La humanidad vive momentos de alta tensión: todavía está atravesando la pandemia, y hay una guerra muy importante en curso que, además, acelera los problemas económicos y de abastecimiento de materias primas elementales, lo que hace aún más cuesta arriba las dificultades que enfrentan hoy las regiones vulnerables del planeta. Nuestro país, lamentablemente y fuera de toda discusión partidaria, está en ese grupo de mayor riesgo, ya que arrastramos dramas sociales que tienen, cuando menos, cincuenta años, y que en los últimos veinte crecieron al punto de tener niveles de pobreza impensables en la historia argentina.
En este marco de situación, siempre lo urgente e imperioso se impone sobre lo importante. Es difícil tomar decisiones cuyo impacto pueda reflejar un cambio profundo en dos décadas, y que ese cambio llegue para quedarse y permita transformar el paradigma de fracasos al que nos hemos acostumbrado. Algunos países, con condiciones infinitamente más precarias que la Argentina, lo lograron: hoy son líderes económicos y sociales, habiendo arrancado de la miseria y de la falta de desarrollo. En todos esos casos, la receta fue siempre la misma: una apuesta rigurosa y consensuada por colocar la educación como norte, principio al que supeditaron todas sus políticas de Estado.
UN MODELO EXITOSO, HOY ABANDONADO
Si revisamos nuestra historia, podemos rescatar la mano y guía de Domingo Faustino Sarmiento, gracias a cuyo liderazgo nuestra Patria vislumbró, en el siglo XIX, que la educación era el pasaporte a la igualdad intelectual para el desarrollo de una gran nación. Hay que recordar que, en 1884, la Generación del 80 sancionó la Ley 1420 de educación común, laica, gratuita y obligatoria, que fue pionera en el continente. Pese a que un sector de la sociedad aún lo ve como una figura controversial en nuestra historia, Sarmiento fue el gran inspirador de un sistema que supo enorgullecernos.
El estadista sanjuanino consideraba que la educación cumpliría un rol armonizador en las diferentes regiones de un país que había estado fragmentado desde la época de la independencia, y entendía que la masiva inmigración de diferentes latitudes planteaba un nuevo desafío para lograr su cohesión. Eran necesarios elementos igualadores. Por ello, para generar un principio de identidad y patriotismo, se estableció el uso del guardapolvo blanco y el izamiento de la enseña patria todos los días. Por ese camino, la República Argentina creció, se consolidó, llegó a liderar el continente y a ser referente económico y social a nivel mundial. El sistema educativo de nuestro país se destacó desde aquellos años como modelo latinoamericano, aunque se fue degradando en las últimas décadas hasta llegar a estos días, en los que dista mucho de aquel ejemplo continental que supo ser.
Vivimos en tiempos de una crisis inocultable en este sector que, por supuesto, acompaña graves dificultades sociales y económicas. La cuestión viene desde hace décadas y nadie puede hacerse el distraído ni considerarse ajeno a la responsabilidad de lo que ocurre en la actualidad. No me refiero solo a los políticos, sino también a los empresarios, sindicalistas, ejecutivos y a todos aquellos con responsabilidades de poder, que han generado esta situación dramática que sufren hoy los sectores más necesitados.
Lo que agrava aún más esta realidad es que abundan los análisis internacionales que le asignan al capital humano un valor cuatro veces mayor que al capital físico. Es decir, quienes tengan mayor preparación, idoneidad y sapiencia tendrán una ventaja inalcanzable, incluso en países con recursos ilimitados y proporciones geográficas gigantescas. Analizar muy superficialmente la tecnología y su crecimiento exponencial nos permite imaginar con mucha facilidad que esa brecha de 4/1 en favor de los más preparados se incrementará a partir de avances, como la sintetización de los alimentos, las máquinas 3D y la nanotecnología, por citar solo tres de las miles de razones que lo podrían certificar.
RECETAS EXITOSAS: DE LA POBREZA AL DESARROLLO
Finlandia y Corea del Sur son otros ejemplos de cómo sus sistemas pedagógicos los llevaron de la miseria e ignorancia a ser referentes mundiales en materia de educación y, a través de ella, a lograr un milagro económico que ni el más optimista hubiera imaginado hace medio siglo. Lo hicieron, como veremos, por distintos caminos.
Finlandia es un país de difícil geografía y posibilidades, que conoció el asfalto bien entrado el siglo XX y tuvo sus primeros kilómetros de autopista en los 60. A fines de esa década, contaba con una economía agraria en la que predominaba la pobreza, solo el 10% terminaba el ciclo secundario y un título de grado estaba reservado para apenas el 7% de sus habitantes, pertenecientes a clases sociales superiores.
¿Cómo se dio la milagrosa transformación que lo convirtió en el pujante país de hoy? El cambio se inició en los 70, y las medidas tomadas se relanzaron en los 90. La base de inclusión social y la igualdad de la nueva educación obligatoria, junto a la revalorización del trabajo docente, se convirtieron en la matriz de lo que sería una nueva economía altamente industrializada. Es curioso resaltar que la receta finlandesa es inversa a lo que el mundo piensa que debería hacerse para mejorar el sistema educativo: ellos redujeron al máximo las horas de clases y la cantidad de exámenes, al tiempo que buscaron evitar que los alumnos se llevaran deberes a casa. La gran preocupación de las autoridades fue lograr la igualdad absoluta de oportunidades. El hijo del obrero y del empresario más rico de Finlandia estudian en los mismos establecimientos, con los mismos materiales gratuitos y con normativas claras. Eso, además, requiere como precondiciones el acceso a viviendas dignas, salud de calidad y justicia social para todos.
