Hace 13 años y medio, en agosto de 2008, el gobierno ruso puso en marcha su primer intento por rediseñar las fronteras postsoviéticas y recuperar la influencia perdida en su vecindario desde la disolución de la URSS. La historia se repite ahora, a las puertas de Europa, con la invasión a Ucrania y el intento del Kremlin de recuperar el control de un territorio que Putin considera propio. En 2008, la Unión Europea (UE) se limitó a oficiar de mediadora y las autoridades georgianas no contaron con el respaldo que hoy la OTAN, Europa en su conjunto, EE. UU. y sus aliados en el mundo ofrecen al gobierno ucraniano.
Aun con sus matices y diferencias de escala, la “operación militar especial” que Vladimir Putin ha puesto en marcha contra el territorio ucraniano tiene muchos puntos de contacto con el conflicto bélico de 2008. En ambos casos, se busca amputar territorio a países de la antigua órbita soviética y desestabilizar a sus gobiernos prooccidentales. En aquella ocasión, la invasión se detuvo a las puertas de Tbilisi, la capital georgiana, y Rusia aceptó replegar sus tropas. Hoy, en cambio, la escalada bélica no se detiene: las tropas siguen avanzando y el objetivo final de Vladimir Putin es descabezar el gobierno de Ucrania, neutralizar a sus Fuerzas Armadas y someter al país a los designios del actual régimen ruso.
REVOLUCIONES DE COLORES Y ASPIRACIONES EUROATLÁNTICAS
La ofensiva de agosto de 2008 contra Georgia no fue casual. En abril de ese año, durante la Cumbre de Bucarest, los jefes de Estado y de gobierno de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) habían dado su visto bueno a las aspiraciones de Georgia y Ucrania de integrarse a ese selecto club militar. Rusia no estaba dispuesta a dejar pasar esa provocación de Occidente. El Kremlin haría pagar cara esa osadía a dos países que consideraba parte de su patio trasero.
En rigor, el proceso se había iniciado cinco años antes, con la denominada “Revolución de las Rosas”, que puso fin al gobierno de Eduard Shevardnadze en Georgia –en el poder desde 1992– y llevó al poder a Mikheil Saakashvili, quien no tardaría en iniciar sus coqueteos con la OTAN y la Unión Europea (UE). La presencia de militares estadounidenses y los ejercicios conjuntos con fuerzas de la OTAN traspasaron unas líneas rojas que Moscú no estaba dispuesta a aceptar.
Por su parte, en Ucrania, a fines de 2004 la “Revolución Naranja” forzó la repetición de unas elecciones presidenciales amañadas y consiguió torcer el brazo al candidato prorruso Viktor Yanukovich, derrotado por una coalición de fuerzas reformistas prooccidentales. Durante la campaña, el que se convertiría en vencedor de esos comicios, Viktor Yushchenko sufrió un sospechoso intento de envenenamiento, cuya autoría atribuyó a agentes cercanos al Kremlin. Las relaciones entre Kiev y Moscú se enfriaron, y el Kremlin solo pudo recuperar el terreno perdido en 2010, cuando su protegido Yanukovich logró finalmente imponerse en las nuevas elecciones presidenciales, aprovechando la división del campo reformista prooccidental. Ese impasse, que solo duraría hasta 2014, puso en pausa las aspiraciones euroatlánticas de Ucrania y volvió a acercar al país a Rusia.
GEORGIA: UNA HUMILLANTE GUERRA RELÁMPAGO
Volvamos a agosto de 2008, más precisamente a la madrugada del día 8, a horas de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín que contaría con la presencia del entonces primer ministro ruso Vladimir Putin. La mecha que encendió la pólvora fue el intento del gobierno de Georgia, presidido por Saakashvili, de recuperar el control de la región separatista de Osetia del Sur. Como parte del extraño rompecabezas soviético, ese territorio había quedado bajo la soberanía georgiana, pero aspiraba a integrarse a la Federación Rusa, como sucedía con sus vecinos de Osetia del Norte. Un breve conflicto armado en 1992 había desembocado en un alto al fuego, en el que Rusia había actuado como mediador.
El error de cálculo de Saakashvili le costaría muy caro. La reacción de Moscú, en teoría garante de la paz en Osetia del Sur, no se hizo esperar. El entonces presidente Dmitri Medvedev y su primer ministro y verdadero hombre fuerte del gobierno, Vladimir Putin, justificaron la operación militar como una “intervención legítima” solicitada por las autoridades de la región separatista. El ataque ruso, sin embargo, penetró más allá de las fronteras de Osetia del Sur y llegó a las puertas de la capital, Tbilisi. En un ataque de pinzas, que también incluyó la movilización de la flota rusa del mar Negro, las Fuerzas Armadas georgianas fueron rápidamente neutralizadas. La operación duró solo cinco días. El 12 de agosto, el presidente francés Nicolas Sarkozy logró frenar las hostilidades y los tanques rusos se replegaron.
