En 1982, Héctor Tessey tenía el grado de teniente primero y estaba destinado como instructor en el Colegio Militar de la Nación, el instituto dedicado a la formación de los oficiales del Ejército Argentino. Allí, se enteró de la recuperación de las islas Malvinas, y allí, regresó cuando terminó la guerra. En el medio, combatió en el Grupo de Artillería 3 a cargo de la Batería C, destacada en el valle de Moody Brook, entre los montes Longdon y Dos Hermanas, experiencias que cambiaron para siempre su vida.
Después de un largo período de desconexión con la guerra, hoy, Tessey está completamente abocado a la actividad académica en torno al tema Malvinas. Forma parte de grupos de investigación, publica artículos y da conferencias. A mediados de 2021, fue convocado por la editorial Taeda para coordinar y editar el libro Malvinas, 40 años. Testimonios sobre la guerra del Atlántico Sur, de reciente publicación. Allí, se recopilan 22 historias de veteranos de la guerra, hombres y mujeres, militares y civiles, y de todas las fuerzas que participaron de la contienda.
Con esa claridad que da el paso del tiempo y el trabajo académico serio, Héctor Tessey hace una lectura centrada de la guerra, en la que el análisis profundo no opaca el trasfondo humano y las acciones heroicas.
-¿Por qué un nuevo libro sobre Malvinas? ¿No se ha publicado mucho al respecto?
-No, falta mucho, porque la gran mayoría está analizada con las dos claves que identifica la antropóloga Rosana Guber en la lectura de Malvinas: una clave dictatorial y una clave heroica. La dictatorial reduce el tema a Galtieri, el terrorismo de Estado y toda esa historia. La clave heroica es la otra punta, o sea, ver a Malvinas de manera fantástica: son todos héroes, perdimos de casualidad… El punto es que no fue ni una ni otra, son dos posturas extremas. De todas maneras, lo grave no es que haya dos posturas extremas, sino que las ciencias sociales –que se supone que es donde están los investigadores– tienen que mirar qué pasó, y muchas veces parece que eso no se cumple.
-¿Dice que se guían directamente por estas claves?
-Sí. Cuando uno tiene un problema de tesis y va a investigar algo o va a escribir un artículo, parte de un problema determinado, investiga y obtiene una respuesta. Ahora, si yo planteo el problema, empiezo la investigación y ya sé la respuesta, entonces no hay investigación, ya está, se acabó la historia. Las ciencias sociales hacen eso: ¿qué vamos a investigar de Malvinas? ¿Por qué Malvinas? Pero luego aparecen los que dicen: “No, lo que pasa es que ya sabemos que es porque Galtieri quería ser presidente; ya sabemos que los militares querían tapar todo”. Ahí es donde yo pienso: “No, pará, metete a hacer algo, investigá un poco a ver qué hay adentro. A lo mejor, llegás a la misma conclusión, pero investigá primero”.
-¿Es más difícil analizar Malvinas que otras guerras debido a estos condimentos?
-No, yo creo que, con todas las guerras, pasa más o menos lo mismo. Por ahí, se nos hace más difícil analizarla a nosotros porque es nuestra.
-¿Cómo fue la elección de los entrevistados para el libro Malvinas, 40 años? ¿Qué desafío supuso?
-La verdad, uno enorme, porque tuvimos que tratar de buscar quiénes podían aportar algo y preguntarnos el porqué de cada uno. Salvo algunos muy conocidos, la mayoría no son tan conocidos y vienen a decir algo nuevo. Lo que hice fue ver hombres y mujeres de las cinco Fuerzas, de todos los grados, más los civiles. El primer punto conflictivo se me presentó con las mujeres, porque, hasta donde yo sabía antes de empezar con la investigación, no había mujeres de la Fuerza Aérea que hubieran participado de Malvinas. Pero, por suerte, encontré a una, Liliana Collino, que incluso fue la única que estuvo en las islas durante el conflicto. Después, aunque no había mujeres de la Armada, había de la Marina Mercante. Recurrí a Marta Rasanz, que tiene una especie de “Google malvinero”, que sabe todo, y, finalmente, me puso en contacto con una de ellas, Marcia Marchesotti. Con el Ejército, era más fácil, porque estaba Silvia Barrera. Yo la conocía y encajaba en el perfil de los superconocidos.
-Me imagino que también fue complicado elegir entre todos los miembros de las FF. AA. y FF. SS.
-Exacto. ¿Qué oficial? ¿De qué Fuerza? ¿Por qué ese? Para la Fuerza Aérea, teníamos a Pablo Carballo, un indiscutido que facilitó la selección. Pero después venía el Ejército. ¿A quién elegíamos? Porque hubo muchos eventos como para rescatar gente que se hubiera destacado de esta Fuerza y que, a su vez, fuera desconocida. Entonces, como ya tenía cubierta el área de Puerto Argentino, decidí que fuera Jorge Manresa, que había estado en Darwin y que enfrentó una situación complicada. Así, nos quedaba un oficial naval. Pudimos haber agarrado a alguno perteneciente al crucero Belgrano, pero ya lo tenía al timonel Daniel Agüero. Finalmente, me decidí por el componente de Aviación naval menos famoso, el de los aviones Tracker, y uno de sus pilotos, Juan José Membrana. Con los suboficiales, pasó algo parecido, y para los entrevistados de Gendarmería y Prefectura, recurrí a los jefes respectivos, que eran José Ricardo Spadaro y Osvaldo Aguirre.
