Oriundo de Santa Bárbara de Jujuy, Sergio Jurado (42) tiene cuatro hijos, dos de los cuales –Luciano y Giuliana– lo acompañan en su proyecto. Estudió música desde muy chico en su provincia e hizo la licenciatura en Dirección Orquestal en la Universidad Nacional de Lanús, provincia de Buenos Aires. A lo largo de estos años de formación, integró varias orquestas y conoció diversos proyectos, como el sistema de orquestas de Venezuela, orquestas juveniles de Minoridad y Familia, un proyecto similar de la Universidad de Buenos Aires, entre otros, que lo impulsaron a llevar esa experiencia a su tierra natal.
En el año 2000 y con el apoyo de otros músicos y docentes, logró formar, a través de una enseñanza desestructurada, gratuita e inclusiva, la Orquesta Infanto Juvenil que, con los años, se multiplicó a lo largo de su provincia y en la actualidad se transformó en el Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Jujuy, que cuenta con trece formaciones.
El Teatro Colón y el Cervantes, el Luna Park, la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, el Congreso de la Nación y las Cataratas del Iguazú son algunos de los escenarios donde la Orquesta interpretó, bajo su dirección, obras de compositores clásicos y contemporáneos, de autores latinoamericanos y, en particular, jujeños. En el exterior, se presentó en innumerables encuentros en países como Italia, Venezuela, Colombia, Brasil, Paraguay, Chile, Bolivia y los Estados Unidos, de donde acaban de regresar después de realizar una exitosa gira impulsada por la Siman Orchestral Foundation, dedicada a la formación orquestal de niños y jóvenes.
"A nosotros nos interesa que los chicos aprendan los valores propios de una orquesta, que nuestro repertorio andino sea una especie de huella digital y, que más allá del conocimiento artístico, recuperen las ganas de soñar y de salir de su mundo, que muchas veces es muy duro para integrarse en un espacio propio", afirma este joven maestro y director.
-¿Cómo fue tu recorrido personal?
-Aunque era un poco raro porque no existía en mi provincia, desde muy chico me llamó la atención la orquesta. Y aunque el contexto era realmente desfavorable –en los conservatorios solo se estudiaba piano y guitarra–, a mí me encantaba escuchar obras sinfónicias. Fue algo muy personal. A los siete u ocho años, empecé a aprender teoría y solfeo, durante tres años me dediqué a la flauta dulce hasta que descubrí y me enamoré del clarinete. Después de capacitarme durante años con distintos maestros y licenciarme en Dirección Orquestal, tuve la posibilidad de conocer una clase de formación distinta a la tradicional que se empezaba a implementar en determinados lugares, y me cautivó. Hasta entonces, para llegar al instrumento, era indispensable un estudio teórico intenso y el conocimiento de claves y escalas. Alcanzado ese nivel, era necesario tocar bien para poder acceder a un concierto. Sin embargo, en lugar de esa formación estructurada que implicaba un largo proceso que muchos no lograban sostener, descubrí un nuevo paradigma que permitía conectarse con el instrumento apenas iniciado el aprendizaje, hecho clave para motivar a los alumnos. Fue entonces cuando con un grupo de amigos decidimos llevar a Jujuy esta experiencia, sin imaginar que alcanzaría la magnitud que alcanzó.
Se hace camino al andar
Con cuatro músicos, apenas una docena de muchachos interesados y casi sin instrumentos, se inició el proyecto que incluía la enseñanza artística dinámica y la inclusión social de chicos y jóvenes en un contexto de vulnerabilidad. Arte, participación, igualdad, responsabilidad y disciplina fueron desde un comienzo los objetivos que motivaron esta tarea encabezada por Sergio Jurado. Nada fue fácil, sin embargo ante cada dificultad, surgió una solución impensada, casi mágica.
-¿Cómo fueron los primeros pasos?
-Complejos, porque arrancamos de cero en un lugar donde nadie conocía un instrumento distinto al piano y a la guitarra. En ese contexto, presentamos una opción diferente de aprendizaje que, si bien tenía garantizada la calidad de una enseñanza formal, por otra parte, hacía que cada uno avanzara de acuerdo con su propio entusiasmo. Con violín, violonchelo, flauta traversa y clarinete, iniciamos la aventura de intentar armar una orquesta. Fue un camino duro, pero viéndolo a la distancia, la gradualidad del crecimiento nos permitió afianzarnos de una manera sólida.
