
Al hacer un balance de la reciente Cumbre del Clima de Glasgow, Escocia, se pudo observar que se cumplieron muchos de los malos augurios que se anunciaban ya desde 2020. El resultado de la conferencia, cuya fecha inicial debió ser postergada debido a la pandemia, dejó gusto a poco. Quizá no haya sido un “bla, bla, bla”, como la definió la joven activista Greta Thunberg, ni tampoco un “absoluto fracaso”, pero lo cierto es que nadie partió conforme.
Esta desazón ya es un clásico en las casi tres décadas transcurridas desde la primera Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro, realizada en 1992. Fue allí cuando el mundo empezó a tomar conciencia del complejo panorama que se presentaba vinculado al cambio climático y de la grave amenaza a la que se enfrentaba la Humanidad en un futuro cercano. Las definiciones de cada uno de esos encuentros llevan consigo consignas elevadas y de alto vuelo, llenas de metas, objetivos, intenciones, propósitos y finalidades, que enfrentan de inmediato la cruda y diferente realidad de cada uno de los países participantes, donde se ponen en juego situaciones encontradas que dificultan acuerdos duraderos, producto de una mezcla de intereses, necesidades, mezquindades y realidades concretas que no logran arribar casi nunca a un puerto común.
Quizá para aportar una mínima cuota de optimismo, y contrariando a la pujante juventud, que ha tomado, como justa bandera, la temática que involucra su propio futuro con la virulencia propia de la energía vital y a veces poco reflexiva, pero necesaria de los años que porta, puede decirse que es “inequívoca” la responsabilidad humana en relación con el calentamiento de la Tierra, la atmósfera y el océano. Somos responsables de los rápidos cambios que vive el planeta.

Esa toma de conciencia de las responsabilidades es un avance significativo y clave para las medidas que han de considerarse en el futuro. La conclusión de los expertos vinculados a la ONU, que llevan más de 30 años abocados al tema, fulmina el negacionismo y cierra, de manera concluyente, cierta ambigüedad que el anterior estudio de 2013 tenía respecto de esta misma cuestión. Los nuevos conceptos se sustentan no solo en los casi 15.000 artículos y trabajos analizados, sino en la concordancia unánime de los 234 especialistas de los 66 países que participan del Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC).
Como ya se señaló, la temática es de alta complejidad por el cruce de intereses políticos, económicos, regionales, empresariales y por cada uno de sus resultados, generalmente encontrados, ante cualquier medida que se tome en un intento por controlar los efectos negativos del aumento de las temperaturas en el planeta. Sus graves consecuencias son ya visibles pero, proyectadas, pueden tener características catastróficas e irreversibles en el mediano plazo.
ACUERDOS Y COMPROMISOS: DE KIOTO A PARÍS
Lo cierto es que para intentar comprender cómo han sido la evaluación, las idas y vueltas, los intentos fallidos y el camino recorrido para encontrar soluciones al espinoso tema, se debe hacer un somero resumen de cómo llegamos al 2021 desde aquella primera Conferencia de Partes (COP) de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), que tuvo lugar en Bonn (Alemania) en 1995 y fue presidida por una joven Angela Merkel, en su calidad de ministra de Medio Ambiente del país anfitrión.

Desde entonces, mucha agua ha corrido bajo el puente. El primer acuerdo vinculante se consiguió en 1997, con la aprobación del Protocolo de Kioto. Vigente desde 2005, ese instrumento comprometía a los 37 países más industrializados y a todo el bloque de la Unión Europea (UE) a reducir, durante el periodo 2008-2012, las emisiones a un promedio global del 5 por ciento por debajo de los niveles de 1990.
En el caso de la UE, ese objetivo fue incluso más ambicioso al situar la meta de reducción de gases de efecto invernadero en un 8 por ciento en ese mismo lapso.
Los compromisos alcanzados en Kioto no incluyeron a EE. UU., un actor clave para conseguir resultados efectivos en la lucha contra el calentamiento global, que nunca ratificó el protocolo.
Tampoco ingresaron China e India, dos de las economías en desarrollo más contaminantes y sin las cuales era difícil conseguir resultados óptimos en esta lucha. En 2015, en un acontecimiento de gran repercusión global, en el marco de la COP21, se firmó el Acuerdo de París, que entró en vigor a fines de 2016.
Allí se estableció la meta general de mantener el aumento de la temperatura global por debajo de los 2 grados centígrados, preferentemente dentro de los 1,5 grados, respecto de los niveles preindustriales. Cada país debía comunicar sus objetivos de contribución a nivel nacional e informar periódicamente el estado de sus emisiones y de las medidas de mitigación adoptadas.
Esta vez, EE. UU. dijo presente, aunque no todos los gobiernos continuaron esa política. La llegada de Donald Trump a la presidencia, a comienzos de 2017, dejó a la principal potencia del planeta fuera de los compromisos firmados en 2015. Recién en enero de 2021, tras la asunción de Joe Biden, Washington revisó esa decisión y regresó al Acuerdo de París.

