Lo primero que sintió fue un raspón en el rostro. Después, un ardor fuerte, hasta que se pasó la mano por la cara y vio sangre. Mucha sangre. Su expareja –de quien se había separado hacía dos meses– la interceptó en la calle y le tajeó la cara con un pedazo de vidrio. El hecho de que estuvieran presentes sus hijos tampoco le impidió zamarrearla del pelo y empujarla al suelo. El bebé, de apenas cinco meses, lloró durante días sin parar. La nena se quedó muda.
Jota, un nombre de fantasía para proteger su identidad, lleva el cabello recogido en una cola de caballo y las uñas pintadas de color verde agua. Tiene 25 años y nació en el interior del país. Repasa su historia y le brillan los ojos. Mira para abajo, juega con el cierre de su campera, se acomoda el flequillo. Todavía le cuesta poner en palabras el calvario que atravesó. Doce meses antes de llegar a la Casa de Medio Camino Juana Manso (uno de los cinco espacios con los que cuenta la Ciudad de Buenos Aires para recibir víctimas de violencia de género que no tienen otro lugar a donde ir), Jota pasó por un refugio: un lugar con domicilio reservado y, a diferencia de la Casa de Medio Camino, de puertas cerradas. Sin embargo, su ex la encontró. Se le tiró encima, y con un tenedor, le quiso sacar un ojo y rociarla con ácido. A él lo detuvieron. A ella la trasladaron a otra provincia.
Solo durante el primer semestre de 2019, en Argentina, hubo 168 femicidios. Cada 27 horas, matan a una mujer.
La historia de Jota es una de tantas, y podría haber tenido un desenlace fatal. Muchas mujeres no llegan a salvar su vida cuando quedan atrapadas en una relación signada por la violencia, incluso, aunque pidan ayuda. Solo durante el primer semestre de 2019, en Argentina, hubo 168 femicidios. La cifra se desprende de un relevamiento realizado por el observatorio "Ahora Que Sí Nos Ven", que arroja un número aún más alarmante: cada 27 horas, matan a una mujer. Lo peor: "Las estadísticas revelaron que el 65 % fue asesinada por su propia pareja o expareja. Del total de los femicidios, 29 víctimas habían realizado denuncias previas, mientras que 16 contaban con medidas judiciales en el momento en que ocurrieron las situaciones de extrema violencia", explica Raquel Vivanco, presidenta de la entidad. El dato estremece. ¿Qué sucedería si las estadísticas correspondieran a varones asesinados por sus esposas o exnovias?
RUTA CRÍTICA
Así llama la Organización Mundial de la Salud (OMS) al camino que comienzan a transitar las mujeres cuando deciden romper el silencio ante una situación de violencia de género. Ya sea para pedir ayuda o para denunciar, este circuito se presenta como un laberinto difícil de recorrer. En ese sentido, resulta fundamental que el Estado brinde herramientas y recursos que permitan encontrar una salida. Para muchas mujeres, la Línea de Atención 144 funciona como puerta de entrada a esa "ruta crítica". "Una voz del otro lado del teléfono les aporta lo que hasta ahora nunca recibieron: contención, información, orientación, asesoramiento y derivación a especialistas", dice María Cristina Marrón, coordinadora de la línea que atiende las 24 horas, los 365 días del año, y en forma gratuita y confidencial.
Es un martes de junio, y en las oficinas donde funciona la 144, los llamados entran sin prisa, pero sin pausa. "¿Quiere ir a buscar un vaso de agua? Yo la espero en línea, tengo tiempo, no se preocupe, yo la escucho", dice la operadora, mientras se acomoda en la silla. Del otro lado del teléfono, una señora se seca las lágrimas y toma aire para continuar con su relato, ese que calló durante años. Poco a poco, se generará un ida y vuelta, hasta que, luego de analizar la situación, la operadora buscará darle la mejor orientación a esa mujer que se animó a hablar.
Las operadoras son profesionales que pertenecen a la abogacía, a la psicología o al trabajo social. Por mes la 144 recibe unos 4000 llamados.
Algunas se comunican para solicitar datos; otras, en medio de una crisis o, por el contrario, llenas de dudas. "'No sé si tengo que llamar acá', te dicen, pero llamar, llaman. Evidentemente, algo las moviliza, algo están pudiendo ver. Aun así, tienen muy naturalizada la violencia: 'Bueno, sí, alguna vez me dio una cachetada, pero nunca estuve internada', cuentan, como si un empujón o un tirón de pelo no fueran violencia física", explica Marrón.
