Entender a la gente de mar es difícil para cualquier habitante de nuestro planeta. Arriesgar la vida por un ideal es más difícil aún. En alta mar, el navegante es su propio sacerdote, padre y salvador; todos sus valores habitan en él, atravesando la cuerda floja de los opuestos, de renuncias a sueños, de aislamientos y del gozo a la libertad.
En alta mar, las imprecisiones, la incertidumbre y el riesgo son las condiciones naturales de la vida del marino. No enloquece por ello, tampoco pretende seguridad, buenos vientos o un mar en calma.
En todas las épocas, existieron personas que, en el peor momento, dieron su mejor respuesta a pesar de las circunstancias a las que estaban expuestas. En la tarde del 2 de mayo de 1982, a más de un millar de tripulantes del Crucero ARA General Belgrano les llegaría el momento de la verdad.
En pocas horas, quienes habían podido subir a las balsas salvavidas verían desaparecer de la superficie del mar a una de las naves más importantes de la Armada Argentina, cuna de formación de marinos a lo largo de varias décadas.
Durante mucho tiempo, los tripulantes del ARA General Belgrano se habían preparado para una campaña significativa, la última. Paradójicamente, el Atlántico Sur sería su fondeadero final luego de haber navegado miles de millas y superado inmensos riesgos en la gran guerra del Pacífico, antes de su incorporación a la Armada Argentina.
Los tripulantes a quienes les había tocado estar en ese lugar y momento histórico estaban acostumbrados a soportar prolongadas ausencias, a preparase para el peligro, a dominar sus impulsos, a sacrificarse por el camarada y a prestar servicio bajo cualquier condición adversa, y si llegase el caso, en el supremo instante del combate, a actuar con arrojo y valor manteniendo viva la llama del ejemplo.
Fieles a ese espíritu, la actividad de abordo debió haber sido intensa. El personal de guardia sabía que tenía que asegurar el son de mar. Los rolidos y cabeceos no debían ser un obstáculo para cumplir con los servicios de comida, el descanso, las ejercitaciones y las rutinas propias de la vida a bordo. Si algo se rompía o alguien se accidentaba, había que solucionarlo con lo que se tenía.
Tal como relata uno de los sobrevivientes, ese día le tocó defender a la patria, jugar el partido final del campeonato desde la cancha y no verlo desde la tribuna. Así lo sintieron todos. Incluso los casi 300 marineros conscriptos que habían sido llamados al servicio militar obligatorio y que habían aprendido rápidamente las labores cotidianas sin que se notaran diferencias con el personal más veterano.
Hoy la mayoría de la tripulación y todos esos conscriptos son adultos mayores. Algunos de ellos ya no están entre nosotros. El comandante del crucero, el capitán de navío Héctor Elías Bonzo, partió a los 74 años en abril de 2009. Él se preocupó por mantener reunida a la tripulación y, a pesar de la inevitable dispersión de personas por todo el país, continuaron reuniéndose en un grupo numeroso todos los años.
Pese al paso del tiempo, también los familiares y amigos de quienes no volvieron los siguen recordando. Ellos saben que fueron los verdaderos héroes de aquel momento y no quienes los enviaron a la guerra. En sus mentes, resonarán preguntas que aún no tienen respuesta: ¿valió la pena el sacrificio?, ¿aprendemos algo los argentinos cuando repetimos constantemente errores del pasado?
El recuerdo de la gesta de las islas Malvinas me trae a la memoria a los miles de profesionales y trabajadores de la salud, fuerzas de seguridad y armadas, servicios esenciales y tanta otra gente que hoy arriesga su vida en la cuarentena.
Hoy en día, ellos y sus afectos más cercanos también se estarán haciendo las mismas preguntas cuando, en los momentos más oscuros e inciertos de su vida, se encuentran solos y desamparados ante los infinitos riesgos que enfrentan.
Y, como no podía ser de otra manera, la misma pregunta incómoda resurge para quienes incluso se animan a predecir que el mundo ha cambiado. ¿Cuál es el verdadero aprendizaje que hacemos de lo que nos sucede? A lo mejor, sería bueno reconocer que no somos tan solidarios ni tan buenas personas como imaginamos. A lo mejor, sería bueno aprender quiénes somos, qué valores defendemos y qué país estamos dispuestos a sostener con el esfuerzo individual y colectivo. A lo mejor, sería preferible perder un año para ganar un futuro mejor.
Los sobrevivientes y los 323 marinos que perdieron la vida ese 2 de mayo de 1982 son y han sido parte de la misma sociedad que nos une frente a este nuevo desafío. Los une también el legado que ofrecieron a las nuevas generaciones. Para ellos, “no fue ni el reconocimiento ni la gloria lo que los movilizó, sino el desapego de una vida mejor por una vida digna”.
En esta cuarentena, a 38 años del hundimiento del General Belgrano, todos volvemos a estar en alta mar, aunque no nos demos cuenta de ello, esperando el ataque de ese enemigo invisible que acecha.
Mientras tanto, a los héroes del Belgrano, la eternidad les pertenece.
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