El hambre es un tema dramático y vergonzante. Al ocuparse de él, puede observarse el paso de las décadas y la falta de efectividad de las políticas públicas para mitigarlo. Como hemos dicho varias veces, hablar de cifras, de millones y de lo que provoca tan triste emergencia es hasta trivial, cuando uno se concentra en un solo niño y mira nada más que esa cara hambrienta y desolada que nos susurra “tengo hambre”. Esa frase desarma a la academia y relativiza los cálculos de todo tipo para tomar forma humana. Ahí sí, podemos tomar dimensión del drama que se replica en millones de personas que aguardan, sin esperanza, una respuesta.
Unos 735 millones de personas atraviesan actualmente situaciones de inseguridad alimentaria severa, según el último informe de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Lo preocupante es que los números han ido en aumento desde la pandemia de COVID-19: en 2019, antes de la emergencia sanitaria, la cifra era de 612,8 millones.
Un planeta desgarrado por la violencia
El contexto del planeta no ayuda. Según estima Ricardo Senra, periodista de la BBC Brasil en Londres: “El mundo se está volviendo un lugar más violento si lo comparamos con el principio de este siglo y se espera que llegue a final de este período con al menos ocho grandes guerras, además de decenas de conflictos armados de menor intensidad”.
El mundo mira azorado la dramática guerra entre Israel y Hamas en la Franja de Gaza y el conflicto de Rusia y Ucrania, con más de dos años de duración y graves consecuencias en vidas, en deterioro de la economía y también en términos de violaciones de los derechos humanos.
Mientras tanto, convivimos con otros conflictos con menos prensa, pero tan violentos como los antedichos. Nos referimos a las guerras civiles o los problemas de violencia interna en Yemen, Sudán, Somalia, Burkina Faso, Nigeria y Siria, entre otros, que anticipan un final de año terrible con efectos colaterales múltiples, entre ellos más hambre, más desnutrición y mayores pérdidas de vidas humanas ajenas a la guerra en sí.
Podemos tomar la definición de muchos grupos internacionales de estudio, que establecen la diferencia entre conflicto y guerra con el parámetro de que aquel conflicto que supere anualmente los 1000 muertos puede ser catalogado como una guerra. Solo con este parámetro, la lista excedería este texto por la cantidad de casos; no intentaremos aquí enumerar todos los conflictos que vive el planeta. Dicho esto, debemos contemplar la relación directa que generan en la posibilidad de mitigar el hambre, facilitar la logística de los alimentos y llegar a los necesitados con un mínimo de facilidad.
Un drama que no conoce fronteras
África sigue siendo el continente más afectado por la inseguridad alimentaria: se estima que 282 millones de personas padecen hambre, lo que representa el 20,4 % de su población. Lejos de los graves conflictos internos y del fuerte impacto del cambio climático en el continente africano, América Latina muestra una mejoría en sus indicadores en los últimos años. De todos modos, las cifras siguen siendo peores que las de la prepandemia.
Entre 2019 y 2021, la inseguridad alimentaria aumentó en la región en 13,2 millones, alcanzando los 56,5 millones de personas al año siguiente de la pandemia. En el último reporte de la ONU, correspondiente a datos de 2023, esa cifra se redujo a 43,2 millones. Y aún hay 6 millones de personas subalimentadas adicionales en comparación con el escenario anterior al COVID-19.
En Argentina, las noticias no son para nada alentadoras. Según el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), entre 2010 y 2022, la situación de inseguridad alimentaria severa se incrementó un 44 %. Hoy son 11 millones de argentinos los que no consumen los nutrientes necesarios para un desarrollo saludable.
Evidentemente, nuestro país es un caso paradigmático: el que supo ser el granero del mundo pasó, desde hace décadas, a su momento más oscuro. Pasar del 6 o 7 % de pobres en la violenta década del 70 al 50,5 % de 2024 solo puede generar estupor y espanto. Si lo miramos a través de la lupa de una microeconomía familiar cualquiera, esas son familias con una docena de viajes a Disney y que hoy no pueden pagar la cuota del colegio o los servicios básicos de su casa. Salir de este laberinto borgeano implicará dolor e infinito trabajo.
Cada vez más lejos del objetivo del “hambre cero”
Una brecha entre ricos y pobres que se extiende como una mancha de aceite en el mar y que arrastra la educación, la salud, el transporte y la seguridad, día por día, cada día más. Indigna saber que la producción mundial de alimentos alcanza para dar de comer a 12.000 millones de personas, lo que implica que ni un solo niño en el mundo tendría hambre.
