El pasado de Vladimir Putin, hombre de personalidad introvertida, está cargado de misterio. Nacido el 7 de octubre de 1952 en la entonces Leningrado –actual San Petersburgo–, se sabe que vivió su infancia en un hogar de clase obrera. Sus padres habían sobrevivido al cerco de 900 días que impuso el ejército nazi sobre la ciudad entre 1941 y 1944.
Tal como reconoció en su propia autobiografía, Putin siempre quiso formar parte de la KGB, el emblemático servicio de inteligencia de la Unión Soviética. El actual mandatario recuerda que, a los 16 años, se presentó en la oficina de la KGB en su ciudad y preguntó cómo debía hacer para alistarse. Le respondieron que, primero, debía cursar una carrera universitaria. Decidió inscribirse en Derecho en la Universidad Estatal de Leningrado, donde se graduó.
Quedan muy pocos registros de sus primeros años en la KGB. Se sabe que, a sus 33 años, el entonces oficial con rango militar fue enviado a Dresde, en la República Democrática de Alemania (RDA). Allí iba a ser testigo de la caída del Muro de Berlín y del desmoronamiento del imperio soviético, hecho que calificó en 2007 como la “peor tragedia geopolítica del siglo XX”.
LA LLEGADA AL KREMLIN: SANGRE Y GUERRAS SIN CUARTEL
En 1991, ya de regreso en su país, pasó a colaborar con el entonces flamante alcalde reformista de San Petersburgo, Anatoly Sobchak, quien se convertiría en su padrino político. Instalado en la capital Moscú, en 1998 se convirtió en el elegido para conducir la nueva agencia de inteligencia rusa: el Servicio Federal de Seguridad (FSB). Duraría solo un año en el cargo. El futuro le deparaba un destino mayor. Así se lo hizo saber el entonces presidente Boris Yeltsin, quien el 8 de agosto de 1999 lo designó como nuevo primer ministro y lo convirtió en su elegido para la presidencia de cara a las elecciones del siguiente año.
El bautismo de fuego de Putin en el poder llegó a solo dos semanas de su nombramiento. El 26 de agosto de 1999, lanzó una devastadora ofensiva militar sobre la república de Chechenia, donde los rebeldes separatistas se habían hecho fuertes y desafiaban al poder central en Moscú. Las denuncias de torturas y violaciones a los derechos humanos en Chechenia no frenaron a Putin, quien no paró hasta hacerse con el control de ese convulsionado país del Cáucaso norte.
Ya confirmado en el Kremlin tras las elecciones de marzo de 2000, el nuevo mandatario confirmó su imagen de duro e implacable. Su objetivo fue tomar el control de las principales palancas de la economía, tras las polémicas privatizaciones de la década anterior. Emprendió entonces una lucha sin cuartel contra los poderosos oligarcas que se habían enriquecido durante los años de Yeltsin.
El acuerdo propuesto por Putin fue que los oligarcas no se involucraran en política y que aceptaran al Estado como socio de sus negocios. Algunos debieron irse al exilio para poder disfrutar de sus fortunas lejos de la mirada del Kremlin. Otros, como Mikhail Khodorkovsky, eligieron enfrentar al Gobierno, pero terminaron en prisión y privados de sus empresas.
MUERTES Y ENVENENAMIENTOS, ENTRE LA SOSPECHA Y EL SILENCIO
Durante sus más de dos décadas de poder, la Rusia de Putin vivió una serie de hechos sospechosos de los que fueron víctimas exagentes de inteligencia y reconocidos políticos opositores. Las sospechas siempre apuntaron al Kremlin, pero el jefe de Estado rechazó las “infundadas” acusaciones de Occidente.
En 2004, el rostro del entonces candidato y posterior presidente de Ucrania, Viktor Yushchenko, apareció completamente desfigurado. Tras ser sometido a estudios médicos, se comprobó que había sido víctima de un intento de asesinato con una dioxina llamada TCDD. Dos años más tarde, se produjo el asesinato en Londres del exagente de inteligencia Alexander Litvinenko, envenenado con polonio radioactivo. Ese mismo año, fue acribillada a balazos en Moscú la periodista Anna Politkóvskaya, durísima crítica del accionar de las fuerzas armadas rusas en Chechenia.
En 2015 sería liquidado a balazos en Moscú, a pasos del Kremlin, el dirigente opositor Boris Nemtsov, ex viceprimer ministro durante la década del 90. En 2018, el doble agente ruso-británico Sergei Skripal y su hija Julia fueron encontrados inconscientes en un parque de Londres. Habían sido víctimas de un intento de asesinato con un agente nervioso conocido como Novichok. Ambos lograron recuperarse y fueron dados de alta.
Finalmente, en 2020, en plena pandemia, el nuevo blanco de este tipo de ataques fue el opositor político Aleksei Navalni. Antes de abordar el avión que lo depositaría en Moscú, tomó un té, que se sospecha contenía un poderoso agente químico que le produjo la descompensación en pleno vuelo. Tras ese evento, Navalni pudo recuperarse y fue trasladado a Alemania, donde recibió atención médica. Al regresar a Moscú, en enero de 2021, fue detenido y hoy cumple una condena a trabajos forzados.
LA INVASIÓN A UCRANIA: ¿EL PRINCIPIO DEL FIN DE PUTIN?
El 24 de febrero de 2022, el todopoderoso inquilino del Kremlin llevó adelante la apuesta más osada de su carrera. Enfrentado con buena parte de Occidente y con la OTAN, Putin decidió patear el tablero. Ordenó una “operación militar especial” para “desnazificar” Ucrania y proteger a la población rusoparlante de las repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk.
Solo que esta vez, a diferencia de lo ocurrido en sus anteriores aventuras militares como la de Georgia en 2008, Europa y EE. UU. no parecen estar dispuestos a tolerar el accionar de Moscú. Aun sin involucrarse directamente en el conflicto, están apoyando decididamente al Gobierno de Ucrania, proveyéndolo de armas defensivas y aplicando durísimas sanciones contra Rusia, Putin y su entorno.
El aislamiento internacional de Moscú pone al país al borde de una crisis económica sin precedentes. Hoy Vladimir Putin, el hombre fuerte que puso orden y supo curar el orgullo herido de un país que nunca renunció a su condición imperial, enfrenta su hora más difícil. En Ucrania, se esconde la respuesta a uno de los grandes interrogantes de este siglo. ¿Será este el inicio del fin de Putin? ¿O todo lo contrario?
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