Al pie del cañón: las grandes hazañas de los artilleros argentinos en Malvinas

Tres episodios que dan cuenta del coraje y el valor que se necesitó para permanecer junto a la pieza cuando el fuego del enemigo, que ya los tenía identificados, amenazaba con dejarlos fuera de combate.

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Mientras los cañones rugen y el enemigo ataca, los artilleros no abandonan la pieza: el deber es superior al peligro. Terminada la guerra de Malvinas, fueron los propios ingleses quienes reconocieron el desempeño de las piezas de artillería argentinas. De hecho, el jefe del Grupo de Artillería 3, el entonces teniente coronel Martín Balza, fue reconocido con la distinción al Mérito Militar por sus destacadas acciones en la guerra.

Tres episodios elegidos por DEF retratan las dificultades con las que trabajaron y el patriotismo que mantuvieron hasta que las piezas quedaron fuera de combate.

El cañón y el avión enemigo: el desafío del hombre de la artillería antiaérea

El hoy coronel (retirado) Claudio Oscar Braghini era subteniente del Grupo de Artillería de Defensa Aérea 601 cuando fue a Malvinas.

Luego de algunos días en las islas, se decidió ubicar a Braghini y su sección en Darwin. Coordinaron con la Fuerza Aérea la ubicación de las dos piezas y del director de tiro. “La idea era dar apoyo, porque ahí iban a operar los Pucará”, explica. Mientras la mitad del personal debió permanecer en las cercanías de Puerto Argentino, el resto se instaló con dos cañones bitubo Oerlikon de 35 mm en la zona indicada. “El problema era el cansancio, yo tenía dos suboficiales por pieza, el jefe y el reemplazante, así que entre ellos se turnaban en el día para estar arriba de la pieza”, puntualiza.

“Cuando uno brinda defensa aérea, el militar no se puede mover porque tiene que tirar cuando hay ataque. El que se encuentra arriba del cañón está solo contra el avión”, especifica Braghini antes de comenzar a describir el ataque del 1º de mayo. La noche anterior habían permanecido hasta muy tarde integrando la sección. Al otro día, terminarían la puesta en condición. Dormían, cuando a las tres de la mañana les comunicaron que se esperaba un ataque aéreo. En alerta roja, y en los puestos de combate, esperaron a las aeronaves enemigas. Finalmente, les dieron la orden de pasar a alerta celeste, lo que lo llevó a Braghini a pedir autorización al vicecomodoro Wilson Pedrozo (jefe de la Base Aérea Cóndor) para terminar de poner su sección en condiciones. ¿Qué significaba eso? Que debía hacer un tiro al punto ficticio para verificar que estuviese correctamente hecha la delineación; para ello, debía sacar la munición de combate y colocar una de ejercicio.

Braghini posa con los jefes de pieza y soldados en Malvinas. Atrás uno de los cañones usados por la artilleria. Foto Gentileza Oscar Braghini.
Braghini posa con los jefes de pieza y soldados en Malvinas. Atrás uno de los cañones usados por la artilleria. Foto Gentileza Oscar Braghini.

“Hicimos el tiro y empecé a poner de nuevo en orden de combate a las piezas cuando vi desde el noreste tres puntos pegados al agua. Nosotros estábamos desconectados. Fue una sorpresa total. Rápidamente, hicimos las conexiones, pero las aeronaves ya estaban fuera del alcance. Fue un desastre”, relata, al tiempo que señala que, como la artillería de defensa aérea es uno de los primeros objetivos que busca la aviación enemiga, debieron hacer un cambio de posición hacia el poblado de Pradera del Ganso.