Corea del Sur es un ejemplo similar en cuanto a sus resultados, pero absolutamente antagónico en cuanto a la metodología implementada para llegar a ellos. La exigencia extrema, la tensión escolar y el máximo esfuerzo fueron el camino elegido por una nación que finalizó la guerra de 1953 extenuada, en un marco de pobreza extrema. Este meteórico cambio tiene factores complejos y multicausales. Una sociedad conservadora –cuyos pilares son el esfuerzo y el acto colectivo– logró un cambio excepcional al centrar su estrategia de desarrollo en el valor de la educación. Esto le permitió pasar del hambre generalizado a competir con las principales empresas de telefonía celular, electrónica, maquinaria pesada, reactores nucleares e industria naval. El severísimo régimen social y educativo los llevó a este privilegiado e inesperado lugar. En la actualidad, estudian diferentes métodos de flexibilización ante el descontento de las nuevas generaciones, pero el cambio básico está hecho, y Corea del Sur es un país desarrollado con estándares de vida envidiables por estas latitudes.
LA NECESIDAD DE UN NUEVO PACTO EDUCATIVO
Si bien hay otros muy buenos ejemplos, estos dos alcanzan para mostrar países en condiciones de base infinitamente peores que las de la Argentina y en situaciones traumáticas que supieron revertir con gran resiliencia. La pregunta es cuándo entenderemos nosotros que no hay otro camino que el que tomaron países como Finlandia y Corea del Sur. Para lograrlo, no podemos perder tiempo. La apuesta es ahora, a riesgo de quedar rezagados de manera irrecuperable durante muchas décadas.
Si analizamos las encuestas de los últimos 20 años, veremos que la educación no se encuentra entre las prioridades básicas de nuestra población y, por lo tanto, tampoco lo es de la clase política, siempre atenta al deseo popular, a sus consecuencias en el voto y a sus intereses en juego. Las graves diferencias que exhibe la dirigencia hacen imposible un acuerdo general que traiga estabilidad y concordia a nuestra sociedad.
Sin embargo, sería sensato pensar que sí podríamos buscar un gran acuerdo nacional para ponderar lo que estamos destruyendo todos los días: la educación de nuestros hijos. Para lograrlo, hace falta la convicción irrenunciable que alcanzaron otras sociedades y el compromiso generalizado de gobernantes y gobernados. Es clave que todos los sectores se fijen metas y den inicio al proceso de largo plazo necesario, que no debería verse alterado por ninguna circunstancia mediática. Sin esa adhesión total ni la vocación de un cambio verdadero, que costará sacrificios y esfuerzos que quizás no conocemos o que tal vez hayamos olvidado de la experiencia de nuestros abuelos inmigrantes, nada será posible, y lo fatal de nuestro destino será irremediable.
En un tema complejo y con tantas aristas, proponer líneas de acción sería faltarles el respeto a tantos educadores argentinos, científicos e integrantes del Conicet, de universidades y de tantas otras organizaciones abocadas al saber. Sin embargo, no requiere mucho esfuerzo observar cuánto ha cambiado el mundo de manera exponencial y qué poco lo han acompañado los procesos pedagógicos en nuestro país. No comprendemos que si el docente fuera valorado y fuera el mejor pago de toda la administración del Estado, trabajando solo las horas necesarias para volcarse íntegramente sobre pocos educandos, otro sería el andar hacía el futuro.
HACIA UN CAMBIO DE PARADIGMA
Los nuevos aprendizajes y la actual revolución del conocimiento son mejor entendidos por muchos alumnos que por quienes deberían trasmitir esos contenidos. Pero, al mismo tiempo, otros estudiantes tienen un notable descenso intelectual, una innegable pobreza de lenguaje, y llegan a instancias educativas superiores con graves dificultades para comprender mínimamente un texto. Este trabajo necesario hacia la igualdad educativa que otros reconocieron, así como los cambios en la educación universitaria para revertir el marcado descenso en los resultados regionales que supimos liderar, invitan a la reflexión inmediata, al consenso necesario y a la acción directa para hacer frente a los males que nos aquejan.
Cuando todos comprendamos que ese cambio bisagra será el gran reformador de años y años de fracaso y cuando aceptemos esta responsabilidad, pagando el costo personal en favor de las generaciones que vendrán, habremos iniciado el largo proceso que nos permitirá recuperar el lugar que la Argentina supo tener en el concierto de las naciones del mundo. Habiendo sufrido guerras, catástrofes y calamidades múltiples, otros países lograron ese rol del que siempre hablamos y jamás concretamos, y partiendo de situaciones de pobreza y desarrollo infinitamente peores y muy alejados de nuestro reconocido potencial. Está dentro de nuestro yo interior generar ese cambio de paradigma. De hacerlo, seguramente, con esfuerzo y sacrificio, lo lograremos.
SEGUIR LEYENDO: