Una reciente publicidad de la aerolínea estatal afirma que cuando se enciende un motor de avión argentino, o cuando este vuela, “hay más Argentina”. Del mismo modo, haciendo una analogía, podemos pensar que cuando se derriba o se quita una estatua del general Julio Argentino Roca, hay menos Argentina. Esta columna tiene por objeto reflexionar sobre el rol de los símbolos y de su importancia para sustentar valores comunes en los Estados nacionales. Estos continúan siendo la unidad política principal a partir de la cual se organizan las sociedades humanas.
En términos del análisis internacional, estamos ante el regreso de los Estados nacionales y frente a una puja por el control de espacios en el orden mundial. Esto nos lleva a una reflexión, basada en la historia, sobre la trayectoria y creación de los Estados nacionales: han tenido como sustento el fenómeno del nacionalismo y de la nación. El supuesto de estas líneas es que se puede discutir la idea de un nacionalismo bien entendido (no chauvinismo) que sirve para cohesionar a las sociedades. Lo opuesto de cohesión es desintegración. Esto implica acuerdos sobre ciertos valores, ilusiones, reglas y preferencias que deberían predominar en una sociedad para asegurar que ese grupo humano que decide actuar bajo el mismo Estado nacional pueda funcionar y convivir. Por lo tanto, el debate sobre la estatua de Roca es importante, porque claramente atañe a la dimensión simbólica de un país.
Se ha extendido la idea de que cometió actos genocidas durante su campaña de ocupación de la Patagonia. Esto es discutible y hasta podría calificarse como aberrante. Se debe reconocer, como lo hacen en todas las naciones del mundo, a quienes fueron los miembros –tanto hombres como mujeres– que ayudaron a la construcción de la nación. Hoy se los recuerda por acciones en las que la mayoría de los miembros de su comunidad no participaron y por las que hoy sus sucesores disfrutan. Sin esas acciones, encaradas porque el gobierno nacional le había asignado la tarea, las generaciones posteriores no podían estar aprovechando el territorio adquirido.
La formación de un Estado Nacional
El libro Las Conquistas Territoriales Argentinas, de Rómulo Félix Menendez (1982), muestra el largo período de expansión hasta los límites actuales del país. Comienza con la Revolución de Mayo, a la que el autor describe como la guerra del “primer” Estado Patrio contra el Virreinato del Río de la Plata. Esta campaña es liderada por el Cabildo de la ciudad de Buenos Aires (un gobierno local que abarcaba una superficie aproximada de 350.000 km|2) hasta constituirse en lo que hoy se conoce en el mundo como la República Argentina (2.780.085 km2 de superficie continental). El investigador afirma que “la confrontación en ciernes no tiene por objeto defender un enorme patrimonio heredado, sino conquistar lo que no se posee”. Agrega luego, “solo la presencia o el uso de la fuerza hizo posible el dominio real de los espacios en litigio”.
Estas acciones tienen su correlato político en el libro del investigador Oscar Oszlak titulado La formación del Estado argentino, donde describe el camino para alcanzar la “estatidad” como un “proceso de construcción social” y que “la formación del estado nacional supone a la vez la conformación de la instancia política que articula la dominación en la sociedad, y la materialización de esa instancia en un conjunto interdependiente de instituciones que permiten su ejercicio”.
Retomando la historia, existían dos áreas en disputa no controladas por ninguna unidad política: una abarcaba la Pampa central y la Patagonia, y otra, el Gran Chaco. Es necesario reconocer que la Argentina no era el Virreinato del Río de la Plata. Los hombres y mujeres de la Independencia lucharon (y no exageramos la palabra) por construir un nuevo territorio libre de la ocupación extranjera.
Al mismo tiempo, se realizaba otra epopeya: la paulatina incorporación de la Patagonia, que se inicia en 1820 y dura hasta 1884, y su período exitoso se inicia en 1878. En esos siete años, se agregaron al patrimonio nacional 1.000.000 km2, se resolvió el litigio con Chile en competencia por esos espacios, se afirmó el dominio del litoral atlántico y se terminó con la constante lucha para defenderse de los malones y las pérdidas humanas y materiales que implicaban. Este último período tan favorable para el país es, justamente, el que concentra las críticas y condenas.
