Vivimos los últimos días del 2018, eludiremos referirnos a ellos como parte de un tiempo de crisis, ya que es una percepción natural de quienes analizan el curso de sus problemas pensar que "su tiempo" es un tiempo de crisis. Intentaremos sí analizar a fondo y también diferenciar los aspectos de coyuntura y las situaciones mediáticas —algunas graves— que ocuparon a la política, dirigentes y a la sociedad toda de aquellas que han empezado a generar incertidumbre, dudas y hasta miedo por sus consecuencias en el futuro, y que amenazan instalarse entre nosotros.
La situación mencionada, que viene creciendo con el paso de los años de este nuevo siglo, es curiosa y tiene miles de aristas analizables, pero el pesimismo que crece desde Occidente y se expande a toda la aldea global no parece comparecerse con hechos reales y concretos que dan indicios positivos y mejoras casi cotidianas que nos empujan a un progreso a veces imprevisible.
Los avances son mucho más que conocidos, pero es bueno recordar, aunque sea, un puñado de ellos:
• El conocimiento íntegro recogido a lo largo de la historia de la humanidad se duplica cada cinco años y ese tiempo tiende a acortarse permanentemente.
• El solo análisis de lo que ocurre en 60 segundos en Internet en el mundo a través de las multirredes, y los cientos de millones de intervenciones que ocurren en esa fracción de tiempo, permite imaginar el grado de interconexión global, que es siempre creciente y que, a la vez, resulta imposible no relacionar con el desarrollo, el intercambio de conocimientos y mejoras en la solución de problemas en todo lo vinculado con el género humano y su accionar en el planeta.
• La explosión determinante y signo de la época del #MeToo y de todos los movimientos de género, más allá de cualquier polémica menor, visualizó con claridad una desigualdad inaceptable de siglos de injusticia y la negación sistemática de una igualdad lógica de nada menos que la mitad de la humanidad. También dio lugar, en gran parte del mundo, a la aceptación de las diferencias que se ocultaron bajo la alfombra de la historia. Todos estos hechos generan un impacto profundo que ya no tendrá vuelta atrás.
Los pocos aspectos enumerados podrían extenderse casi sin fin, pero no son el motivo de este análisis, sí son suficientes para aceptar que es probable que la humanidad nunca haya estado mejor que en estos tiempos que vivimos hoy.
Es conveniente recordar que justamente este año, el 11 de noviembre pasado, se cumplió el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial, una guerra que generó pérdidas humanas y materiales que signaron el destino de miles de millones de personas. Pasaron de aquellos días cien años… ¿Cuántas cosas han ocurrido en ese lapso? ¿Cómo era ese mundo que vivieron nuestros abuelos? ¿Qué perspectivas y qué sueños tan distintos nos diferencian de ellos?
¿Cuáles son entonces las razones por las que día a día, tanto logro, tanto desarrollo tecnológico y científico y tanta mejora nos confronta con una sociedad en la que gana la insatisfacción, las dudas y un pesimismo de base para enfrentar un futuro que pareciera mejor, pareciera lleno de desafíos y razones que permitirían solo generar nuevas esperanzas?
Por un lado, podríamos decir, desde el análisis más simple, que cualquier antepasado de 1918 no cargaba una mochila de sobreinformación cotidiana que le acercaba a cada instante el drama y la tragedia en el momento en que ocurre. Pensemos en un abuelo cualquiera que, hace un siglo, vivía en las afueras de Pico Truncado, en Santa Cruz, Argentina. Sus contactos cotidianos no excederían a sus vecinos y quizás a algún
informativo radial oído de manera casual.
Ese mundo pequeño se ha extendido al infinito y, hoy, el desollamiento de un periodista en Siria o la imagen del retiro del mar de un bebé ahogado en el Mediterráneo forman parte de nuestro día a día, son "nuestros actuales vecinos". ¿La humanidad está preparada para ese sobrepeso? El mundo puede mejorar hora tras hora, pero la pregunta es ¿cómo lo percibimos? Cuando a todo este progreso le gana su contracara, el lado oscuro del desarrollo, ¿qué ocurre en cada uno de nosotros? ¿Soportamos ese chaleco de plomo cotidiano al que estamos interconectados a cada hora?
Cuando a todo este progreso le gana su contracara, el lado oscuro del desarrollo, ¿qué ocurre en cada uno de nosotros?
Cuando la robótica inquieta con la pérdida de puestos de trabajo, cuando se habla de guerra cibernética, cuando se inventan necesidades que no pueden ser satisfechas, cuando la corrupción y las burbujas financieras arrasan a países enteros, cuando las adicciones crecen y son fomentadas por corporaciones inescrupulosas y cuando la delincuencia internacional y el terrorismo ganan más batallas de las que pierden… ¿Qué ocurre entonces cuando el corto plazo se vuelve imprevisible y la futurología nos deja sin certezas? ¿Qué provoca en el boca a boca y en el múltiple entramado de las redes sociales?
Pues pareciera que en esta eterna batalla entre el optimismo y el pesimismo, pese a los palpables logros y mejoras del siglo XXI, la balanza empieza a inclinarse hacia la desesperanza, seguramente, por muchas y múltiples causas, pero permítanme desarrollar dos.
Una de ellas es el desencanto que empieza a percibirse en el funcionamiento de la democracia en Occidente, la ausencia de utopías tiene sus costos y, tal como asegura el muy reconocido historiador de las ideas Enzo Traverso (hoy docente en la Universidad de Cornell), una fuerte melancolía recorre a la izquierda del mundo, con sentimientos de frustración y duelo.
Asegura Traverso que el siglo XXI "es el siglo de una crisis global de la que no se conoce salida". Lo cierto es que cada vez más sociedades buscan respuestas en sectores vinculados a la antipolítica, o en los sectores que victorean a actores que están en los bordes de la democracia representativa de Occidente y que agitan banderas vinculadas a la xenofobia y aplauden procesos casi de "descivilización" promoviendo la violencia y subvirtiendo el estado de derecho.
La ausencia de utopías tiene sus costos
Hoy muchos actores sociales solo sienten irrespeto por la política conocida, ella representa la corrupción, la ausencia de acciones positivas que llegan a los sectores más necesitados, y la falta de coherencia entre el discurso y el acto y eso es sin duda la causa que provoca gran parte de este desgaste moral que vivimos en estos días.
La distopía es la contracara de la utopía, conlleva una mirada crítica sobre el mal o el sufrimiento que trae todo desarrollo. También intenta detectar cómo ese progreso se puede volver, en el futuro, el peor enemigo de lo que pretendía construir. La distopía puede aplicarse a todo, pero particularmente en nuestros días, tiene fijada sus garras en la tecnología, que es, muy probablemente junto con el fracaso de la política, el motivo de la desazón de este mundo hiperconectado, pero cuyas promesas de un mundo feliz se hacen trizas con la realidad cotidiana.
Internet llegó a nuestras vidas con múltiples soluciones, muchas extraordinarias y verdaderas, presentadas por jóvenes creativos e informales, que rápidamente ganaron nuestro corazón. Hoy, en una distopía constante y continua, hablamos todo el tiempo de ciberataques, de softwares maliciosos, de robo de datos personales, de espionaje e influencia en elecciones de parte de terceros países y, fundamentalmente, de la pérdida de la tan mentada libertad individual, quizás nuestro bien más preciado. Hoy, es este el tema del ahora, y filósofos, historiadores y novelistas hacen de esta temática la razón de sus afanes.
Quienes hayan seguido Black Mirror, la serie futurista británica (Charlie Brooker/Zeppotron) chocarán de frente con esta mirada. Esta serie, con su crítica feroz a la sociedad, distópica y catastrófica, y su innovadora y cruel visión es solo uno de los mil abordajes que el cine y las series hacen de esta compleja situación.
Laura Marajofski, en una excelente nota publicada en La Nación el año pasado, repasa las obras vinculadas a esta temática que desataron el interés popular y llegaron o regresaron a las listas de best sellers, desde 1984, el clásico de Owen, hasta Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Y además detalla particularmente una obra de 1921, Nosotros, de Yevgueni Zamiatin sobre la revolución soviética, donde se logra anticipar claramente el futuro distópico del autoritarismo y la destrucción del individuo que habría de llegar en aquella revolución.
La pregunta final es qué impacto tendrá sobre la sociedad global esta situación que se da básicamente en Occidente. China, que es el gran actor emergente del siglo XXI mantiene un control político de alta rigidez, a pesar de ciertas libertades económicas en alza y donde el poder está concentrado en ínfimas manos. Sin embargo, la globalización absoluta de Internet en el mundo será una pronta realidad que augura nuevos y desafiantes capítulos para las utopías y las distopías que la humanidad tendrá que enfrentar.
Un mundo que busca su destino, donde millones y millones de personas con pensamientos analógicos intentan correr hacia el futuro que, como un juego macabro, salta seis casilleros cada vez que arañamos la posibilidad de acercarnos. La incertidumbre es un estado que todos los humanos sufren, provocadora de altos índices de estrés, ¿serán así los años y las décadas por venir?
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*La versión original de esta nota fue publicada en la revista DEF N. 124