A Jorge Leiva se le quiebra la voz cada vez que habla de la bandera argentina: sucede que el símbolo patrio lo lleva a un episodio sucedido hace 40 años, en pleno conflicto del Atlántico Sur. Dicen que el tiempo cura todas las heridas, pero quizá las del alma requieran un poco más que eso.
Durante mucho tiempo, se esperó que quienes estuvieron en la guerra de Malvinas y regresaron de ella permanecieran en silencio. Ese silencio –que contribuyó al proceso de “desmalvinización”– generó en muchos veteranos nuevas heridas de guerra, que, en algunos casos, todavía duelen.
Algunos de ellos sanaron como pudieron y con las herramientas que encontraron. Otros, como Jorge Leiva, tardaron años en hacer un duelo con aquello que cuatro décadas atrás les cambió la vida para siempre. La voz de Jorge aún se quiebra cuando intenta contar una historia que lo atravesó de por vida: la de ser el abanderado del Grupo de Artillería de Defensa Aérea 601 durante la guerra y, una vez finalizado el conflicto, traer el estandarte patrio de regreso a casa.
UN ORGULLO CELESTE Y BLANCO
Jorge Roque Leiva egresó del Colegio Militar de la Nación en noviembre del año 1981. Inmediatamente, como artillero del Ejército, lo destinaron al Grupo de Artillería de Defensa Aérea de la 601, en Mar del Plata. Tenía 21 años cuando llegó allí y fue designado como oficial de comunicaciones de esta unidad militar.
Fue en el cuartel, donde compartía habitación con su hermano mayor –también oficial del Ejército y destinado en otra unidad de la Fuerza en Mar del Plata–, cuando, durante la mañana del 2 de abril, encendieron la radio y se enteraron de que Argentina había tomado la decisión de recuperar las islas Malvinas. “Todo fue alegría. Recuerdo el júbilo de la gente en Plaza de Mayo; estábamos todos muy contentos. Luego, el 6 de abril, la unidad recibió la orden de alistarse para ir”, comenta Jorge y remarca un concepto particular: “En ese momento, nos íbamos a movilizar. No existía la palabra ‘guerra’”.
El 12 de abril, él y el resto de la unidad se prepararon para cruzar hacia las islas; sin embargo, Leiva tenía una misión muy especial: “Desde chico, todos los símbolos patrios eran lo máximo. La bandera de guerra, ya en el Colegio Militar, era algo sublime. Yo era el abanderado de la unidad y, en las primeras formaciones, noté el orgullo de llevarla. Pero, además lo noté en el jefe de la unidad, el general Arias. Él tenía un respeto inigualable. Cada vez que yo entraba a su oficina, donde estaba la bandera, él dejaba de hacer lo que estaba haciendo, se paraba y me autorizaba a entrar. Yo abría el cofre, sacaba la insignia y, en el momento en el que salía, él la saludaba”.
Fue el día en el que le ordenaron que debía llevar la insignia de la unidad a Malvinas cuando comenzó, sin sospecharlo, una historia que lo marcaría para siempre. “Arias me llamó y me dijo que íbamos a llevarla. La retiré, hice la formalidad de costumbre, la enfundé, la tomé y la llevamos”, cuenta, y agrega: “La bandera de guerra de una unidad militar es la tradición y la historia de esa unidad. Representa todo. Yo, con la edad que tenía, sentí que me habían puesto un collar de hipopótamos. Era una carga. Además de dirigir a mi gente y de estar atento a su bienestar, debía llevar la bandera a una posible guerra. Era todo muy fuerte”.
BOMBAS Y MÁS BOMBAS
Leiva relata que tomó conciencia de que su estadía en las islas no sería fácil cuando los británicos establecieron la zona de exclusión alrededor de Malvinas. El material, que iba a ser trasladado en barco, terminó transportándose a bordo de los Hércules C-130 de la Fuerza Aérea, lo que llevó a que la unidad, una vez en el archipiélago, debiera esperar el material en las inmediaciones del aeropuerto. “Ahí conviví con la bandera, en una carpa. Antes, en un cofre, preservada. Y, en Malvinas, la tenía al lado mío, trataba de que no se embarrara ni mojara. Si tenía que salir, lo primero que hacía al regresar era mirar si estaba en el mismo lugar”, comenta.
Finalmente, Jorge se instaló en las afueras de Puerto Argentino, próximo al puesto comando, debido a su rol en el área de comunicaciones, mientras el resto de la unidad se desplegó en las islas, en un radio de 30 kilómetros. “A partir del 26 de abril, empezó el bombardeo naval. Fue algo de todas las noches, hasta el 1.° de mayo, que fue cuando ellos atacaron con sus aviones. Intentaron destruir el aeropuerto, pero logramos evitarlo gracias a la defensa aérea. Cuando lo cuento, la gente se asombra, pero teníamos el material más sofisticado. De hecho, nunca había sido puesto a prueba en combate, era nuevo. Así que se logró hacer un paraguas de defensa aérea”, refiere Leiva.
El bombardeo desgastaba al personal, y Leiva y su gente debían recorrer las posiciones para controlar los cables y llevar baterías para las radios. Esos trayectos debieron ser interrumpidos varias veces por los bombardeos. Con el pasar de los días, lograron acostumbrarse a correr riesgo de vida en las caminatas.