“El 4 de mayo estábamos con el cabo primero Ferreira en el director de tiro. De repente, me dijo ‘Ahí vienen, mi subteniente’. Miré la pantalla: se veían los tres ecos. Avisé por radio. Son segundos los que uno tiene para combatir. Si uno detecta un avión a 16 kilómetros –que es el mayor alcance que tiene el radar–, hay apenas un minuto para combatirlo. El avión vuela a 300 metros por segundo, no podíamos distraernos”, detalla. A su vez, recién podían adquirir al avión a tan solo cinco kilómetros del director de tiro, ya que, si no, los misiles antiradares ingleses podían destruirlos. Esperaron, vieron al Harrier de frente en la pantalla: “Di alerta para que las piezas se conectasen al director de tiro, y cuando me dieron permiso, presioné el pulsador de disparo y vi que los proyectiles pegaban en el mar. El Harrier comenzó a hacer maniobras evasivas. Esperé que la computadora me diera permiso de nuevo y, cuando la luz se encendió, presioné la segunda ráfaga, que agarró a uno de lleno. Al otro Harrier, lo agarramos yéndose, le dimos, pero no se lo vio caer”.

Dice Braghini que, desde el director de tiro, podía ver a la gente que estaba en los cañones gritando “¡Viva la Patria!”: “Nos volvió el alma al cuerpo. Teníamos miedo de no poder cumplir con nuestra misión. Ahí quedó demostrado que el material era bueno y que estábamos en capacidad”. Desde aquel instante, pasaron a operar en alerta roja constante, lo que intensificó el cansancio y el desgaste.

‘Teníamos miedo de no poder cumplir con nuestra misión. Ahí quedó demostrado que el material era bueno y que estábamos en capacidad’, sostiene el coronel Braghini.

Hay un episodio que lo marcó para siempre y, como él dice, todavía lleva la mochila. “El 12 de mayo fue un día nefasto para mí, ese día derribé a un avión propio”, se lamenta mientras explica que, si bien han pasado más de 30 años, aún tiene un sentimiento de culpa. El error no fue del artillero: en esa zona, los aviones argentinos no podían volar justamente porque podían ser identificados como ingleses. Si lo hacían, tenían que tomar ciertas medidas: pedir comunicación radioeléctrica para dar aviso del pasaje, maniobrar con luces prendidas y tren de aterrizaje bajo.

“Darwin y Pradera del Ganso era un área de no vuelo; si querían volar, nuestras aeronaves tenían que hacerlo con ciertas condiciones. Si no, todo lo que volaba por ahí era enemigo”, sostiene. Ese día, Braghini se encontró solo por unos segundos en el director de tiro; Ferreira no se sentía bien y había pedido autorización para salir. Cuando se acercaba un reemplazante, detectó un eco en la pantalla: “Mientras se aproximaba el avión, aparecieron dos ecos más. Tres aviones. Informé por radio que se acercaban con velocidad. Recuerdo que, en segundos, pensé que podía ser un Mirage que regresaba de atacar a la flota y dos Harriers buscaban derribarlo. Podían ser aviones propios, pero el distanciamiento no tenía sentido. El primer avión se alejó esquivando el área. Los otros dos continuaron sin hacer maniobras. Di alerta a las piezas, cuando tuve el permiso de fuego, disparé. Menos mal que me encontraba solo, porque si conmigo estaba Ferreira les dábamos a los dos. Fue una situación jorobada. Me puse a llorar”. Ese día, las autoridades de la Fuerza Aérea se comunicaron con él para decirle que había hecho las cosas bien y lo felicitaron por el desempeño, el avión había ingresado por donde no debía.

El, hoy, coronel (retirado) Claudio Oscar Braghini junto a los efectivos del grupo de artillería antiaérea frente al director de tiro. Foto Gentileza  Braghini.
El, hoy, coronel (retirado) Claudio Oscar Braghini junto a los efectivos del grupo de artillería antiaérea frente al director de tiro. Foto Gentileza Braghini.

La batería de Braghini quedó afuera cuando ya se gestaba la rendición: durante un ataque de las tropas inglesas, por la balacera, un poste que proveía energía a uno de los grupos electrógenos fue derribado. Mientras iban en busca de un segundo artefacto, un Harrier comenzó a tirar y, paralelamente, comenzó el ataque de los morteros. Cuando pidieron autorización para combatir como infantería, les comunicaron que esperaran, pues ya habían comenzado a parlamentar.

El rescate de los cañones

El general (retirado) del Ejército Argentino José Navarro, veterano de Malvinas de Grupo de Artillería Aerotransportada 4, integraba la Batería B de esa unidad cuando, en Malvinas, le ordenaron trasladarse con su tropa hasta Darwin para brindar apoyo de fuego a la fuerza de tarea desplegada en ese lugar. Los llevarían a destino en el guardacostas Río Iguazú, de la Prefectura Naval.

El traslado fue difícil, no tenían vehículos para hacerlo, así que tuvieron que utilizar la fuerza de sus brazos para llegar al puerto con los cañones obús OTO Melara. Allí, un nuevo desafío: no tenían una rampa que les permitiese subir a las piezas. “Lo imposible siempre son oportunidades para demostrar iniciativa. Desarmé los cañones por completo”, recuerda.

Ya arriba del Río Iguazú, cerca de las ocho de la mañana, comenzaron a sentir la balacera y los gritos: era un ataque de los aviones británicos. “Me pareció una eternidad. Era una lluvia de esquirlas. En un momento determinado, se apagaron las luces del barco y se empezó a sentir olor a quemado, recuerdo ver las luces rojas que se apagaban y prendían”, narra el artillero, quien llegó a tomar su casco y fusil antes de salir a cubierta. Casi todo el personal ya había saltado al agua y nadaba hacia la costa. Navarro también se tiró, motivado por el vuelo rasante de un Harrier con rumbo al guardacostas.

El personal de su batería se encontraba bien, pero muchos hombres de Prefectura estaban gravemente heridos. “En eso, escuché los gritos de los soldados, me di vuelta y me indicaron que uno se había tirado al agua para regresar al barco. Fue una maniobra que realmente sorprendió a todos”. Se trató del soldado Rodolfo Sulín, quien tomó del Río Iguazú un bote salvavidas y adentro metió ropa, agua potable, medicamentos, mantas y alimentos. “Eso permitió salvar a la gente, por eso lo propuse para ser condecorado”, revela Navarro.

Ya en Darwin, y sin las piezas de artillería, se encaprichó y quiso volver para rescatar los cañones: “Tuve la suerte de encontrar al subteniente Gómez Centurión. Él tenía un traje de buzo y se ofreció a ayudarme. De repente, apareció un alférez de Fuerza Aérea, Favre, y se unió a nosotros”.

Los tres oficiales lograron sacar del agua cada una de las piezas. “Cuando armamos el rompecabezas, teníamos mucha alegría, y los infantes también, porque deseaban contar con el apoyo de esos cañones”, detalla, al tiempo que relata que ya se había producido el desembarco y la idea era que él pudiera abrir fuego sobre los ingleses.

Sin bigotes, el general (retirado) del Ejército José Navarro junto a un compañero en Malvinas. Foto: Gentileza Navarro.
Sin bigotes, el general (retirado) del Ejército José Navarro junto a un compañero en Malvinas. Foto: Gentileza Navarro.

“El espíritu de los soldados que me acompañaron estaba intacto. El 28 de mayo combatieron todo el día al pie del cañón. Nadie se retiró de la posición y, en el medio del combate, nuevamente el soldado Sulín salió corriendo al frente de los tubos del cañón con una bandera argentina y la empezó a agitar gritando ‘¡Viva la Patria!’. Eso fue un estallido de ánimo impensado”, narra el artillero, orgulloso de su tropa. Para él, no eran soldados, “eran patriotas argentinos, dispuestos a entregar su propia vida para defender una porción de soberanía”.

La última pieza, orgullo del Ejército

“El soldado argentino se ha caracterizado, a lo largo de la historia, por su profesionalismo, su amor a la Patria, su predisposición para afrontar los máximos sacrificios y su espíritu de cuerpo. Eso es lo que yo vi en la guerra de Malvinas y es lo que todos podemos apreciar en estos tiempos”, comienza su relato el hoy general (retirado) Luis María Pucheta, quien peleó en Malvinas siendo subteniente del Grupo de Artillería Aerotransportado 4, destino que compartió con Navarro.

