de 150 diarios, a veces 200, en una ciudad que contaba con 188.000 habitantes, de los cuales la mitad eran inmigrantes.
Por aquellos días, cualquiera que caminara por el centro podía ver y oler el humo del aire: la Comisión de Higiene de San Telmo dispuso que se encendieran fogatas con madera y alquitrán para desinfectar la atmósfera, pues se creía que las enfermedades viajaban por el aire.
En abril, llegaron a morir más de 500 personas por día, una cifra alarmante si se considera que, en condiciones normales, había 20 muertes diarias en Buenos Aires. Así lo describía el escritor Paul Groussac: “Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro”. Muchos porteños se fueron de la ciudad, y por las calles se veían inmigrantes desamparados y niños pidiendo limosna. Las autoridades no respondían a la velocidad que exigían los hechos, y los diarios locales, La Nación, La Tribuna y La República, “elevaban un vocerío monocorde llamando a la acción”. La campaña periodística surtió efecto: miles de vecinos se congregaron el 13 de marzo en Plaza de Mayo y designaron la Comisión Popular. En la misma semana, el presidente Sarmiento, la mayoría de los miembros de la Corte Suprema y de los diputados escapaban de la ciudad, gesto que fue muy criticado por los medios de comunicación.
Higiene y conventillos
Todo pueblo necesita un chivo expiatorio: la Comisión Popular había decidido que todo era culpa de los italianos, que en su mayoría eran pobres, no entendían bien el español y vivían hacinados. Muchos conventillos fueron clausurados; los habitantes, expulsados a la calle; y sus pertenencias, quemadas. Los italianos acudían al consulado para escapar cuanto antes, ya no solo por la fiebre sino también porque cargaban con la acusación de haber infectado la ciudad, pero pocos lo lograban porque los cupos en los barcos que partían rumbo a Europa eran escasos.
Las condiciones de higiene en los conventillos porteños eran realmente malas: el caso paradigmático es el de uno ubicado en Paraguay y Cerrito, fuera de San Telmo. El dueño prohibía tirar la basura a la calle, obligaba a los inquilinos a apilar las bolsas en el patio del fondo hasta reunir una buena cantidad que, después de diez meses, se sacaba en grandes cantidades. El dueño fue el primero en morir, y a los pocos días le siguió su esposa. La mayoría de los casos de contagio se producían en la zona sur, donde el Riachuelo era depósito de desechos de las saladeras y mataderos de las costas. Además, al no haber un sistema de cloacas, el excremento acababa en los denominados pozos negros, que llegaban a las napas de agua, y, en consecuencia, contaminaban una de las principales fuentes de agua de la población.
Nadie sabía hasta ese momento lo que hoy sabemos: que el agente de transmisión es el mosquito Aedes aegypti, y que, si el mosquito pica a alguien con fiebre amarilla, la enfermedad pasa a las personas que el mosquito pique después. Tampoco había datos concretos de cómo había crecido y remitido la enfermedad en otros países, ni organización internacional que diera indicaciones claras y precisas sobre cómo actuar tanto a nivel individual como estatal.
Sin embargo, a mediados de abril, se alcanzó el pico de muertes. La huida de gran parte de la población más las temperaturas que de a poco se volvieron frías contribuyeron a que la fiebre amarilla se disipara de a poco. El mes terminó con 7500 muertes debido a la fiebre amarilla, y menos de 500 por otras enfermedades. A mediados de mayo, la ciudad recuperaba su actividad habitual.
¿Qué nos dejó la fiebre amarilla?
En todas las épocas, las grandes enfermedades ponen de manifiesto situaciones que, hasta entonces, pasaban inadvertidas. La fiebre amarilla dejó al descubierto que Buenos Aires era una ciudad con muy malas condiciones de higiene: se hizo evidente que el Riachuelo, contaminado por los saladeros y los desechos que tiraba la gente a diario, no podía seguir así, y que era necesario hacer reformas estructurales. En 1874, el ingeniero John Bateman dirigió la construcción de la red de aguas corrientes, y en 1873 se inició la construcción de obras cloacales.
Hay quienes aseguran que gran parte de la población negra de la ciudad disminuyó a partir de entonces, ya que la mayoría de ellos vivía en condiciones deplorables cerca de las zonas bajas de los arroyos y el Riachuelo; otros sostienen que la epidemia no tuvo una verdadera influencia sobre la densidad de la población afroamericana. Lo único seguro es que los sectores más adinerados abandonaron sus casonas de barrios como Constitución y se trasladaron a la zona norte de la ciudad, donde se comenzaron obras urbanísticas con el propósito de propiciar la circulación de aire.
Por otra parte, hoy sabemos que, ante brotes de magnitud, es indispensable el protagonismo del Estado y a velocidades que permitan prevenir en lugar de actuar sobre las consecuencias, pues a menudo se llega demasiado tarde.
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