DENUNCIAR O NO DENUNCIAR
Hay un mito que gira en torno a la violencia machista que asegura: "No importa cómo, lo importante es denunciar". Si bien es fundamental que la mujer haga la denuncia, con eso, no se soluciona mágicamente el conflicto. "Las estadísticas demuestran que la violencia no finaliza con la denuncia, incluso, puede incrementarse. Por eso, hay que apoyar y acompañar a la víctima", explica Liliana Rubino. Cuando dice "apoyar y acompañar" no lo hace a modo de eslogan. Sabe muy bien de lo que habla porque, como comisionado general de la Superintendencia de Violencia Familiar y de Género, ha visto un sinfín de casos. "Ninguno es igual a otro", asegura.
En la Ciudad de Buenos Aires hay 15 comisarías (una en cada Comuna) que funcionan las 24 horas. Por día –entre las 15–, se reciben de 30 a 40 denuncias por amenazas, hostigamiento, maltratos, acosos y abusos.
Ubicada sobre la calle Charcas 2850, en el barrio de Recoleta, la Superintendencia de Violencia Familiar y de Género funciona como sede para efectuar denuncias, retirar botones antipánico (siempre que lo disponga un juez), realizar consultas con abogados y brindar asistencia psicológica a víctimas de violencia de género. "La mayoría de las mujeres se acerca a la policía en un momento crítico. Salen corriendo de su casa y llegan angustiadas o con ataques de pánico Algunos dicen que se volvió una moda denunciar. Yo no estoy de acuerdo: creo que es muy difícil hacerlo. Hay personas que tardan años en dar ese paso", dice Rubino, mientras traza un paralelismo con la forma en que se abordaban estos casos hace años. "Antes, cuando una mujer iba a denunciar, se le decía: 'Tranquila, señora', y la mandaban a la casa. Ahora, los y las policías cursan una materia que se llama 'Violencia de Género' y aprenden a empatizar con la víctima", cuenta.
Los consultorios donde se brinda asistencia psicológica son pequeños y están equipados con lo justo: un escritorio y dos sillas. Gabriela Pidal es una de las ocho profesionales que atiende a las mujeres víctimas de violencia de género. Los tratamientos, cuenta la terapeuta, duran como mínimo cuatro meses. "Algunas llegan por motu proprio; otras son derivadas, por ejemplo de Alarmas, luego de la angustia que les genera retirar el botón antipánico. Trabajamos para que puedan empoderarse. También profundizamos sobre sus historias de vida. El objetivo es que revisen sus relaciones porque, si no lo hacen, esto se repite por más que se separen. De hecho, hay mujeres a las que la violencia les vuelve por el lado de los hijos, que copian las conductas de sus padres", dice Pidal.
BOTÓN ANTIPÁNICO: MITOS Y VERDADES
En la intersección de las calles Guzmán y Jorge Newbery funciona el Centro de Monitoreo de Alarmas Fijas y Móviles de la Policía de la Ciudad. Mariana Urtasun, responsable a cargo, recibe a DEF para contar cómo se trabaja con estos dispositivos electrónicos, que hoy son una herramienta clave para combatir la violencia de género. A primera vista, el botón antipánico parece un celular: de color negro y con pantalla táctil, tiene una función de SOS, otra de consulta al Centro de Monitoreo y un chat que se despliega si la víctima no puede hablar, y también permite sacar fotos, filmar y grabar.
En CABA, durante el primer semestre de 2019, se distribuyeron 3200 botones antipánico. Por día se entregan entre 25 y 30 dispositivos.
En lo que va del año, se distribuyeron 3200 botones antipánico en la Ciudad. Por día –según sus registros–, entregan entre 25 y 30. "No siempre se trata de casos nuevos: a veces –cuenta Urtasun– van a hacer un recambio porque el dispositivo se les rompió o porque les anda mal la batería". A algunas mujeres, les ha salvado la vida; a otras, en lo más mínimo. "Las veces que lo usé, el patrullero llegó después de diez o quince minutos cuando él ya se había ido", cuenta Efe, otro nombre de fantasía para una víctima de violencia.
