Dicen que el Brigadier Ernesto Horacio Crespo, a la cabeza del Comando de la Fuerza Aérea Sur (FAS) en la guerra de Malvinas, instó a desafiar las capacidades y la creatividad para potenciarlas, y así poder atacar buques, objetivos que por entonces no estaban entre los que se esperaba de la Fuerza Aérea. Los efectivos, comprometidos con la defensa de la soberanía, pero principalmente con sus camaradas, asumieron el reto. Desde aquel momento, las aeronaves y tripulaciones que participaron del conflicto fueron el temor de las fragatas británicas. “Hasta el último hombre, incluso quien les habla”, fueron las palabras de Crespo para los hombres que lideraba y que combatían contra una de las principales potencias. Así fue como, a pesar de que no siempre regresaban, los pilotos continuaron participando de las arriesgadas misiones.
Cuatro décadas después, el personal de los escuadrones Mirage V “Dagger” que participó del conflicto se reunió en las instalaciones de la VI.a Base Aérea, en Tandil, lugar fue testigo del regreso de apenas un poco más de los del 50 % de los pilotos que partieron en abril de 1982.
Cabe destacar que, en la guerra de Malvinas, la Base Aérea de Tandil participó con dos escuadrones de Mirage V “Dagger”, y mientras uno operó desde San Julián (“La Marinete”), el otro lo hizo desde Río Grande (“Las avutardas salvajes”). Estas aeronaves tuvieron un desempeño heroico durante el ataque a la flota británica. Años más tarde, en 1988, se unió a los efectivos que ya integraban la base, el escuadrón Mirage III, que también actuó en el conflicto.
CUMPLIR CON EL DEBER
Ya sea desde San Julián o desde Río Grande, los pilotos siempre salían a cumplir sus misiones en Malvinas. No todos regresaban, y el personal debió sobrellevar esas situaciones límites de distintas maneras. Tanto los pilotos como el personal que quedaba en tierra para realizar el mantenimiento previo y posterior a cada vuelo habían desarrollado distintas herramientas y cábalas para evitar que esto pudiera afectarlos anímicamente. “El problema más serio que tenía era cuando iba a dormir a la noche. Ahí no solo pensaba en los que habían caído, sino también en mi familia. Tenía esposa y tres hijos. Sin embargo, al día siguiente, salía y despegaba con la convicción del deber”, confiesa el comodoro (retirado) Raúl Díaz.
El 24 de mayo de 1982, durante un ataque a la flota, un misil le dio de lleno a la aeronave de Díaz. Sin embargo, él logró eyectarse. Con él, iban dos Mirage V Dagger más, que también fueron impactados. Mientras uno de los pilotos, Luis Puga, logró salir con vida; el primer teniente (post mortem) Carlos Julio Castillo cayó al mar junto con los restos de la aeronave.
Carlos Ferraro, agente civil de la brigada en 1982, se encargaba del armado de los paracaídas de los asientos eyectables y del sistema de frenado de los Dagger. Reconocido por la Fuerza Aérea como veterano (no así por el Estado Nacional) expresa su sentir con respecto a los caídos con quienes le tocó compartir sus días en Río Grande: “El tiempo no me hace olvidar que hubo cuatro personas que estuvieron en el mismo lugar que yo y no volvieron. La Fuerza Aérea se caracteriza por ser un gran equipo de trabajo, por eso siempre la llamamos ‘la gran familia aeronáutica’. La llevamos en el alma y en el corazón”.
“MI MAMÁ LO ESPERÓ HASTA EL DÍA DE SU MUERTE”
Del encuentro también participó el comodoro retirado Miguel Ángel Bean, hermano menor de Pedro Ignacio Bean, piloto de Mirage V “Dagger”. “Cuando empezó la guerra, yo estaba destinado en el edificio Cóndor y mi hermano fue desplegado a Río Grande”, cuenta. El 21 de mayo de 1982, su hermano partió con su aeronave hacia el estrecho de San Carlos con el objetivo de impedir que los buques desembarcaran: “A él le pegó un misil y logró eyectarse, pero desapareció. Después se lo dio oficialmente por muerto. En el caso de mi mamá, ella lo esperó hasta el día de su muerte… falleció a los 84 años y éramos sus dos únicos hijos”.
Miguel Ángel guarda dos cartas enviadas por su hermano. “Él era el mayor, y yo lo idealizaba. Tenía una personalidad muy fuerte y era de inventar cosas para solucionar problemas. Ese verano de 1982, mis padres nos pasaron a buscar y nos fuimos unos días a Necochea, porque ahí habíamos ido por primera vez al mar. A la vuelta, cuando lo dejamos en Tandil, se despidió, miró a mi mamá y le dijo: ‘Con esta familia, Dios nos ha dado tanto en esta vida que, si nos quitara lo más preciado, no tenemos derecho a reclamárselo’. Así era él”, recuerda con emoción.
“POR ELECCIÓN, ME ACERCO”
En diálogo con DEF, Nicolás Bernhardt, hijo del primer teniente (post mortem) Juan Domingo Bernhardt, derribado el 29 de mayo de 1982 en el norte del estrecho de San Carlos, contó que él apenas contaba con un año y medio cuando eso sucedió.
¿Cómo fue crecer con el recuerdo de un héroe? “Mirando fotos, con curiosidad. Cuando estaba en primer grado, cerca de un Día del Padre, nos pidieron un dibujo de nuestros papás. Yo no sabía qué hacer. La maestra me preguntó por qué y yo le conté que él había muerto en la guerra. A partir de ahí, se me ocurrió dibujarlo volando”, responde, no sin antes detallar que, en los momentos de soledad, lo humaniza.
A Nicolás le contaron que su papá era una persona muy alegre y enérgica, con muchas ganas de vivir y de hacer cosas: “Mi vieja me dice que era un amor. Ellos se llevaban muy bien, se amaban mucho. Mi mamá siempre me dice que fue una de sus épocas más felices”.
Nicolás, psicólogo, viajó desde Córdoba para participar del reencuentro en Tandil: “Aparte de emocionarme, me gusta hablar con la gente que lo conoció. Yo creo que también está acá, en cierta forma. Me gusta creerlo así”, concluye. Los presentes coinciden en que es la fiel figura de su padre: “Me río un poco. En el fondo, me encanta”.
“EL ESFUERZO NO HA DE SER EN VANO”
Durante el encuentro, el personal que integró los escuadrones aeromóviles durante la guerra de Malvinas participó de distintos eventos. Uno de ellos se realizó en la Municipalidad de Tandil para recordar a los caídos en combate. Durante el acto, del que participaron las autoridades de la ciudad y actual comandante de la VI.a Brigada Aérea, el comodoro Aníbal Leiva, el veterano de guerra de Malvinas y comodoro retirado Raúl Díaz explicó que los británicos, por la amenaza que representó la presencia de las aeronaves de la Fuerza Aérea Argentina, denominaron al estrecho de San Carlos como “el canal de las bombas”. “Para nosotros fue, literalmente, el canal de los misiles, todo dependía del lugar desde el cual se luchaba. Debemos tener la convicción y la esperanza de que el esfuerzo de nuestros pares no ha sido y no ha de ser en vano”, enfatizó el piloto de Dagger, no sin antes mencionar que este reencuentro, cuatro décadas después, los encuentra más canosos, pero con la alegría de recordar lo vivido y sentirse, por unas pocas horas, “jóvenes deseosos de seguir peleando por un destino mejor para nuestro país”.
En el evento, se entregó un reconocimiento a los familiares de los caídos de los escuadrones aeromóviles de los Mirage V Dagger. Además de Miguel Ángel Beam y de Nicolás Bernhardt, pasaron a recibir el homenaje los familiares y amigos de los pilotos caídos durante el conflicto: el primer teniente José Leónidas Ardiles, el primer teniente Héctor Ricardo Volponi y el primer teniente Carlos Julio Castillo. Además, se reconoció al cabo primero Hugo Varas, quien el día 10 de mayo de 1982 y mientras trasladaba material rodante de la Fuerza, murió a bordo del buque ARA “Isla de los Estados”.
Este no fue el único momento en el que se homenajeó a los caídos. También se descubrió una placa en las instalaciones de la Base Aérea Tandil. En esta oportunidad, hicieron un pasaje cuatro aeronaves Pampa III. Una de ellas, levantó vuelo hacia el cielo en memoria de los héroes de la unidad.
LA FELICIDAD DEL REENCUENTRO
Oficiales, suboficiales, civiles y soldados se reunieron para recordar los días de guerra. Miguel Ángel Rinaudo, suboficial de la Fuerza Aérea que estuvo en Río Grande como electricista de los Dagger, volvió a abrazar al entonces capitán Horacio Mir González, hoy brigadier retirado: “Él era mi jefe de servicio. Yo tenía una cruz, se la colgué en el casco y le dije: ‘Si crees en este, te va a traer de vuelta’. Hizo todas las misiones con ella. Cuando ellos iban a salir, nosotros agarrábamos las frazadas verdes, nos poníamos al costado de la pista y hacíamos como si fuera una barra brava. Pero, cuando apoyábamos la cabeza de la almohada, nos llorábamos todo porque habíamos perdido a compañeros”.
