En plena adolescencia Darío Volonté entró a una pescadería acompañado por su mamá y se encontró con un cartel de la Armada Argentina que invitaba a los jóvenes a unirse a la Fuerza. No lo dudó, no por vocación, sino porque consideró que se trataba de una oportunidad para trabajar y formarse al mismo tiempo. Se hizo maquinista naval y, en 1982, lo destinaron al crucero ARA General Belgrano, hundido durante la guerra de Malvinas. Sobrevivió, regresó y salió en busca de nuevas oportunidades.
Mientras trabajaba como fletero, se unió al coro de la Iglesia. Su voz llegó a los oídos del barítono José Crea, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, quien confió en su potencial y accedió a colaborar en su formación artística. Se aferró a esa nueva oportunidad que le daba la vida y logró cantar Tosca en el teatro Ópera. Desde entonces, pasó por muchos de los escenarios más importantes del mundo. En Argentina, por ejemplo, se convirtió en el único artista de la historia del Colón en haber realizado dos bises.
DEF dialogó con Darío sobre su paso por la Guerra, los obstáculos y desafíos con los que se enfrentó al volver, y su forma de ver y encarar la vida.
Treinta horas en un freezer
-¿Cómo fue que terminaste en el crucero General Belgrano?
-Yo no era del Belgrano, originalmente estaba en la fragata Libertad, pero fui al crucero como refuerzo. Por entonces, yo era maquinista y dijeron que el personal que iban a detallar debía tomar el bolso naval, sus pertenencias e ir al Belgrano para participar del Conflicto del Atlántico Sur. Me nombraron, así que armé lo poco que tenía. Justamente, el espíritu del marinero es tener todo preparado, por cualquier cosa. Agarré el bolso y nos fuimos en un micro hasta la estación de Constitución. De allí, en tren hacia Bahía Blanca y, luego, tomamos un micro hasta Punta Alta. De ahí, a la caldera del Belgrano, con un turno de 4 a 8 y otro de 16 a 20. Ese fue mi puesto de combate: poner y sacar quemadores, presión, filtro de combustible, calentadores… Fue mi mundo hasta el momento del hundimiento.
-¿Cómo viviste la navegación hacia las Islas?
-Primero fuimos a Ushuaia, donde hicimos reaprovisionamiento y pasamos la noche. Luego, pasamos por la Isla de los Estados para ir, posteriormente, a la zona del conflicto. Durante la navegación se hicieron simulacros de abandono del buque y otros de combate, en los que se debían reforzar todos los puestos, como artillería, máquinas, control de averías, electricidad, o puente de comando. O sea, hubo un entrenamiento muy grande, sabíamos usar todos los elementos de supervivencia. Años después, me enteré de que, dentro de todas las tragedias navales, la del Belgrano fue uno de los hundimientos que más porcentaje de sobrevivientes tuvo. Éramos 1093 efectivos y se registraron 323 fallecimientos.
-¿Recordás lo que ocurrió cuando fueron atacados?
-Tuvimos la suerte de zafar del torpedeo, porque fue a máquinas y yo estaba en calderas, muy cerca. Los de máquinas fallecieron casi todos. Me acuerdo de que cuando ya estábamos en las balsas hubo una tormenta enorme. Lo más parecido que vi a la película Una tormenta perfecta. Lo que se ve en el filme es lo que yo guardo en la memoria, por ejemplo, el tamaño de olas. Hasta ese momento, yo desconocía que había una sensación térmica -20 ºC. Con el tiempo lo pude relacionar: el freezer de la casa de uno está a -14 ºC. Entonces, era como estar dentro de un freezer, húmedo y cagado a palos en una balsa de goma durante 30 horas. En el medio, las balsas se daban vuelta. Con la tormenta fuimos a parar 140 km hacia el sur, hacia la Antártida.
-¿A ustedes se les dio vuelta la balsa?
-Sí. Nos tapó una ola y estuvimos unos segundos abajo. La típica escena donde te pasa la vida por tu cabeza. Desde tu niñez hasta ese día. A mí se me pasó todo: mi vida de chico, la secundaria, mi vieja... Cuando pensé en mi vieja, me dije: “Pobre mujer”. Ella había quedado viuda, con 28 años y dos hijos, mi hermano y yo. En ese momento pensé que, si perdía a su hijo mayor, sería una desgracia. Fue justo cuando la balsa se dio vuelta. Al rato se empezó a desinflar. Buscamos el inflador y el pico. También empezó a entrar agua. Encima, éramos más de los que debíamos ser: era una balsa para 15 y nosotros éramos 23. Pero, esa desgracia terminó siendo una gracia porque, al ser más pesada y al estar bien inflada, fue más difícil que se diera vuelta de nuevo.
