Bajo Flores. El reloj marca las 7.30 y la mayoría de las persianas todavía están bajas. Daniel Ponce, oficial primero de la División de Canes de la Policía porteña, llega al estadio de San Lorenzo de Almagro y desciende del móvil de transporte canino. Correa en mano, abre uno de los ocho compartimentos que hay en la parte trasera de la camioneta. Desde allí, baja a través de una rampa desplegable, a Ares: un ovejero alemán traído de Rusia, especialista en detección de explosivos.
Juntos, el policía y el perro, se preparan para dar comienzo a lo que será el Operativo de Seguridad que se hace, religiosamente, cinco horas antes de cada encuentro futbolístico, y que consiste en recorrer el estadio, las tribunas, los baños y los vestuarios para descartar la presencia de material explosivo.
Nació en Capital Federal, pero se crió en Gregorio de Laferrere, provincia de Buenos Aires. Hijo de Federico y Juana, Daniel Ponce es el menor de ocho hermanos. Su amor por los perros –cuenta– lo heredó de su padre, quien solía rescatar cachorros de la calle. “Nunca imaginé que iba a terminar trabajando con ellos. Generan una pasión”, asegura.
Ponce tiene 46 años y, desde hace 20, trabaja en la División de Canes. Egresado de la Escuela de Suboficiales y Agentes de la Policía Federal Argentina es, además, instructor internacional de perros detectores de drogas, armas y explosivos. En lo que va de su carrera, calcula, adiestró cerca de cien animales. Gracias a sus años de formación, aprendió a comunicarse con los perros y a decodificar su comportamiento (“leerlos”) a través de diferentes indicadores. “Con sus movimientos de cola o de orejas, el perro me da a entender que está captando la información que le transmito”, dice Daniel, que actualmente también se dedica a capacitar instructores “para que los animales no se acostumbren a trabajar con una sola persona”.
El hocico de un perro contiene 300 millones de células olfativas receptoras, y su olfato está 60 veces más desarrollado que el del ser humano: tienen un 99 % de exactitud.
Ubicada al 3700 de la calle Chonino (nombre que rinde homenaje al ovejero alemán héroe por el que se celebra el Día Nacional del Perro), en el barrio de Palermo, funciona la División de Canes de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires. Los oficiales ingresan a las 6.00, y su primera tarea del día es recorrer los caniles, todos identificados con los nombres de los perros en letra imprenta. Sam, Ares, Rocco, Romeo, Demon…ningún apodo se repite. “Los caniles son la señal de cómo está el animal. Si tiene algún tipo de patología o enfermedad, por lo general, se queda echado, sin comer ni tomar agua, y no nos viene a recibir. Las dolencias más frecuentes suelen ser digestivas y dérmicas”, explica Ponce. “En estos casos”, agrega, “se hace una consulta con el veterinario, cuyo consultorio está dentro de la división”.
Tras la recorrida inicial, se da comienzo a un “paseo higiénico” para que los animales “hagan sus necesidades y se dispersen”. Mientras tanto, un oficial designado cambia el agua de los bebederos y coloca una ración de alimento balanceado de primera marca en cada canil. Además de cuidados diarios, los perros reciben un control de salud mensual, donde se los pesa y desparasita y, una vez al año, se les actualiza el carnet de vacunación.
En total, los canes de explosivos y de narcóticos suman quince. Sin embargo, solo la mitad tiene “tareas operativas”. El resto –cuenta Ponce– está en “período de adaptación y formación”. Adiestrar a un perro lleva su tiempo y depende de la especialidad: los de narcóticos demoran un año; los de explosivos dos. “La diferencia no solo radica en el tipo de tarea, sino en la actitud del perro: mientras que el de drogas debe ser más activo, el de explosivos tiene que ser más cauto porque trabaja con elementos sensibles”, dice Ponce que, tras años de oficio, es capaz de detectar rápidamente el fuerte de cada perro.
La estrella de la división es Ares: un ovejero alemán que llegó de Rusia a través de una donación. “Cuando trabaja, se roba la mirada de todos. Además de su porte y carácter, se toma cada operativo con mucha seriedad. Siempre está muy concentrado: parece un ruso”, dice Daniel entre risas.