Para que el botón funcione, tiene que estar encendido las 24 horas, y tener la batería con más del 50 % de carga: solo así funciona el GPS que permite monitorear los movimientos de la víctima. "Siempre que la mujer presiona el botón de SOS, se envía un móvil. Si lo hizo de manera involuntaria, va un móvil. Si se apagó el dispositivo, va un móvil. Si el hijo lo apretó por error, va un móvil. Si ella lo apretó y dice que se arrepintió, va un móvil. Si está en el trabajo y dice que se lo olvidó en la casa, va un móvil. Ante cualquier situación, además de llamarla por teléfono, tiene que ir un móvil al lugar donde nos indica el geoposicionamiento para corroborar la integridad física de esa persona", explica Urtasun.
LA VIDA EN CASAS DE MEDIO CAMINO
Jota, la mujer con la que conversamos al principio, camina por un pasillo angosto. Por el aspecto del lugar, bien podría tratarse de un hospital; sin embargo, está en la Juana Manso: la Casa de Medio Camino donde vive con sus hijos y otras doce mujeres que también intentan reponerse de un pasado repleto de humillaciones y cargado de violencia. De a poco, cada una, a su tiempo y entre todas, lo va logrando.
El motivo principal que trajo a las víctimas a la Casa de Medio Camino es una expareja violenta y la imposibilidad de vivir en otro lugar. Por eso, desde que llegan, tienen a disposición un equipo interdisciplinario (compuesto por trabajadoras sociales, psicólogas, psicopedagogas y abogadas) con el que van a trabajar para recuperar sus vidas. "Cuando hablamos de recuperar la vida, no significa volver a lo de antes. A veces, es una vida diferente, que implica pensarse desde otro lugar, y eso les cuesta un montón", advierte Soledad Riopedre, gerenta operativa del área de Violencia de la Dirección General de la Mujer.
Habitualmente, se cree que, en las casas de medio camino o en los refugios, solo hay mujeres pobres y sumisas porque la violencia se da en ese entorno. Ese es otro de los mitos vinculados a esta temática. "Al ser lugares públicos, aquí llega la gente que menos recursos tiene. Quizá hay otras mujeres que padecen las mismas situaciones, pero que disponen de otros recursos económicos o de familias que las pueden contener y por eso no tienen la necesidad de venir acá", dice Patricia Medina, psicóloga social y una de las coordinadoras de la Casa junto con Débora Tomasini. ¿Por cuánto tiempo se quedan? Varía según el caso. No es lo mismo una mujer que tiene que alimentar seis bocas, que una que está sola. Pueden estar entre un año y medio y ocho meses. "La clave es que logren armar un círculo de contención, reencontrarse con adultos confiables y positivos, ocuparse de su salud, volver a estudiar y a reinsertarse en el mercado laboral. Una vez que empiezan el proceso de empoderamiento, no es tan fácil amedrentarlas. Aprenden a cuidarse y a preservar a sus hijos", explica Tomasini.
Por fuera, las habitaciones son solo un número. Por dentro, un mundo entero. Las paredes están cubiertas con fotos, dibujos y carteles. "Te amo mucho, mami. Feliz día de la primavera", dice uno. En las camas (todas armadas), hay montañas de peluches coloridos y muy bien acomodados. Hay, también, ventanas con vista al jardín. A través de una que está entornada, se filtra una pequeña brisa que despeina el flequillo de Jota. Ella cierra los ojos y respira hondo. "Yo creía que esto no existía. Antes, me la pasaba llorando, ahora, estoy más tranquila. Antes, limpiaba veredas. Ahora, me anoté en un curso de panadería y en otro de cuidado a personas de la tercera edad. Acá me ayudaron un montón", dice mientras recorremos el cuarto que comparte con sus hijos. Más adelante, la juegoteca (con libros y juegos para los nenes), el comedor, con mesas, sillas, un televisor, microondas y carteles con corazones que recuerdan valores "Igualdad", "Solidaridad" y "Justicia".
El reloj marca las 16:00 y es hora de ir a buscar a los chicos al colegio. Jota saluda y se pierde en el pasillo. Mientras tanto, en alguna parte de la ciudad, una mujer agarra su teléfono y aprieta el botón de SOS. Del otro lado de la puerta, el agresor arremete: "Te voy a matar. Es tu último día, despedite".
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