-¿Y con los civiles?
-Pensé en los ROA (Red de Operadores Aéreos), en los integrantes del Escuadrón Fénix y en los civiles del gobierno, como el ingeniero Gaffuri, de Vialidad Nacional. En el caso del Fénix (un escuadrón dependiente de la Fuerza Aérea formado por aviones civiles), encontré algo que tampoco sabía: el único oficial de la Policía Federal que participó en la guerra, Ignacio Arcidiácono. Para mí, fue un auténtico hallazgo.
En cuanto a los soldados conscriptos, confieso que les quise hacer un homenaje a mis soldados, por eso, seleccioné a Roberto Tanquía, principalmente, porque él tiene una historia antes, durante y después de la guerra. A decir verdad, todos los soldados tienen historias interesantes, como Ricardo Vélez y Esteban Tries.
-¿Qué es lo que destaca del libro?
-Que cambia el enfoque y no va al típico relato de la operación militar, porque la mayoría de las historias se enfocan en el combate, el oficial o el avión, pero ¿y la parte humana dónde está? Eso es lo que tratamos de transmitir aquí en el libro.
UNA HISTORIA DE LA GUERRA
-¿Dónde se encontraba el 2 de abril de 1982?
-Recuerdo que era viernes y me enteré de la recuperación de las islas yendo al Colegio Militar en mi auto. Yo era instructor de cadetes de cuarto año y, además, me tocaba semana de servicio, es decir, me quedaba de viernes a viernes dentro del Colegio. Cuando llego y veo las movilizaciones ahí, me pregunto: “¿Qué es esto?”. No sabía nada hasta ese entonces. El director era el general Lucena e hizo una reunión de oficiales más o menos al mediodía. Nos dio la versión oficial sobre la Operación Rosario y sobre el desembarco, pero después hizo su propia apreciación. Yo decía en aquel momento que era una apreciación pesimista; hoy digo que era realista. Pasó más o menos lo que nos dijo.
-¿Qué recuerda del viaje a Malvinas?
-El recuerdo que tengo hoy del viaje en tren no es bueno, pero en aquel momento, era una felicidad absoluta, porque teníamos una fuerte sospecha de que íbamos a Malvinas y queríamos ir, obviamente. Recién cuando llegamos a Ingeniero White nos enteramos de la orden de cruzar a Malvinas y de que yo era uno a los que le tocaba. Así que la felicidad era incomparable, porque, si había algo que quería en ese momento, era ir. No pensaba en la guerra ni en nada. Yo quería ir a Malvinas.
-¿Por qué su recuerdo actual no es bueno?
-Son cosas que reflexiono al día de hoy. Nos hicieron cruzar disminuidos, ya que ir en avión hasta allá implicaba no poder llevar cosas pesadas. Si pensábamos que íbamos a ir a la guerra en esas condiciones, estábamos mal. Otra cosa que noté es que no había un clima de guerra; teníamos que prepararnos para lo peor, y no fue así. Por ejemplo, muchas de las cosas que se tenían que hacer en artillería, no se hacían.
-¿A qué se refiere?
-En aquella época, la artillería tiraba con dos sistemas: uno era el tiro observado –cuando un observador adelantado va indicando hacia dónde tienen que disparar los cañones–, y el otro sistema era el topográfico –se analiza el terreno y, con las coordenadas del cañón y las coordenadas del blanco, se hacen los cálculos y, con esos datos, se dispara–. Sucede que no se hizo la organización sobre el terreno necesaria para el sistema topográfico, y no por falta de tiempo. ¿Por qué no se hizo? Porque los encargados de traernos los elementos topográficos jamás lo hicieron. Ahí, hubo una falencia. Se podría decir que no era necesario, pero el punto es que hubo una parte del procedimiento que no se cumplió. ¿Y por qué no se cumplió? No tengo la menor idea. Yo, desde mi lugar, pienso que debería haberse hecho. Después, la artillería hizo todo o casi todo lo que habíamos aprendido, porque respetamos lo que el reglamento decía que teníamos que hacer.
EL DESPUÉS
-¿Cómo recibió la noticia de la rendición?
-El 14 de junio a la mañana, yo estaba con los cañones de 155, porque Balsa me había pedido que ayudara a un compañero con ese tipo de cañones. Para las tres o cuatro de la mañana, ya habíamos agotado la munición. No recuerdo bien a qué hora, pero en un momento, Balsa nos dice: “Alto el fuego”. La noticia me cayó mal, pero, ante esa orden, nosotros ya no teníamos más nada que hacer, no teníamos más munición y, además, tomamos conciencia de que las cosas venían mal. Uno no quiere creerlo, pero era lógico que pasara algo así.
-¿Qué sintió en ese momento?
-Las primeras sensaciones fueron de malestar, tristeza, pero no de sorpresa, e inmediatamente, teníamos que ver qué hacíamos con los soldados que estaban ahí. En lo personal, a mí me impactaron dos cosas: primero, el silencio. Veníamos de días de bombardeos como un verdadero infierno, y de golpe esto, el silencio. Y, segundo, el volver a pensar en “más allá”, en más tiempo, en más cosas, ya que el combate es un momento, una situación de caos enorme en la que no importa el dónde, ni el cómo, ni el qué: vos estás ordenando y tirando, y haciendo y corriendo, y yendo y viniendo. Y tu horizonte de vida es el próximo paso, la próxima orden, el próximo grito, el próximo tiro, porque, a la primera de cambio, te pega un bombazo y se te acabó la vida. Entonces, lo que recuerdo es el silencio y que lo primero que se me vino a la mente fue mi mujer y mis hijos, en los que no pensaba desde que comencé con los tiros.
-¿Cómo fue el regreso?
-Estuve 30 días prisionero. Yo había logrado salvar una radio común, y lo que hacíamos era sintonizar radios de Argentina y de Chile, a veces, la escuchábamos a Magdalena Ruíz Guiñazú y nos dábamos cuenta de que la posguerra era un verdadero quilombo: Galtieri, la Junta, se notaba que no había orden, que estaban peleados…
-¿Cómo era el trato de los ingleses?
-Al principio, eran duros, estaban medio en guardia, pero después el ambiente se comenzó a tranquilizar. Nos dejaban ir a fumar un cigarrillo todos juntos en cubierta, siempre con los guardias, pero ya llegaba un punto en el que teníamos charlas entre guardias y prisioneros, preguntándonos: “¿Y vos quién sos, cómo te llamas?”. Teníamos un compañero que era afecto a los naipes, hasta que un día terminamos jugando póker con los guardias y, a los dos o tres días, jugando al truco con los ingleses. Es verdad que ellos no habían combatido, así que no tenían la carga de la guerra. Encima, pasado un mes, nos pagaron un sueldo de prisionero.
-¿Les correspondía un sueldo por estar prisioneros?
-Sí, la Convención de Ginebra establece cada 30 días un sueldo de prisionero de guerra. Recuerdo que a mí me tocaron 12 libras esterlinas. Nos hicieron formar en fila frente a una mesa con una lista y una pila de billetes, entonces, nos llamaban por número –el mío era el 410–, firmabas y te daban el dinero con el descuento correspondiente al alojamiento y la comida. El resto me lo quedaba. O sea, cumplieron lo que decía la Convención. ¿Y después que hicieron? Anunciaron por los parlantes: “Está abierta la cantina” y ahí usamos los billetes [risas]. Yo compré cigarrillos y chocolates, otros días, comí una salchicha con papas. Así fue hasta llegar el 14 de julio a Puerto Madryn, donde nos estaba esperando todo el pueblo. Fuimos muy bien recibidos. Ahí, los militares nos prohibieron el contacto con la gente, nada más saludamos, nos subimos a los camiones y listo. Fuimos a la base más cercana, nos dieron ropa nueva, nos hicieron revisión médica, nos metieron en un avión y acabamos en Palomar. De Palomar, me trasladé a Campo de Mayo, donde estaban mi mujer y mis hijos. Y pasaron los años hasta llegar a 1987, cuando me cansé del Ejército y decidí retirarme y dedicarme a trabajar en otras cosas. Desde ese año hasta 2008, no hablé nada de Malvinas, salvo alguna charla con alguna persona, pero nada más.
-¿Cómo fue que reconectó con Malvinas?
-Porque ese año un amigo mío me dice: “Che, un amigo quiere hacer una película sobre Malvinas y está buscando a alguien para ver si lo puede asesorar”. Yo hablé con esta persona y empecé a retomar contacto. Al final, la película no salió nunca, pero a mí me sirvió para volver a tocar los temas. Pasó el tiempo y hoy te das cuenta de que mi vida es Malvinas: vivo de investigar y de aprender profesionalmente todo lo relativo a Malvinas, y, sobre todo, de difundir con argumentos. Yo digo que no tengo ningún problema en discutir nada de nada con nadie, podemos discutir lo que sea, pero discutime con fundamentos. Cuando yo hablo de Malvinas, no es lo que a mí me parece, sino lo que yo logré investigar hasta ahora. Todo lo que yo te dije es lo que yo tengo investigado, documentado, leído, escrito y publicado, no voy a decir algo que no haya verificado. Por eso, quiero volver a viajar a las islas para cerrar los aspectos de la investigación en la que trabajo, porque yo estuve, pero hace 40 años. Y necesito volver allá para volver a sintonizar y para ver si lo que he visto cuadra con lo que pasa.
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