“Esa tarde lloviznaba en Río Grande”, recuerda Horacio Mir González, por ese entonces capitán de la Fuerza Aérea. Había llegado hacía un mes y medio a la isla de Tierra del Fuego, junto a sus compañeros del Grupo VI de Cazabombarderos de la Brigada Aérea de Tandil, que operaban los legendarios Mirage M5 Dagger, comprados a Israel en 1978. Ese 21 de mayo de 1982 dejaría un recuerdo imborrable en la memoria de este experimentado piloto, quien se retiró en 2003 de la Fuerza con el grado de brigadier. “Nos llegó desde Comodoro Rivadavia la orden fragmentaria de preparar dos escuadrillas para atacar unidades navales británicas en el canal San Carlos, que estaban bombardeando las bases argentinas en Pradera del Ganso y Darwin”, detalla, en diálogo con DEF.
En Comodoro Rivadavia, funcionaba el Estado Mayor de la Fuerza Aérea Sur, creado para coordinar las operaciones en Malvinas y cuyo comandante era el entonces brigadier Ernesto Horacio Crespo. El 6 de abril, cuatro días después de la recuperación de las islas por las tropas argentinas, se habían desplegado en Puerto San Julián y en Río Grande, respectivamente, dos escuadrones de la Brigada Aérea de Tandil. El destino de Mir González fue Río Grande, a unos 600 kilómetros de las islas Malvinas, donde él y los demás pilotos de su escuadrón se alojaron en la Base Aeronaval de la Armada. “La Fuerza Aérea jamás había realizado un entrenamiento especial para operar en Malvinas”, reconoce Mir González, quien puntualiza que el entrenamiento siempre había sido para combates aire-aire o aire-tierra, que eran sus misiones primarias. “La responsabilidad del ataque a buques quedaba a cargo de la Armada”, aclara, puntualizando que esa fuerza contaba con los aviones Super Étendard, dotados de misiles para el combate aeronaval.
Lo cierto es que, a pocos días de un despliegue que inicialmente respondía a la necesidad de proteger la Patagonia de una eventual incursión chilena aprovechando el conflicto del Atlántico Sur, los pilotos de los Mirage recibieron del mando de la Fuerza Aérea Sur la directiva de prepararse para el combate en Malvinas. Tuvieron, entonces, que aprovechar al máximo el poco tiempo con el que contaban para estudiar el armamento de los buques británicos y adaptar su entrenamiento para conseguir atacar con cierto éxito a esas fragatas de última generación. Las primeras operaciones aeronavales contra la flota británica se produjeron el 1º de mayo, día que sería recordado como el “bautismo de fuego” de la Fuerza Aérea por tratarse de su primera entrada en acción en un conflicto bélico en su historia. Ese día también se produjeron los únicos combates aéreos contra los Sea Harriers.
A la ya señalada dificultad que presentaban los Mirage para el combate aeronaval, se sumaban otras tres barreras adicionales con las que los pilotos tuvieron que lidiar durante todo el conflicto del Atlántico Sur: la falta de reaprovisionamiento en vuelo, lo que obligaba a optimizar el uso del combustible y reducía el espacio para ubicar bombas en las aeronaves; la necesidad de ingresar a las islas en vuelo rasante para evitar ser detectados por los radares enemigos; y el imprescindible accionar diurno para este tipo de operaciones de combate, circunstancia que forzaba a operar entre las 8:30 de la mañana y no más allá de las 17:30. El invierno, tal como indica Mir González, no era el momento más adecuado, y las duras condiciones climáticas de la Patagonia en ese período tampoco ayudaban. Ninguna de estas situaciones fue obstáculo para el heroico despliegue de la Fuerza Aérea, cuya intervención en el conflicto tomó de sorpresa a los propios británicos, como admitirían posteriormente sus altos mandos.
El 21 de mayo de 1982, tal como relata Mir González, alrededor de las 14, partieron las dos escuadrillas desde Río Grande hacia las islas. La primera de ellas, que recibió el nombre de “Cueca”, estaba compuesta por tres pilotos: el propio Mir González como jefe de escuadrilla, el teniente Juan Bernhardt –quien moriría en combate el 29 de mayo– y el primer teniente Héctor Luna. La segunda, bautizada como “Libra”, la integraban los capitanes Amílcar Cimatti e Higinio Robles. A poco de despegar, una falla en el motor del Mirage de Cimatti lo obligó a regresar a Río Grande, situación que determinó que Luna pasara a integrarse a la escuadrilla “Cueca”, que se convirtió así en una formación tradicional de cuatro integrantes.
Tras el despegue, seguiría un vuelo durante 45 minutos a una altura de entre 30.000 y 33.000 pies –unos 10.000 metros–, durante el cual pilotos no podían efectuar ninguna comunicación de radio para no ser detectados por los radares de las fragatas. Volaban ese primer trayecto sobre el mar en una formación de transición, con una distancia de entre 30 y 50 metros entre aviones, conocida por los pilotos con la denominación “dedo de la mano”. Para graficarlo, tal como explica Mir González, el “dibujo” que tenía la escuadrilla era el de la palma de una mano, con el dedo pulgar escondido. En el caso de la que partió ese 21 de mayo desde Río Grande, Mir como jefe de escuadrilla ocupaba el lugar del dedo mayor; Bernhardt, el índice; Robles –que pasó a ser jefe de sección, segundo al mando– el anular; y Luna, el meñique. Cada uno de ellos llevaba en su aeronave una sola bomba MK-17 de 500 kilos, ya que el resto del lugar disponible debía ser ocupado por tanques externos de combustible. Cabe remarcar que, al ser un artefacto diseñado para atacar objetivos terrestres, muchas de esas MK-17 no llegaron a explotar sobre los buques enemigos durante el conflicto.
Siguiendo el trayecto habitual que hacían los pilotos, al llegar a las primeras estribaciones de las islas se producía el “descenso operativo”, que requería de una gran pericia por parte del piloto, ya que debía efectuarse a máxima velocidad para quedar rasante e ingresar así a la Gran Malvina. En ese momento, se producía el cambio de formación, que debía pasar a convertirse en un “escalonado táctico”, con los aviones separados a una distancia de no más de 500 metros, uno detrás de otro, ubicándose delante el jefe de escuadrilla y, detrás de él en forma escalonada hacia la derecha o hacia la izquierda, los restantes tres componentes de la formación.
Mir González no omite ningún detalle de lo ocurrido aquel 21 de mayo: “Cruzamos la isla Gran Malvina en vuelo rasante y, en un momento dado, la meteorología se puso muy fea, con lluvias y nubes. Delante de nosotros, apareció un conjunto de sierras”. En ese momento, sin que los pilotos lo supieran, la escuadrilla argentina había sido detectada por dos Sea Harriers enemigos, que, como se sabría luego de la guerra, recibían información de inteligencia desde Chile. El destino quiso que uno de los misiles Sidewinder diera de lleno contra el avión de Luna, el último de la formación, que dio la voz de alerta pero no pudo ser escuchado porque le falló la radio. Si bien el Mirage fue abatido, él pudo eyectarse y salvar su vida, circunstancia que ninguno de sus compañeros conocería hasta tres días más tarde. Lo cierto es que, al escabullirse por un cañadón con destino a San Carlos, los restantes tres pilotos argentinos que seguían en combate pudieron evadir el patrullaje de los Sea Harriers.
No pasaron más de cuatro o cinco minutos desde el inicio del vuelo rasante, que la escuadrilla ya se encontraba en el canal San Carlos. “¡Cueca, objetivo al frente!”, recuerda haber dicho Mir González, al detectar la primera nave británica en la zona. En medio de la lluvia, su avión comenzó a ser blanco de los cañonazos lanzados desde la fragata HMS Ardent. Su respuesta fue comenzar a disparar con los propios cañones ubicados en el fuselaje del Mirage, aunque reconoce que fue más una defensa psicológica que real. Al acercarse al buque británico, el jefe de la escuadrilla argentina consiguió lanzar una bomba, que terminaría explotando en la popa de la fragata Ardent, dañando el hangar del helicóptero Sea Lynx, que quedó destruido, y el lanzador de misiles SeaCat, de última generación. Posteriormente, la fragata recibiría el impacto de otras bombas, lo que terminaría por hacerla zozobrar y hundirse.
El peligro para los pilotos argentinos de la escuadrilla “Cueca” no terminaría allí. Cuando Mir González se disponía a emprender el regreso tras finalizar el bombardeo, escuchó un mensaje de su compañero Robles por radio: “¡Rompa a la derecha, carajo! ¡Hágalo que le van a dar!”. Sin saber bien a quién iba dirigido, él giró bruscamente hacia la derecha, con toda la fuerza que le dieron sus brazos, y acto seguido, vio pasar a su lado un misil lanzado desde el buque. Había salvado milagrosamente su vida. La salida hacia la isla Soledad y el regreso tampoco daba margen a la distensión. Los Sea Harriers y otras embarcaciones de la flota británica también podían estar al acecho. “Luego del cruce rasante de la isla Soledad, levantamos vuelo rápidamente y regresamos a unos 12.000 metros de altura sobre el mar, siempre atentos al indicador del combustible”, completa el jefe de la escuadrilla “Cueca”.
La llegada a Río Grande y el reencuentro con los compañeros y con el equipo de mecánicos, electricistas y armeros fue muy emotivo. “Ellos viajaban, de alguna manera, con nosotros a las islas y nos esperaban con ansiedad y expectativa por saber lo que había ocurrido”, rememora Mir González. Ese 21 de mayo, solo tres de los cuatro pilotos que partieron a la misión habían regresado. La gran incógnita era qué había ocurrido con Luna. “Nosotros estimamos que puede haber tenido un problema cuando cruzamos rasantes las sierras de Gran Malvina”, le dijo Mir González al mismísimo Basilio Lami Dozo, jefe del Estado de Mayor de la Fuerza Aérea, que había llegado en visita a la base de Río Grande poco después del regreso de la escuadrilla “Cueca” de su misión a las islas. Todos lo daban por muerto. La sorpresa llegó tres días más tarde, cuando recibieron una comunicación por radio y Mir pudo escuchar “la tonada inconfundible del mendocino Luna”. Al haberse eyectado a máxima velocidad y en vuelo rasante –condiciones no previstas en las condiciones de uso de los asientos eyectables Martin Baker, curiosamente de fabricación inglesa–, Luna sufrió graves lesiones en uno de sus brazos y en la rodilla, pero pudo ser rescatado dos días más tarde por unos granjeros isleños y posteriormente trasladado en un helicóptero de las Fuerzas Armadas argentinas, para finalmente volver al continente. El trágico destino quiso que falleciera el 23 de noviembre de 1991, en un accidente en la base de Plumerillo, en su Mendoza natal.
La fragata Ardent se hundiría en las primeras horas del 22 de mayo de 1982, lo que infligiría una sensible pérdida al bando británico, aunque no sería suficiente para torcer el destino de una guerra cuya suerte estaba echada. De lo que no quedan dudas es de que, contra viento y marea, los pilotos argentinos dieron muestras de un gran espíritu de sacrificio y de un coraje sin igual para enfrentar a una de las flotas más poderosas del planeta. Su actuación no pasaría desapercibida y aún hoy se estudia en los libros de historia y en los manuales de estrategia más importantes del planeta.
LEA MÁS