Vivir después de la guerra
-¿Te cambió el haber estado en la Guerra?
-Al “gracias a Dios” lo podemos usar para todo o para nada, eso puede cambiar el significado de la vida y, además, modifica el tipo de búsqueda hacia lo espiritual. Después de la guerra, lo que a mí me quedó es que no hay pequeñas ni grandes cosas: este reportaje, tomar un mate a la noche mientras estudio algo, cantar en el Colón, o simplemente, boludear. Es todo lo mismo. El tema del tamaño es una ilusión, por eso se dice que la llama de un yuyo arde el universo. En lo pequeño está la génesis de todo. Por eso, Dios está en todo. Es lo que creo yo. Incluso, pensar que esta vida es solo la que existe es limitante.
-¿Cómo vivís la causa Malvinas?
-En un primer momento me concentré en laburar y en salir para adelante. Después, cuando se comenzó a remalvinizar, tomé más conciencia. Cuando uno se aleja de una trama grande, puede ver todo desde otra perspectiva. Si se puede hacer desde lo espiritual, mucho mejor. Y, si tampoco hay ego, más todavía. Es todo una cuestión energética.
Sobre la causa Malvinas, hasta que no estemos bien nosotros, está perdida. Si no nos ponemos las pilas desarrollándonos económica, social y mentalmente, no hay salida. No es casualidad que los británicos devolvieron Hong Kong a China cuando se transformó en una potencia. Si uno visita el Museo de Malvinas, donde estaba la ESMA, puede ver que en las Islas había tanques de YPF o vuelos de LADE. Pero éramos otra economía; yo viví ese país.
-¿Qué Argentina recordás?
-Mi vieja quedó viuda a los 28 años, vivíamos en un departamento alquilado en la Capital Federal. Nos íbamos de vacaciones e íbamos a comer pizza y al cine todos los fines de semana. Hoy, para hacer esa vida, hay que ganar bastante dinero. En aquel momento, ella lo ganaba trabajando en una fábrica. De hecho, cuando falleció mi viejo, ella contaba con cuatro o cinco papelitos con direcciones para elegir el laburo que quería. La desocupación no existía. Yo viví ese país. En las Malvinas, Argentina se veía de otra manera. Había vuelos e intercambio. Por eso digo que estábamos a un paso de vivir con soberanía compartida o con la que nos corresponde a nosotros.
Después, guerra de por medio, las Islas se fueron alejando. Creo que, además de malvinizar, tenemos que transformarnos en un país potente, poderoso y fuerte. Lo fuimos y, en cierta manera, lo somos. Lo tenemos todo, hay que ordenarse. Es como todo en la vida.
-¿Valoras a tu país?
-Lógico. Amo a mi Patria. Para mí es la ampliación de mi casa o de mi barrio. Cada lugar es una ampliación de mi propia individualidad. Y defendí eso. Por eso, a los veteranos de guerra la Patria nos duele más, porque estuvimos en un conflicto bélico, pasamos por crisis, vimos niños pobres, una economía destruida y no aprendimos nada. Cada pibe que muere o queda mal por desnutrición es un argentino que está en la guerra. Es doloroso e injusto. Por eso, para mí el gran tema de la Patria es mayormente espiritual. Hasta que no arreglemos esto, las Malvinas estarán a miles de kilómetros. Primero tenemos que curar nuestras heridas, ponernos de acuerdo e ir hacia adelante. Luego, todo viene solo.
Una infancia musicalizada
-Considerando que tu mamá enviudó muy joven, ¿cómo fue tu infancia?
-Los recuerdos de esta etapa son buenos. Crecí en otra Argentina, con otra idiosincrasia. Fue una infancia más libre, más abierta y con otro tipo de hábitos. Yo siento que tuve una niñez, por un lado, muy sacrificada y, por otro, siempre muy optimista. Pudo haber influido en eso mi madre, quien siempre fue muy alegre, a pesar de los golpes que tuvo que aguantar en su vida. Por ejemplo, en casa siempre había música. Los sábados era el día en el que ella compraba discos. Así fue como conocí a Camilo Sesto, al trío Los Panchos o a Gardel, todos artistas con vocalidades muy bellas. Ese repertorio influyó mucho y me llevó a mezclar lo lírico con lo popular.