Adiestrar a un perro lleva su tiempo y depende de la especialidad: los de narcóticos demoran un año; los de explosivos dos.
Alrededor de las 9.00 se plantea cómo se va a llevar adelante el día de trabajo. Los entrenamientos caninos son individuales y pueden durar de quince minutos a una hora. Al final del día, los perros habrán realizado dos o tres ejercicios, alternando con momentos de descanso. “La rutina con los canes que se están iniciando es más prolongada que la de aquellos que están en operativo”, explica Ponce, y señala una puerta. El cartel anuncia que estamos por ingresar a un “cuarto de entrenamiento condicionado”. Por dentro, el espacio, de unos 4 x 4 metros, emula una oficina donde se va a realizar un allanamiento. Hay un escritorio, algunos lockers, cajas de cartón, bolsos. A centímetros de Ponce, Ares jadea con la lengua afuera. El oficial primero le da la orden de que busque, en idioma ruso. “Ishchi”, dice Ponce, y chasquea los dedos.
El perro avanza sobre una hilera de cajas de madera que hay en el piso. Huele la primera y sigue. Va hacia a la segunda, mete el hocico adentro, y nada. Pasa a la tercera y repite los movimientos, pero esta vez no sigue de largo, sino que se sienta y mira a su guía. Detectó pólvora. Ponce lo felicita. “Khorosho”, repite, mientras le da un bocadillo.
El entrenamiento de los perros se asemeja a lo que, desde comienzos del siglo XX, se conoce como “conductismo”. Ideado por el fisiólogo y psicólogo ruso, Iván Pávlov, también se denomina “aprendizaje estímulo-respuesta (E-R)”. Los perros asocian el olor de la droga, o la pólvora, con el juego de buscar una presa que se está escapando, y luego relacionan este hecho con las recompensas que recibirán si la encuentran. “Trabajamos con seudos, es decir, ‘esencias que imitan el olor de’. Una vez que el perro empieza a relacionar ese olor con el juego, solo basta hacer un proceso de reforzamiento. Nunca están en contacto con la sustancia real”, dice Ponce en referencia al mito de que los perros son expuestos al contacto con sustancias tóxicas para que luego puedan reconocerlas.
La clave del entrenamiento es la asociación aroma-juego. Una vez que el perro encuentra el aroma, es recompensado, por ejemplo, con racionamiento de comida y, automáticamente, se lo guarda en el canil para que eso quede registrado en su memoria. “La idea es que se quede con una actitud ganadora y tenga ganas de repetirlo al día siguiente”, dice Ponce, cuya gestualidad facial y vocal son claves para reforzar el adiestramiento. “Los gestos o el tono de voz son herramientas a las que apelamos los guías a la hora de entrenar a los animales. En mi caso, para felicitarlos, me toco el hombro o aplaudo. Entonces los perros asocian esos movimientos como positivos”.
Los entrenamientos caninos son individuales y pueden durar de quince minutos a una hora.
Estamos en la intersección de Avenida Varela y Cnel. Martiniano Chilavert, donde se realiza el ingreso a la Platea Sur del Nuevo Gasómetro, que será sede del Operativo de Droga. “Muy bien, amigo, vamos”, le dice Daniel a Sam, mientras le acaricia la cabeza. El golden retriever mueve la cola y acelera el paso. Lo sabe: llegó el momento.
Ponce llama a ese ritual “activar al perro”. Es una especie de “preparación psicológica” que, de alguna manera, el animal intuye: ya sea por el tono de voz del guía o el uniforme que lleva puesto. El perro levanta el hocico “para buscar olores en el aire” y agita el rabo rápidamente, como un péndulo Su misión será olfatear los bombos y banderas de la “radicalizada” (término para referirse a la barra brava del club) para descartar la presencia de estupefacientes.
Los oficiales separan los elementos en hilera –los bombos por un lado, las banderas hechas un rollo por el otro– y a una distancia prudencial para que el perro pueda caminar entre una cosa y otra con comodidad. Ponce mira al perro y chasquea los dedos. Sam interpreta el sonido como una señal y da comienzo a su tarea. Guiado por la mano de Ponce, el perro recorre las banderas con el hocico y camina entre los bártulos, ante la presencia de los barras que miran desde atrás de las vallas, a unos pocos metros. Cuando llega a los bombos, golpea un par con la cola y caen al piso, pero eso no lo distrae de su tarea, y sigue. El proceso dura poco menos de dos minutos y culmina con un “Listo”, que Ponce exclama en voz alta.
A diferencia de los seres humanos, el sentido del olfato de los perros está unas 60 veces más desarrollado. Su hocico contiene cerca de 300 millones de células olfativas receptoras. “Tienen un 99% de exactitud”, sentencia Ponce acerca del desempeño de los animales. Y agrega: “Desde que se corrió la voz de que los perros detectores trabajan en las canchas de fútbol, ya nadie se anima a traspasar drogas. Hoy no sucedió, pero varias veces los canes ‘marcaron bolsos’ con ‘olor muerto’. No tenían nada, pero en algún momento tuvieron”.
Desde que se corrió la voz de que los perros detectores trabajan en las canchas de fútbol, ya nadie se anima a traspasar drogas.
Con los años, Ponce aprendió a diferenciar entre un perro doméstico y un perro de la división. “Es como un chip que nos colocamos los oficiales. Desde que descendemos del móvil para un operativo, la parte afectiva queda anulada. En ese momento, el perro y yo somos dos compañeros de trabajo”, dice.
Sin embargo, no fue siempre así. A Daniel hubo un perro que lo marcó. “Fue el primero que me dieron para entrenar. De cachorro, tuve que llevármelo a mi casa para socializarlo y evitar que tuviera conflicto con la gente u otros animales. Ese perro compartió el día a día con mi familia. Después, cuando empezamos a trabajar juntos, el desapego me costó un montón”, dice sobre el animal que, tiempo después, murió de una infección hepática. Tras aquel episodio, nunca más volvió a llevarse un perro a su casa. “No tengo mascotas”, agrega.
La tarea de entrenar perros es, para Daniel, un proceso largo y complicado. Hay días “favorables” y otros que son un “desastre”. Por eso, dice, lo primero que tiene que tener un guía es paciencia. “Lo peor que te puede pasar es que el perro esté distraído y, en el momento en que se encuentra con la sustancia, la reconozca, pero la pase de largo. Como contrapartida, uno ya sabe que la reconoció, entonces hay que intentar que el animal vuelva sobre sus pasos”, explica.
¿Que si algún perro lo mordió? Claro que sí. Lejos de asustarse, Ponce analiza los casos. “Antes de morder, un perro siempre emite algún tipo de indicador corporal. Por ejemplo, tira las orejas para atrás, eriza los pelos o el rango en cola. A partir de esos gestos, el perro le advierte a una persona que no se acerque”, describe Ponce. El espacio crítico del animal es de tres metros. Si uno traspasa esa distancia, explica el oficial primero, el perro puede interpretarlo como una invasión. Sam, por ejemplo, el golden retriever experto en narcóticos, llegó a la división de canes en una situación crítica: lo donó una familia luego de que mordiera a uno de sus hijos. Ponce recuerda aquel momento y le brillan los ojos: “Tuve que hacer un trabajo de rehabilitación y socialización con él. Aun así, me mordió un montón de veces: manos, piernas... Quedé con un resquemo..., pero es parte del trabajo. Mi objetivo es volver a entablar un vínculo con los perros después de eso”, dice. Hoy Sam tiene nueve años y es uno de los más eficientes en las tareas de drogas. “Está viejito, pero tiene voluntad. Eso es lo que más admiro de él: su pasión”, agrega Ponce que, de alguna manera, ya comienza a mentalizarse para el retiro del animal. Habla de un proceso de “desapego” y cuenta que transita esos momentos intentando pasar más tiempo con el animal. “Salimos a caminar, jugamos y, de a poco, le voy explicando lo que va a venir: ‘Que ya trabajó muy duro, que ahora es tiempo de tomarse un descanso, que se va a ir a una casa donde lo van a cuidar… En definitiva: que se va a jubilar’”, cierra.
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