Como electricista, Rinaudo sostiene que se consideraba el mejor: “No porque fuera el más inteligente, sino porque le ponía mucho huevo. Yo amaba esos aviones. Las pasiones bravas: la electricidad, el asado, los vinos tintos, el fútbol y el orgullo inmenso de haber podido defender mi patria. Me encantaría poder hacerlo ahora, aunque muera en el acto”.
Emocionado hasta las lágrimas también se encontraba el suboficial mayor (retirado) Jorge Alberto Rondán, quien, como cabo principal, asistió la parte mecánica de los Dagger durante el conflicto. “Hicimos cosas que no habíamos hecho nunca”, insiste. Lo cierto es que él, junto a Rinaudo, hizo posible que los Dagger continuaran volando en la guerra. “Durante el primer día, se nos fueron como 18 tanques de combustible. ¿Qué íbamos a hacer cuando se nos acabaran? Estaba el capitán Mir González, que además de ser jefe de escuadrilla, era jefe del escuadrón de mantenimiento, así que le propusimos que nos trajera un juego de tanques de 1700 litros del Mirage III para que les hiciéramos una transformación. Un día, llegaron un par de juegos con tanques que no eran de Argentina. Los agarramos y Rinaudo se encargó de la parte eléctrica. También modificamos la parte mecánica. Nos trajeron más y se empezó a salir con eso”, relata con total humildad y abrumado por la nostalgia.
El suboficial mayor (retirado) José Pascual trabajó junto a Rondán en esos días: “Cuando los aviones salían a hacer una misión para ir atacar la flota consumían la totalidad del combustible externo. Eran tres tanques de 1300 litros. Y, si los atacaban, largaban la carga externa para poder agilizar el escape, entonces llegaban a Río Grande casi con el aire. Así que empezaron a venir tanques de países amigos y había que adaptarlos. Las manos de ellos trabajaban en el laboratorio y los pibes los colocábamos afuera, con una linternita. Yo tenía 21 años y la pujanza y la fuerza de que nos llevábamos puesto el mundo”.
UNA GRAN FAMILIA
El entonces capitán Horacio Mir González, piloto de Dagger en 1982, confiesa que la Fuerza Aérea es un equipo. Pese a que él volaba solo, recuerda que, tras pasar inspección de la aeronave, el mecánico lo acompañaba a subir. “Una vez listo, me miraba y yo cerraba la cabina. Por dentro, sentía que me decía: ‘No me podés fallar’. Él había trabajado toda la noche, con 15 grados bajo cero. Y, finalmente, yo iba carreteando y ellos estaban al costado de la pista, con banderas. ¿Sabés lo que era eso para mí? Esa gente que saludaba era la patria que me decía ‘Yo voy a volar con vos’. Una vez, cuando volvía, levanté la cabina, y subió el mecánico y me preguntó por qué no estaba Bernhardt... había caído. Nos abrazamos”, dice.
Los veteranos lloran, se abrazan y también ríen. “¿Sabés por qué estoy contento? Porque hay mucha gente que vino desde lejos y a ninguno le sobra el dinero, pero hay cosas que el dinero no compra: el orgullo de pertenecer y saber lo que hicimos”, confiesa Mir González.
A su lado también están quienes fueron soldados conscriptos. Ellos recuerdan que, cuando los pilotos subían a sus aeronaves, se dirigían a la torre de control para esperar el regreso. “Cuando murió el primer teniente Ardiles, fue un impacto muy grande y eso cambió la cabeza de todo el grupo”, rememora uno de ellos, Rubén Guillermo Martínez.
Del reencuentro, también participó el personal que voló los Learjet que guiaron a los Dagger. “Previo al vuelo, se fijaba un punto de ataque. Allí teníamos que hacer la seña visual a los pilotos para que ellos continuaran con el mismo rumbo que traían hacia el ataque, que se hacía minutos después, ya que los Dagger no tenían autonomía de vuelo como para estar buscando el blanco”, detalla el piloto Enrique Felice, y agrega: “Artilleros, mecánicos, radaristas y pilotos…se generó un grupo muy fuerte y todos nos dimos cuenta de que éramos importantes”.
Entre los asistentes, dijo presente el suboficial principal (retirado) Pedro Prudencio Miranda, reconocido con la medalla al heroico valor en combate por su capacidad para desarmar bombas que estaban a punto de explotar. En diálogo con DEF, fue contundente: “Hoy es un festejo, pero también hay una procesión por adentro. Sabemos que hay muchas madres que quedaron sin sus hijos y esposas e hijos que no volvieron a ver a sus esposos y padres. Por eso, esto también fue un homenaje y un recuerdo para todos ellos”.
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