Además de expulsar a los georgianos de Osetia del Sur, el gobierno ruso reforzó su presencia militar en Abjasia, otra república separatista ubicada en el noroeste de Georgia y con costa sobre el mar Negro. Los abjasios también habían humillado militarmente a los georgianos en 1993 y habían mantenido desde entonces una independencia de facto respecto del gobierno central de Tbilisi. La novedad de 2008 fue que, tras la operación relámpago de los rusos, el Kremlin se avino a reconocer a Osetia del Sur y Abjasia como “Estados soberanos” y a firmar Tratados de Amistad y Cooperación con ambas repúblicas. Hoy, Moscú cuenta con cerca de 13.000 efectivos militares estacionados en ambos territorios y ha repartido pasaportes rusos a sus habitantes, una práctica que se repetiría en el Donbás ucraniano pocos años más tarde.
UCRANIA: UN LIBRETO PARECIDO, ESTA VEZ CON FINAL ABIERTO
El método seguido en Georgia se repite ahora en Ucrania. Para entender lo que ocurre hoy, se debe rebobinar la cinta hasta febrero de 2014, cuando la revolución conocida como “Euromaidán” depuso al presidente prorruso Viktor Yanukovich e instaló al país definitivamente en la senda europea y euroatlántica. En marzo de ese año, el Kremlin movió rápidamente sus fichas en el sur anexándose, sin disparar un solo tiro, la península de Crimea. Más sangrienta fue la situación que se desató en el Donbás, la estratégica cuenca minera e industrial del este ucraniano, con mayoría de población rusófona. Allí, a pesar de la firma de los acuerdos de Minsk en 2014 y 2015, se siguió librando una guerra de baja intensidad, con un saldo de al menos 14.000 muertos.
Hubo que esperar ocho años y, casualidades de la historia, la noticia llegaría a pocos días de la finalización de los Juegos Olímpicos de Invierno de Pekín. En la madrugada del 24 de febrero de 2022, Vladimir Putin puso en marcha, una vez más, su maquinaria bélica. El libreto fue muy parecido al de Georgia, aunque esta vez se alteró el orden de los factores. El 22 de febrero, justificando su decisión en la persecución y el “genocidio” del que sería objeto la población rusoparlante del Donbás, el Kremlin reconoció la independencia de las autoproclamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk. En la sesión de emergencia del Consejo de Seguridad de la ONU, celebrada en el mismo momento en el que se iniciaba la invasión rusa, el embajador ucraniano Sergiy Kyslytsya mostró una copia de la ley aprobada por la Duma (Parlamento) de Rusia en 2022 y la comparó con la norma sancionada en 2008 reconociendo a Osetia del Sur y Abjasia. Eran prácticamente un calco, una suerte de formulario en el que solo había que cambiar el nombre de los territorios reconocidos por el Kremlin como nuevos Estados.
“Rusia repite en Ucrania el guion de 2008 en Georgia; tengo la sensación de un deja vu”, afirmó, no bien se conoció la decisión de Rusia, la actual presidenta georgiana Salomé Zurabishvili. Y agregó: “Nunca hubo por parte de Rusia ninguna intención de diálogo sobre el restablecimiento de la integridad territorial de Georgia”. Lo mismo sucedería en Ucrania luego de 2014, tras la anexión de Crimea y la guerra en el Donbás. A pesar de la flagrante violación del derecho internacional, la política de “hechos consumados” siguió favoreciendo al Kremlin, que ganó tiempo hasta febrero de 2022 para lanzar su estocada final.
Muy pocos analistas y líderes internacionales supieron interpretar que aquella operación militar sobre Georgia sería solo el preludio de la política imperial del gobierno de Putin. Hoy, a diferencia de la soledad con la que Georgia se enfrentó a las tropas rusas, EE. UU., Europa y buena parte del mundo se han volcado en defensa de Ucrania. Es que, en esta ocasión, la misma existencia de ese país como Estado soberano está amenazada y el actual inquilino del Kremlin parece estar dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias. Mientras tanto, la resistencia que muestran las Fuerzas Armadas, el gobierno y la población del país invadido está sorprendiendo al planeta y, lejos de la operación relámpago de 2008, el final de la guerra contra Ucrania es cada vez más incierto.
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