El 14 de junio tras el cese del fuego, todo fue mucho más duro. “Fue una sensación traumática. Habían caído compañeros y soldados. “¿Por qué no seguimos?, ¿murieron en vano? ‘Si ellos siguieron y murieron, ¿por qué no voy a seguir?’, me preguntaba. Siempre cuento que lamenté no haber caído en Malvinas. Aquella era una muerte digna y honorífica; sin embargo, hoy puedo decir que tuve suerte porque pude construir una familia y tengo experiencias muy ricas, tanto en lo profesional como en lo humano”.
Ese 14 de junio, el grupo de Leiva se vio sorprendido por el fin de la guerra. Sabían que los británicos se aproximaban, pero imaginaron que iban a resistir ese avance. Cuando llegaron, un oficial inglés se acercó adonde se encontraba Jorge: “Estaba afeitado e impecable. Nosotros, embarrados y sucios. Me preguntó quién estaba a cargo y nos dijo que nos preparásemos. Yo le respondí que el único que nos podía ordenar era mi jefe. Así que esperamos a su llegada. Había gente aliviada, pero creo que los oficiales y suboficiales sentíamos un peso muy grande porque podríamos haber hecho más. Había una sensación de impotencia y de resignación: todo se había acabado”.
“LEIVA, TOME LA BANDERA”
Todos los artilleros argentinos fueron tomados como prisioneros de guerra y les ordenaron ir a un punto de reunión, en Puerto Argentino. Entonces, recuerda Jorge, que Arias los reunió y les dijo: “Señores, vamos a embarcar porque nos devuelven al continente. Leiva, tome la bandera”.
“Ahí, otra vez, el collar de hipopótamos. Marchamos hacia el lugar, yo, con la bandera al frente de la unidad. Me pareció que fue muy bueno para levantar la moral y no agachar la cabeza”, comenta, no sin antes explicar que, lamentablemente, él fue uno de los pocos de su unidad que llegó a embarcar, pues los británicos cortaron en un punto sin que él se llegara a enterar: “Yo estaba al límite del estrés. Me encontré dividido en dos, por haber dejado a mi gente y por tener el peso de la bandera. Eso me bloqueó. Mientras un barco nos llevaba al Canberra, llegué a sacar la bandera para colocarla entre mi ropa. Al llegar, me quisieron sacar el mástil, yo me resistí y me apuntaron. Me gritaron. Apareció un interlocutor hablando en castellano. En ese momento, entregué el mástil con la funda. Pero recuerdo que yo tenía la bandera. En el viaje, no compartí camarote con nadie. Ya en El Palomar, llamé a mi casa para avisar que estaba vivo. Hablé con mi hermano y, todavía hoy, se acuerda de que le comenté que tenía la bandera conmigo. Se ve que necesitaba decírselo”.
Leiva fue enviado a Campo de Mayo. Su mamá lo fue a buscar, y lo paradójico de la situación fue que a la mujer le ordenaron que su hijo debía subir, esa misma noche, a un tren que lo llevaría de regreso a Mar del Plata. “Mi mamá le hizo caso a ese superior, y yo también. Me subí con un oficial médico. A él, lo esperaba su familia en la estación. Yo me tomé un taxi y me fui al cuartel. No recuerdo si, al llegar, dormí o no. Tengo una foto donde están condecorando la bandera. La corbata de la insignia es nueva, pero la bandera está gastada”, describe sobre aquel momento Jorge Leiva.
El recuerdo aún hoy le duele, y Leiva no deja de emocionarse a cada instante. Todavía sigue sin poder recordar a quien se la entregó. “Hay una carta que le escribí a la mamá de mis hijos, mi novia por ese entonces, en la que le cuento lo de la bandera. Fue una situación de mucho estrés. Yo creo que me bloqueé. Me cuesta reconstruir la historia. Pasaron 40 años y siempre luché con eso. Yo antes hablaba de la bandera y directamente lloraba… no podía. Ahora logré juntar fuerzas y, además, permanecí todos estos años buscando reconfirmar los hechos. Hasta lo hablé con el psicólogo”, confiesa el veterano, para quien uno de los aspectos positivos de este conflicto fue haber podido comprobar que Argentina logró unirse ante la causa Malvinas.
“Dentro de todo lo negativo de una guerra, está el hecho de que uno no vuelve siendo la misma persona. Es muy difícil sobreponerse a un montón de heridas que no se ven, que están en la cabeza. Va una persona entera y regresa otra una dividida en dos: una con recuerdos, experiencias, sentimientos y con lo que pudo y lo que no; mientras que la otra tiene que enfrentar las realidades de la vida cotidiana: los veteranos no recordamos hechos, sino que los revivimos”, agrega.
Este año Leiva regresó a la unidad que lo vio partir a Malvinas. Estuvo con el abanderado actual, lo saludó y se tomaron unas fotos: “Hay duelos que duran menos, otros más. Lo importante fue, a esta altura de la vida, poder aflojar la mochila y sacar toda esta historia que para mí tuvo un peso muy grande”.
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