-¿Estaba preparada la sociedad jujeña para un proyecto de estas características?
-No. Fue un verdadero desafío. Creo que una de nuestras virtudes es que siempre tratamos de convertir en fortalezas nuestras adversidades, y eso nos permitió llevar adelante lo planeado. Si no encontrábamos plazas para tocar en San Salvador, inventábamos conciertos o nos hacíamos invitar a otro lugar; si no podíamos ofrecer una suite acá porque la gente se aburría, tocábamos solo un movimiento, sabiendo que en otra ocasión la íbamos a tocar completa.
-¿Y las familias?
-Si bien al principio no entendían mucho, siempre apoyaron a sus hijos y acompañaron las propuestas de la orquesta. Es maravilloso comprobar cómo cambia todo cuando el ser humano cree en algo. Es tan simple e indispensable como lograr la confianza del otro. Entonces ocurre el milagro: todo es posible cuando tiramos juntos del mismo carro.
Creo que una de nuestras virtudes es que siempre tratamos de convertir en fortalezas nuestras adversidades
-¿Cuáles fueron los hitos más relevantes de este trayecto?
-En 2000, fuimos invitados a participar de un Encuentro Internacional en el Luna Park de Buenos Aires; fue muy importante para nosotros porque a raíz de ese encuentro nos invitaron a tocar en el Teatro Colón. Tres años después, nos presentamos a un concurso nacional de la Fundación Antorcha –enfocada en promover proyectos relacionados con la educación y el bienestar social– y ¡lo ganamos! Creo que fue la primera explosión porque nos permitió tener muchísimos instrumentos y, casi de golpe, incrementamos nuestra matrícula de 30 a 200 chicos, y logramos que nos otorgaran cargos docentes remunerados. Sin embargo, en 2005, esos cargos se perdieron y estuvimos cerca de naufragar, porque somos todos gente de trabajo y no podíamos prescindir de un ingreso. En ese momento de enorme desolación, surgió una esperanza: nos enteramos de que Martha Argerich vendría de gira a San Salvador de Jujuy y, quizás, tendríamos la posibilidad de que nos escuchara. Estuvimos más de un mes preparando ese concierto. Creo que nunca nadie estudió tanto esas partituras… Era una oportunidad única y nosotros, no sé si de inconscientes, nunca dijimos no a nada. Siempre fuimos por más, y esos grandes desafíos probablemente fueron los que nos llevaron peldaño a peldaño. La suerte nos acompañó una vez más, Martha se enteró de nuestra existencia y nos quiso escuchar.
-¿Qué sintieron al tocar ante una artista de esa envergadura?
-Fue una real conmoción. Tocamos un concierto, nos pidió un movimiento y otro y otro, y decidió abrir su presentación con nosotros. Fue mágico. Martha se brindó a los chicos de un modo increíble, y desde entonces gracias a ella, comenzó a cambiar la historia. En la actualidad, formamos una orquesta juvenil estable de 60 personas. Cuando es una presentación muy grande, llegamos a 100 y del Sistema participan alrededor de 350 personas.
-¿Qué repertorio interpretan?
–Los chicos estudian por música e interpretamos un repertorio clásico, con obras sinfónicas originales, de compositores gigantes, y a la vez mantenemos siempre nuestras raíces andinas. Creo que es eso lo que llamó la atención desde un principio. El nivel académico alto nos habilita a hacer en el mismo concierto nuestra propia música, y eso genera un verdadero boom.
-¿Cómo reacciona la gente?
-Encantadísima. Es nuestra huella en los conciertos, y los chicos se sienten orgullosos de mostrar su identidad, bailar, hacer coreografías y poder mostrar que la música sirve para dar alegría y poder disfrutarla. Para mí, el hecho de verlos bailar mientras tocan, sentir que están orgullosos de lo que hacen y que salgan del concierto aplaudidos, me hace sentir que valió la pena todo lo hecho. En 2015, por ejemplo, estuvimos en el Festival de música Iguazú en Concierto, que reúne a cientos de niños y jóvenes de todo el mundo. Empezamos nuestra presentación con la Cuarta sinfonía de Chaikovski y nos fue realmente muy bien, pero terminamos con nuestra música –carnavalitos, chacareras– y el público quedó enloquecido. La anécdota es que al día siguiente la gente nos reconoció por la calle y nos empezaron a aplaudir. Nosotros no sabíamos qué hacer, era todo pura emoción, algunos chicos lloraban. Fue algo muy conmovedor.