GLASGOW: UN BALANCE AGRIDULCE
Así se llegó a Glasgow, donde no se avanzó tanto como pedían los activistas, aunque sí se estableció una serie de metas concretas. Si bien no se alcanzó, por ejemplo, el objetivo de máxima de la eliminación total del carbón como fuente de energía, se pudo consensuar su abandono gradual durante las décadas de 2030 y 2040, según el nivel de desarrollo de cada país. Además, se logró el compromiso de las naciones del primer mundo de destinar al menos 100.000 millones de dólares anuales a la financiación de acciones para mitigar el cambio climático en los países en vías de desarrollo. Por su parte, más de 100 Estados, en cuyo territorio se encuentra casi el 85 por ciento de la superficie boscosa del mundo, se comprometieron a frenar la deforestación de aquí a 2030.
El tiempo apremia. Según las proyecciones de Climate Action Tracker (CAT), el mundo necesita reducir la tasa de emisiones de gases de efecto invernadero en casi 27.000 millones de toneladas métricas anuales para cumplir, en 2030, el compromiso de limitar el aumento de la temperatura global a 1,5 grados respecto de los niveles preindustriales. Aún tomando en consideración las promesas hechas en la COP26 de Glasgow, este think tank proyecta que las emisiones globales de gases de efecto invernadero en 2030 serán el doble de lo que se necesitaría para cumplir esa meta. Y a largo plazo alerta que, de aquí a 2100, el aumento de la temperatura podría llegar a los 2,7 grados, cifra que está muy por encima de los estándares aceptables.
Todo bastante claro, dentro de su complejidad. Actores políticos, funcionarios de carrera y responsables estatales encuentran las palabras para justificar lo hecho, lo posible por hacer y también la recalendarización que sufren todos los proyectos programados. Tal como lo expresa, en unas muy buenas observaciones, el doctor Gustavo Sosa Muñiz, del Instituto Mora, las programaciones de largo plazo no ayudan, la idiosincrasia tampoco, ni siquiera la tendencia a procrastinar todo.
El experto asegura: “Entonces, solo los conscientes y los que están siendo afectados son quienes actúan decididamente. Ellos, al menos, quienes tienen mucho que perder frente a una adecuación al contexto del cambio climático, tienden a ser los que más se rehúsan a cambiar. Las grandes petroleras, los productores de vehículos automotores, los de fertilizantes y la producción agropecuaria a gran escala, así como los grandes hoteleros que destrozan manglares para ubicar nuevos desarrollos a orillas del mar, entre otros.
Ellos buscan deliberadamente la ralentización de acciones y, al ser parte de quienes tienen el control económico y financiero, influyen directa y negativamente en los esfuerzos globales para abordar la problemática. En este rubro, se encuentran los negacionistas, que participan activamente en la política -votados o votando- para verse lo menos perjudicados posible, pues estas acciones van en detrimento de sus negocios”.

Mientras tanto, las inmediatas consecuencias del cambio climático se sienten día a día y están en constante crecimiento en todo el planeta: fenómenos meteorológicos devastadores, ciclones, lluvias catastróficas, extremas sequías o inundaciones que todo lo devoran, muerte, extinción de especies de todo tipo de animales e insectos imprescindibles para el equilibrio ecológico y, una consecuencia trágica como ninguna, millones de migrantes expulsados de su país por los efectos del cambio climático. El Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos de la ONU calcula que en 2020 hubo 40,5 millones de nuevos desplazados. De ellos, 30 millones están vinculados a estos fenómenos, lo que genera en el sistema un debate jurídico sobre este nuevo refugiado “no calificado”. Se aprecia particularmente que en África, de no lograr contener los efectos devastadores del efecto invernadero para 2050, más de 92 millones de habitantes deberán desplazarse de su lugar de origen.
UNA AMENAZA EXISTENCIAL
De cualquier manera, esta es una amenaza existencial, y eso queda clarísimo, pero, como sucede con casi todas las cosas que implican toma de decisiones, se relacionan de inmediato con el costo-beneficio y con quién debe enfrentar los costos de cambios tan profundos. Muchos países carecen de esos recursos que les permiten llegar a obtener energías renovables y pasar a fuentes de abastecimiento verdes, sostenidas por infraestructuras sanas y que no perjudiquen sus frágiles economías. Además, pretenden, con justa razón, que las grandes potencias que depredaron previamente el planeta para llegar a controlar el mundo no sean los jueces implacables que exijan conductas que ellas nunca tuvieron en el pasado.
Para poder lograrlo, la ONU considera que debe haber un aporte conjunto de 100.000 millones de dólares para estos países en vías de desarrollo, aunque, según los expertos, sigue existiendo un gran déficit de financiación. El marco jurídico fue fijado en 2015 en el Acuerdo de París a través de los Fondos de Inversión en el Clima, del Fondo Verde para el Clima, del Fondo de Adaptación, del Fondo para el Medio Ambiente Mundial, el Programa ONU/REDD y el Fondo de Tecnología Limpia.
Todos estos gastos parecen gigantescos, pero son ínfimos comparados con lo que se gasta en Defensa en el mundo o con los gastos que ha provocado la propia pandemia, que aún padecemos.
También son más que ínfimos, si finalmente llegamos al puerto menos deseado, al de una catástrofe ambiental sin retorno. Como pasa tantas veces en la vida, y está dicho de mil maneras, los costos de la prevención siempre son casi ridículos comparados con los que provoca la verdadera enfermedad. Esta verdad, que se aplica a todos los órdenes de la vida, es ignorada millones de veces por el empecinado ser humano que, acostumbrado a enfrentar el árbol que le tapa el bosque y a tomar el atajo de lo simple y cómodo, deja el meollo del problema a los que vienen llegando.
El tiempo acosa y la hora es la presente
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