-¿Cuál fue el papel de tu madre en tu vida?
-Ella venía de un ambiente muy tranquilo, de campo. Toda mi familia es de Entre Ríos y, el entrerriano, es muy simple, frontal y optimista. Ella siempre estuvo al nivel de la exigencia de la época: era trabajar o estudiar. A mí se me dio por estudiar. Luego, salí a laburar. Posteriormente, me fui a estudiar a la Armada, que era una mezcla de estudio, trabajo y servicio militar. Recuerdo, por ejemplo, que había que hacer el famoso período selectivo preliminar: entraban casi 10.000 aspirantes y solamente tenían que quedar 2.500. En esos días adelgacé 17 kg. Tenía 15 años y había entrado con 1.73 m de altura (más tarde llegué a los 1.81 m, que es lo que mido ahora). Cuando me tocó regresar a mi casa, me até el pantalón con un pedazo de cable, porque me había encogido. Cuando ella me vio casi se pone a llorar.
Mi madre era una mujer muy simple y abierta. Solamente tenía 4.º grado del colegio y, sin embargo, siempre se preocupó por leer y formarse. Buscó desarrollar en nosotros la lectura y el intelecto, para que pudiéramos ser independientes y tener libertad en la vida. Cuando me dediqué a cantar, que quizá fue un trabajo de mayor jerarquía, para ella siguió siendo un laburo.
-¿Cómo repercutió todo eso en vos?
-Cuando uno recuerda, trata de no perder algunos momentos. Los domingos a la mañana, en casa, mi mamá se hacía mate y nosotros tomábamos mate cocido con leche y tostadas con manteca y un poco de azúcar. Eso era la felicidad suprema. De nuevo, todo es importante: esta entrevista, una noche en el Colón, un concierto en el Luna Park, comer un pedazo de asado con un tomate partido o tomarse un mate debajo de un árbol. Todo tiene una importancia vital enorme, porque todo es presente, es vida y energía. Es lo que tenemos para poder seguir proyectando el futuro. Mi madre, en ese sentido, con su cosa básica y de supervivencia día por día, también tuvo una resiliencia enorme, porque tuvo una vida muy sacrificada. Pero, nos crió con optimismo y yo trato de formar a mi familia de la misma manera.
Vivir de la música
-Te casaste con Vera Cirkovic, también artista…
-Sí. Además, tengo dos hijas. Mi núcleo familiar siempre fue una forma de pensar la vida desde lo simple. Yo trato de capitalizar todo. Porque mi viejo murió cuando yo era muy chico y, en el camino, aparecieron mecenas que confiaron en mí y en mi talento, incluso, me pagaron el primer billete a Europa y mantuvieron a mi familia en ese momento.
Siempre menciono a Carlos Humeroti y a Guigui Gallardo. También está José Crea, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, cantante del Colón, que me enseñó canto y nunca me cobró ni un centavo. Más tarde conocí a Alfredo Estrafada, en Europa, quien fue mi primer agente y representante artístico. Evidentemente, cuando perdí a mi padre biológico, aparecieron otros que cumplieron ese rol. De cada situación hay que tratar de sacar lo más positivo.
-¿Cómo recordás a tu papá?
-Mi padre murió joven y era una persona optimista. Tenía una voz diez veces más fuerte que la mía. Me acuerdo de que, cuando llegaba a casa, era un vozarrón que entraba. Era un hombre mucho más grandote que yo. Todas esas imágenes me fueron quedando. Y, todos los tipos que aparecieron con roles paternos tenían características de él.
-Pasaste por varias instancias artísticas, ¿alguna vez sentiste que tocabas el cielo con las manos?
-No lo tuve, no pensé las cosas. Dentro de mi libertad, trato de no ponerme un objetivo. Mi objetivo era vivir de la música, y se dio. Luego, cantar en la ópera de Roma o en el Colón, se fue dando. Los contratos fueron llegando al cantar con nivel artístico y con excelencia. Se van abriendo puertas y el destino te va llevando hacia donde tu alma quiere.
Hubo, tal vez, tres o cuatro momentos, en los que dije: “Qué lindo esto que está pasando”, pero como mis objetivos eran tan chicos y cotidianos, era más bien lograr subir escalón por escalón. En realidad, yo trato de tocar el cielo con las manos en todo momento. Tal vez, para mí, significa tener libertad.