Sin embargo, esos bienes están a millones de kilómetros de distancia de aquellos que los necesitan y, las más de veces, se arrojan como desperdicios, mientras simultáneamente se emplean cientos de millones de dólares para dar solución a los problemas de obesidad en los países desarrollados. Si analizáramos detenidamente estas paradojas, comprenderíamos el absurdo en el que cae un mundo cada vez más evolucionado, cada vez más globalizado, pero que sigue castigando a los más débiles y sigue vulnerando a los más vulnerables.
¿Por qué el texto anterior está especialmente remarcado? No porque sea una realidad compartida y certera, sino por una muy particular razón: fue escrito y publicado en 2009. ¿Qué ha cambiado desde entonces? Esta espantosa realidad no solo no se ha modificado, sino que ha empeorado de manera notable y el objetivo de “hambre cero” para 2030 no solo es inalcanzable, sino que toma el formato de una broma macabra.
Aquel viejo artículo de 2009 titulado “Vergüenza” tenía una frase de la entonces directora de Políticas de la ONG ActionAid International, Anne Jellema, quien decía: “Cada seis segundos, un niño muere de hambre, pero este escándalo podría acabar fácilmente si todos los gobiernos tomaran medidas decididas”. Evidentemente, eso no ha ocurrido, lo que deja muy mal parada a la gobernanza global y a las gigantescas organizaciones que las integran, cargadas de buenas intenciones y altas burocracias, pero con desacertados y minúsculos resultados mientras el mundo avanza a velocidad increíble.
Un drama inaceptable en la era de las transformaciones tecnológicas
Se duplica el conocimiento cada 13 meses y, según predicciones de IBM, a través de lo que conocemos como “Internet de las cosas”, llegaremos pronto a un escenario en el que, cada 12 horas, se producirá la duplicación del conocimiento. Ahora, han ocurrido y ocurren hechos extraordinarios y conquistas que nos asombran diariamente. Repasemos algunas de esas conquistas, pero antes seamos plenamente conscientes de que ni una sola logró mejorar las trágicas situaciones de la crisis alimentaria a millones de seres humanos, que padecen a diario el hambre y el abandono a la buena de Dios.
Para corroborar lo antedicho, dirigido a los muy jóvenes o a los desmemoriados y también a los nativos digitales, que todos ellos sepan que, mientras la aguja del hambre y la desnutrición no se mueve o atrasa, en este cuarto de siglo conocimos soluciones que no existían y descubrimientos que hoy son parte de nuestra rutina y sin los cuales no imaginamos nuestra cotidianidad: YouTube, Google Maps, Facebook, Wikipedia, el bluetooth, los smartphones y el bitcoin, más las plataformas de streaming y la inteligencia artificial (IA), que apenas tienen un par de docenas de años, algunas menos, y han cambiado el mundo conocido, pero no han conseguido revertir la desigualdad en el mundo.
Además, es imposible ignorar que, en los próximos años, seguramente cambiará el curso de la historia y, algunos aventuran incluso, el propio destino de la humanidad. Los cambios en la física, la química, las neurociencias y la conjunción de todos esos avances integrados por la IA nos llevará a un destino casi imprevisible. Temas como el genoma humano, los hallazgos en planetas cercanos, la nanotecnología, la revolución del grafeno y docenas de otros descubrimientos y aplicaciones, muchos de ellos en etapa de experimentación, impiden proyectar un mundo conocido siquiera a cinco o diez años.
Un planeta desigual y un modelo de consumo insostenible
La realidad puede analizarse a través de la huella ecológica que generamos, es decir, el hipotético territorio productivo que debería ocupar cada habitante del planeta para generar esos recursos que luego consumirá. Este indicador sostiene, por ejemplo, que un ciudadano norteamericano necesitaría, para ello, nueve hectáreas al año y un europeo, cinco anuales. Mientras tanto, un asiático requeriría menos de dos hectáreas para sobrevivir. Si todos los habitantes del planeta consumiéramos lo que utiliza un habitante de EE. UU., se requerirían cuatro planetas como la Tierra para sostenernos. Quizás sería bueno detenernos en esta realidad desgarradora, donde muchos gritan sin escucharse, mientras nos corroe la desidia, cierta anomia y la total ausencia de sentido común.
Debemos reaccionar, aunque tarde, y entender que ya no hay margen para la espera. Es hora de emprender esta batalla.