A cargo de la Sección Comando y Servicios de la Batería de Tiro C, se instaló a dos kilómetros de Puerto Argentino, en dirección al monte Dos Hermanas. No tenían vehículos para movilizar los obuses OTO Melara, por lo que debieron permanecer en ese lugar hasta el final de la guerra. La posición elegida era muy buena y, además, llegaron a fortificar bien la zona. “Nosotros estábamos totalmente identificados, ellos tenían reconocimiento aéreo, radares y tecnología. Todas las noches, sufríamos el cañoneo naval y, una vez que se produjo el desembarco, se sumaron los ataques aéreos y de la artillería británica. Creo que la protección y la dispersión de los cañones fue lo que nos permitió tener apenas tres caídos”, confiesa.

¿Cómo eran los combates? Pucheta relata que la actividad de artillería es muy particular: “Estar recibiendo las voces de mando por teléfono o radio, preparar la munición, las espoletas, cargar, tirar en medio de la balacera. Es tan frenético que no sé por qué uno está más preocupado por lo que tiene que hacer que por lo que puede llegar a pasar”.

‘Estar recibiendo las voces de mando por teléfono o radio, preparar la munición, las espoletas, cargar, tirar en medio de la balacera. Es tan frenético que no sé por qué uno está más preocupado por lo que tiene que hacer que por lo que puede llegar a pasar’, reflexiona Pucheta.

Para Pucheta, la última noche fue la más fría e intensa: “A la voz de ‘Alerta, cañón’ los soldados corrían a sus puestos con una entereza que sorprendía. Se escuchaba cada tanto un ‘¡Viva la Patria!’ y otras expresiones que intentaban renovar el entusiasmo entre los compañeros, que, con las manos sangradas y heladas, seguían abriendo los cajones de munición para abastecer a tiempo a las piezas de artillería. Sabíamos que nuestro fuego estaba salvando muchas vidas propias en la primera línea”.

A medida que transcurrían las horas, los obuses se iban poniendo fuera de servicio por roturas y como consecuencia de superar sensiblemente la cadencia de tiro aconsejada para el material. Los artilleros del 4 seguían haciendo todo lo posible para cumplir con las órdenes: “Con las primeras luces del 14 de junio, solo quedaba en servicio un obús, operado y abastecido por un puñado de hombres, ya que el resto de las Baterías habían sido replegadas. Comenzamos a ver a las tropas británicas a nuestro frente y entablamos un intenso intercambio de fuego. Nosotros ejecutábamos tiro con puntería directa (viendo el blanco entre 700 y 1000 metros) con muchas limitaciones”. Resulta que la única pieza con la que contaban ya estaba totalmente enterrada y comenzaban a experimentar dificultades con los volantes en dirección y altura. “Cuando ya estábamos por agotar munición, nos sorprendió un proyectil atascado en el tubo del obús, que no pudimos sacar. Percibíamos que era el final. Minutos más tarde, el jefe de la Batería nos ordenó el repliegue en medio del fuego enemigo”, cuenta, sin saber que esa noche se convirtió en leyenda.

Pucheta se muestra orgulloso de los soldados que lo acompañaron. “La Batería C es una gran familia. Mis soldados son héroes”, dice y comparte una anécdota que retrata a la tropa: “Ya se había replegado casi todo el grupo. Vi que se acercaba, desde retaguardia, una persona en medio del fuego enemigo. Traía algo en la mano y, cada tanto, se tiraba cuerpo a tierra. Era el cabo cocinero Quiroga, no tenía nada que ver con nosotros, porque su batería ya se había replegado, pero sin que nadie se lo hubiera ordenado, calentó leche para nosotros. Se quedó y hasta pidió tirar un tiro. Cuando se trabó el proyectil, no dudó en ayudar. Incluso replegó con nosotros”.

Orgulloso de haber podido ser parte de este episodio, Pucheta finaliza: “Para nosotros, fue importante que hayan condecorado a mi jefe de unidad y a mi jefe de Batería, es el reconocimiento a los de la última pieza. Todavía hoy me emociono al recordar la conducta de aquellos hombres, que seguían firmes y decididos al lado de su obús dando muestras de extrema abnegación, compañerismo, lealtad a sus jefes y amor a la Patria. ¡He visto actos heroicos!”.

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