Una herramienta para la vida
-Más allá de la música, la orquesta tiene una finalidad social.
-Sin dudas. Creo que no hay actividad más inclusiva que una orquesta porque es un ámbito en el que las personas se reúnen con un fin comunitario y comparten absolutamente todo. Funciona como una pequeña sociedad en la que la única forma de alcanzar objetivos es a través del aporte de todos, sin distinción de religión, etnia, raza ni estrato social. Por ello, independientemente de lo artístico, creo que es un espacio de trasmisión de valores.
-¿Su idea inicial fue la formación de músicos o siempre aspiró a una formación más integral?
-Yo siempre apunté a que se formaran como músicos profesionales, ya que es una gran oportunidad que les sirve no solo en lo artístico sino en la vida misma. De hecho, tengo la grata sorpresa de que muchos forman parte de grandes orquestas de la Argentina y del mundo. Por ejemplo, Gabriel Romero se desempeña como segunda flauta en la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires desde 2012 o Kevin Centeno es miembro de la Opera de Berlín como músico profesional. Por otra parte, hay muchos que no continúan, pero son grandes profesionales en lo que eligieron y tienen una expectativa de vida muy alta. Nos llena de orgullo saber que el gran esfuerzo realizado alcanzó su objetivo.
No hay actividad más inclusiva que una orquesta porque es un ámbito en el que las personas se reúnen con un fin comunitario y comparten absolutamente todo
-En 2017, iniciaron un nuevo proyecto que también es un aporte a la vida y la familia.
-Sí, la Orquesta Intergeneracional. Fue una iniciativa de la Fundación "Navarro Viola", que nos convocó para participar de un proyecto con adultos mayores, hecho que en principio nos sorprendió porque nosotros siempre habíamos trabajado con niños y jóvenes. Pensando un proyecto que entrelazara ambas etapas de la vida, nació esta orquesta donde ambos polos se unen en un aprendizaje común para compartir experiencias. Empezó el año pasado y es realmente conmovedor ver la energía y las ganas de vivir de los abuelos compartiendo el aprendizaje con los chicos. Es un gran proyecto que nos dio un nuevo toquecito al corazón.
-En la Argentina, estamos acostumbrados a pensar en Rosario como cuna de músicos. Sin embargo, quien visita el norte de nuestro país se encuentra sumergido en los sonidos propios de la puna a cada momento, en cada calle. ¿Cómo describiría esa característica de su provincia?
-Creo que estamos bendecidos con mucha musicalidad y expresión. Es una cultura que hasta diría que está modificando su posicionamiento en el exterior. Nuestra gente es muy introvertida, por eso nosotros siempre luchamos para que los niños tengan confianza en sí mismos, que crean que pueden lograr lo que se proponen, que comprendan que todos somos iguales y que solo dependen del esfuerzo propio y del conjunto. Nada más que eso. Trabajamos muchísimo en lo referido a la autoestima, al punto de que cada presentación se transforma en un desafío personal para los integrantes de nuestra orquesta. Transitamos un camino arduo, en el que no solo apuntábamos al crecimiento musical, sino a aprender a escuchar a las mejores orquestas del país y poder interpretar obras que en un principio parecían imposibles. De a poco y, con seguridad, gracias a esa magia puneña que llevamos en el alma, llegamos al lugar que alcanzamos hoy. Orgullosos.
-De las cientos de anécdotas vividas, ¿hay alguna que te haya conmovido especialmente?
-Hay una que siempre recuerdo y que me hace pensar mucho en mí mismo. Una vez teníamos un trompetista que vivía en Perico, una ciudad cercana a San Salvador. Era un chiquito muy talentoso de 11 años que tocaba la trompeta. No faltaba jamás a los ensayos y siempre decía que se tenía que ir temprano porque debía ayudar a su mamá, una señora muy humilde que vendía bollos. Una vez nos salió una gira en Chile y todos nos entusiasmamos porque se decía que los instrumentos eran mucho más baratos. Después del concierto, fuimos a una casa de música y vimos una trompeta muy buena. Nuestro alumno nos dijo que la iba a comprar y sacó una bolsita de la mochila llena de billetes de dos pesos, sus ahorros con la venta de los bollos. A mí se me partió el corazón, pero él estaba feliz y orgulloso de haber logrado con su esfuerzo tener su propia trompeta.
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*La versión original de esta nota fue publicada en la Revista DEF N. 123