Con perspectiva histórica
Basta con recorrer en automóvil o en tren el trayecto desde Buenos Aires hasta San Carlos de Bariloche para experimentar el sentido de vastedad de esos espacios que podemos denominar, sin temor a equivocarnos, “desierto”, dado que aún hoy los encontramos escasamente poblados. Esa imagen nos lleva a reflexionar que hace más de un siglo, un grupo de soldados del Ejército nacional, sirviendo a la nación Argentina, iniciaron una campaña sin GPS, rutas asfaltadas o estaciones de servicio, para establecer el control efectivo del país sobre ese territorio.
El primer problema que se plantea cuando se cuestiona este procedimiento es que la discusión sobre cómo se procedió se hace desde la mirada del siglo XXI. En segundo lugar, pero no menos importante, es necesario preguntarse si en 1870 existía otro modo de hacerlo. La historia se encarga de demostrar que los asuntos se abordaban y resolvían de un modo muy diferente a la actualidad.
Es innegable que la cultura criolla y aborigen chocaban. Desde el inicio, con la llegada de los primeros descubridores a América en el siglo XVI, hasta el XIX, hubo una concepción diferente de inclusión. El conflicto entre culturas era parte de un proceso general de la humanidad. Lo mismo ocurrió entre diferentes culturas en el Extremo y Medio Oriente de Asia, en África y en la América precolombina. Además, es necesario reconocer que, hasta hace poco, recurrir al uso de la violencia organizada (la guerra) era parte de la vida de los estados, en particular, cuando estaban creciendo o en proceso de consolidación. Quienes vivimos en la época actual, gozamos del privilegio de haber superado dos guerras mundiales y el lanzamiento de un arma nuclear, y de poder convivir bajo reglas de organizaciones internacionales que ayudan a la coexistencia e inclusión de grupos diversos. Ya no se piensa que la guerra es necesaria para demostrar la fortaleza de las naciones. Hoy no hay cruzadas, sino diálogo interreligioso e intercultural.
Para evitar la desintegración
Así como existen los que tienen la idea de que hay que defender un sano valor de soberanía nacional, también existen grupos dentro del país que no se sienten parte de esta comunidad política llamada República Argentina y que quisieran quedarse con pedazos de territorio para usufructo de una nueva unidad política separada. Por esos motivos es imperativo defender la estatua de Roca. Derribar una estatua de Roca, cortarla en pedazos o trasladarla a un lugar apartado y lejos del que tenía es, justamente, renunciar a la esencia de la decisión soberana. Así que para mantener de manera cabal la convivencia y no dar la impresión de que existe un proceso de desintegración o de que importa poco la unidad política de la Argentina, es preciso no realizar actos reivindicativos que atentan contra la integridad nacional. Al mismo tiempo, se aceptan las diversas expresiones culturales que conviven en el territorio bajo el dominio de las leyes del Estado de la nación Argentina. Por lo tanto, no ayuda a la convivencia inventar, exagerar o sacar de contexto hechos que en su momento eran parte de la lógica de la interacción humana. Hoy en día, quienes cuestionan el monumento lo hacen parados sobre los mismos espacios que fueron incorporados con sacrificio, con entrega y en cumpliendo las órdenes de un gobierno legítimo.
Quienes ven la expansión y consolidación de la nación argentina como un hecho heroico que merece ser destacado y no como una vergüenza u oprobio, sienten que no se ha cometido crimen alguno. Tienen derecho y razones pensar así. A la pregunta de si podría haberse actuado de otro modo en esa época, una respuesta es que las sucesivas campañas fracasadas muestran que no. Lo que ocurrió fue parte de la vida de los estados en una época en la que se definían los límites de los espacios nacionales en todo el mundo.
Por último, la estatua ecuestre de Roca, en conjunto con el mástil de la bandera nacional flameando en el Centro Cívico, no representa la imagen de un conquistador blandiendo su espada, sino la de alguien satisfecho que cumplió con llegar a su destino, a pesar de la adversidad y del cansancio. Una imagen placentera de quien fuera el fundador de la colonia del Huapi, de la que más tarde nacería la ciudad que hoy pueden disfrutar todos los argentinos, San Carlos de Bariloche. De no haber sido así, no tendríamos controversia. Ese espacio nacional sería de otros que no tienen remordimientos.
*Alejandro Corbacho es Director del Observatorio de Seguridad y Defensa de la Universidad del CEMA.